¿Es posible el amor a primera vista? (Por qué el amor no es un "sentimiento muy bonito"...felizmente II) / Por: Víctor H. Palacios Cruz)

Paolo y Francesca, óleo de W. Dye, 1837

Idealizar es proyectar sobre alguien nuestras propias elaboraciones mentales. Idealizar es desconocer. Acabaríamos amando al propio yo antes que a un tú. ¿En qué consiste entonces la magia del enamoramiento? ¿Cómo se produce el “no sé qué” de la atracción? ¿El sentirse atraído es ya el hecho de amar? Aquí unos apuntes tentativos a partir de la riqueza de las clases universitarias.

Cualquier mirada cuidadosa descubre en los cuentos clásicos, los dibujos animados, las viejas películas y las series de plataforma, sutiles o gruesas licencias narrativas –a veces hasta incongruencias de objetos y espacios de un plano a otro– que los ojos disculpan por obra de la fluidez de la secuencia, y que la inteligencia acepta a fin de que funcione la unidad de ese invento formidable que es el contar historias y cuyo origen se remonta a nuestros ancestros que, en las noches más inclementes de la Tierra, se reunían y confortaban en torno a un fuego abrigador.
Imantados por las páginas de un libro de papel, las voces que salían de una radio o las imágenes de un rectángulo cada vez más fino y luminoso, los seres humanos de toda condición todavía sucumbimos al ensalmo de un relato mitológico, dramático, terrorífico o policial, así como podemos llegar peligrosamente a convencernos de que no hay hechos más verdaderos que los que provienen de la hechura de una ficción.

Las buenas historias nos llevan a confiar más en la ficción que en lo que aparece delante de nuestras narices

Una composición cuya eficacia se debe a una serie de trucos y estrategias a veces bien disimulados en los que se añaden ajustes que dan lugar a un artificio y no precisamente a la fiel imitación de los sucesos, lugares y personas de la realidad. En contraste con los acontecimientos en los que se basan o a los que se parecen, las narraciones nos acompañan más cercanamente que ellos gracias a la oralidad colectiva, los volúmenes de una estantería o la conectividad de un dispositivo electrónico; pero están todavía más a la mano en la memoria personal, en la charla de café o en el calor del corazón. Tienen, en suma, la fuerza e inmediatez que no poseen las cosas reales, por el contrario lejanas, vedadas o ausentes para siempre.

Abelardo y Eloísa. Detalle de una pintura de E. Leighton, 1882.

Es la perfección técnica del oficio narrativo y su accesibilidad material e inmaterial lo que nos ha llevado a confiar más en los contadores de historias, individuales o corporativos, que en lo que aparezca delante de nuestras propias narices. Del mismo modo que la publicidad de un actor famoso hace que el transeúnte que lo descubre por la calle crea estar viendo a un ser sobrenatural que hace todo divinamente bien, o que un prejuicio social sobre unos migrantes nos lleva a obstinarnos en repetir una infamia en vez de acercarnos para obtener un saber fundamentado. Es el triunfo de la representación sobre lo representado, de la imagen y las palabras sobre la indocilidad de lo existente.
Aprendemos a hablar, a enojarnos, a caminar y a besar leyendo novelas o mirando una pantalla. Así también, aceptamos sin vacilación la forma de enamorarse de los protagonistas de un relato, y juzgamos que eso también debería ocurrirnos, puesto que, al igual que en los finales felices de las comedias y telenovelas, la vida no puede ser injusta tampoco con nosotros. Y como jamás la inagotable y terca realidad se habrá de parecer a la meticulosa producción de una escena de cine o televisión, padecemos la ansiedad de la espera y la desilusión de la experiencia, o sobrellevamos con secreta amargura, anhelando un último desquite que nos repare, la comparación entre la imperfecta cotidianidad y la inalcanzable belleza de la fantasía. Y nos hacemos daño, por supuesto.

Aprendemos a hablar, a enojarnos, a caminar y a besar leyendo novelas o mirando una pantalla

Definitivamente el amor a primera vista no existe. Si el amor se dirige a una persona y no a un cutis, al color de unos ojos o a una ropa llamativa o elegante, y por tanto presupone un cierto conocimiento de una individualidad que –como se decía en la anterior entrada de este blog– es fruto de una historia y está más allá de indicios y apariencias, de ningún modo es posible amar a alguien a quien apenas hemos visto solo unos minutos. Minutos que un decorado propicio y un estado de ánimo favorable pueden volver parecidos al entorno de un sueño.
Si creyéramos conocer en tan poco tiempo a alguien, sin duda nos engañaríamos, pero sobre todo lo empobreceríamos. Quien escucha una declaración de amor precipitada y sin un mínimo proceso, si le asiste la rectitud de conciencia sospecha cuando menos.

Dante Alighieri y Beatriz. Pintura de R. Giannetti.

Lo que sí puede ocurrir a primera vista, y muy naturalmente además, es la atracción, el gusto y la afinidad. Es decir, todo aquello que en la aparición instantánea nos invita a aproximarnos y a querer impacientemente extender la fracción de conocimiento que acabamos de obtener de una persona a través de la única forma cómo nos conocemos los humanos, el frente a frente de los sentidos.
Un destello en la mirada, un movimiento de las manos, una postura al andar, una modulación de la voz, un gesto fugaz, un desparpajo encantador, capturan nuestra atención. Quizá esa sea la “flecha de Cupido”, la herida que se abre de repente como una interrogante caprichosamente profunda que escuece dulcemente y se apacigua con el bálsamo de la averiguación y del reencuentro. Captación veloz de una cara, una figura o un modo de estar que, sin duda, se halla condicionada por la memoria de los contactos ya vividos, por patrones culturales inconscientemente asimilados y, cómo no, por la influencia de los modelos de las historias consumidas.

Avanzar rápidamente en el espacio desdibuja los contornos de las cosas. La velocidad es enemiga del conocimiento y del amor

Más realistamente hay una gradualidad, un poco a poco rodeando un “no sé qué” que el giro de un perfil, una sonrisa repentina y el vuelo de un cabello señalan sin llegar a desvelar. Indicios cuya conjunción enciende un brillo que nos retiene como la luz de una linterna a un mosquito, y que es el vislumbre de una armonía inacabada que el paso de los días confirma, desmiente o amplía, al tiempo que incita la imaginación de los posibles futuros a su lado.
Ciertamente, el ajetreo urbano, la instantaneidad digital y la ansiedad de resultados de la dinámica del consumo confluyen en fomentar una “sociedad de las prisas” que, como sostiene Byung Chul-Han, amenaza nuestra capacidad para la duración y para la espera. Es decir, la aptitud para “el aroma” del tiempo. Avanzar rápidamente en el espacio desdibuja los contornos de las cosas a ambos lados. La velocidad es enemiga del conocimiento y, por tanto, del amor. Como escribe Jaime Nubiola, “la ternura es el movimiento de la caricia que en su curso olvida el transcurso de los minutos”.
Como cuento a mis estudiantes, la discoteca es el peor lugar para enamorarnos, pues todos llevan allí su mejor transitoria versión. Todos son guapos y guapas incluso en la foto de perfil de una red social. Sin embargo, ninguna puesta en escena, ninguna tecnología y ninguna combinación del tarot pueden sustituir al medio más antiguo, universal e infalible de conocer a alguien y enamorarse que es la conversación en torno a un café, sobre la banca de un parque o a lo largo de una vereda.

Francesco Petrarca y Laura. Pintura de autor italiano desconocido, siglo XV.

¿Por qué? El instante se puede producir, unas imágenes pueden mentir, pero la proximidad física y viva de alguien que nos oye y nos habla deja una evidencia no siempre concluyente pero sí más persuasiva de cómo es y no solo de cómo se ve una persona. A menudo ocurre que, más bien, los sucesos posteriores redimen una primera impresión o la enaltecen aún más. Hay rostros que van embelleciendo con el paso de la conversación.
Para el desconocido una cara es solo un pasaje determinado, un azar o simplemente un conjunto de facciones. Pero lo que más nos retrata no es la suma de los rasgos –tentadoramente perfectibles con una aplicación de celular–, sino el semblante, es decir, la expresión a través de la cual hasta el detalle irregular contribuye a comunicar una actitud, una relación con el mundo y con la existencia.
Es lo que insinuaba Julián Marías al decir que el rostro “es la abreviatura de la personalidad”, esa mezcla en que se borran los límites de lo corpóreo y lo incorpóreo y a la que no accedemos sino luego de transcurrido un tiempo, que no tiene medida ni ley general, pero que descifra siquiera en parte la incógnita de un semblante. Encontrarse con un ser humano significa “que un enigma nos mantiene en vela”, decía Emmanuel Levinas.

Ninguna puesta en escena, tecnología ni combinación del tarot sustituyen al medio más antiguo e infalible de enamorarse que es la conversación

Un estado de fijación en que se juntan vivamente y sin equilibrio la percepción y la ensoñación delante no de la claridad absoluta, imposible respecto de lo humano, sino más bien frente al asomo de lo insondable. Y todo buen observador sabe que la inmensidad es inseparable de la imprecisión. José Ortega y Gasset describió el acto de enamorarse como un estado de “encantamiento”.
Con el sentido práctico que caracteriza a la mentalidad inglesa, el escritor C. S. Lewis, en su ensayo Los cuatro amores, decía que pensar en alguien como la persona que habremos de amar debería estar guiado no por la imaginación de cómo seríamos con ella en la cama o la mesa, donde todo tiende a ir agradablemente, sino más bien por la imaginación de las situaciones más comunes y pedestres, que son las que conforman la mayor parte de la rutina.
Si tenemos buenas razones para pensar que con tal chica o chico será feliz, divertido e interesante no solo una cena romántica sino, también, hacer juntos las compras del mercado, la limpieza de una casa, la preparación de una comida, un cambio de pañales y hasta más llevaderas las mismas tristezas que traigan inexorablemente los años, entonces no lo dude, por favor, tiene ante sí su propio camino. Se tiene a sí mismo o a sí misma en esa compañía, aun con todas sus incertidumbres.
Y si el miedo detiene su decisión, igual acérquese, que la serie de los hechos reales, más que una pura hipótesis mental, le proporcionará la certeza de si es o no la persona con quien podrá usted ser más persona, la vida más vida y hasta lo más modesto algo infinito.


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