Escribir con los pies: las relaciones entre el caminar y el pensar / Víctor H. Palacios Cruz

Jean-Paul Sartre, fotografía de A. Sutkus (1965).
 

Rousseau decía que para escribir es necesaria una distancia. “si quiero describir la primavera, es preciso que me halle en el invierno; y si algún día me hallase preso en la Bastilla, haría el cuadro de la libertad”. Ahora que hemos vuelto a encierros y cuarentenas, viene bien hablar de la sencillez y las riquezas de la costumbre de caminar. Del caminar corriente y utilitario. O del caminar atlético, recreativo o terapéutico. Mejor aún, de ese movimiento libre e impredecible en que, de pronto, dar unos pasos estira la imaginación, agiliza el pensamiento y enciende el corazón.


* Agradezco mucho a Carlos Garzón, poeta y artista plástico ecuatoriano, la sugerencia de algunas de las imágenes que acompañan esta publicación.


Para muchos padres que, sin culpa, no han tenido mayor contacto con la lectura, un hijo que pasa largo tiempo con un libro entre las manos –tumbado en un sofá, acuclillado en un rincón, alumbrado por el pálido haz de una lámpara– tiene que haber sido tocado por un mal: la haraganería, la falta de sociabilidad o la locura.

Al revés, para muchos académicos tradicionales el único medio para obtener los preciados frutos del saber pasa por instalarse forzosamente en el recogimiento, el silencio y la quietud. Si Aristóteles charlaba con sus discípulos dando vueltas a un jardín – “peripatética” contó Diógenes Laercio que llamaron a su escuela–, el Discurso del método de Descartes imprimió en la modernidad el dudoso pero influyente modelo de un yo que medita retirado y a solas: no teniendo conversación ni ocupaciones que me perturbaran, “permanecía todo el día solo y encerrado junto a una estufa, donde disponía de la tranquilidad necesaria para entregarme a mis pensamientos”.

Fotografía tomada por Juan Rulfo.

La sabiduría era, para Descartes, la obra de una razón que podía descubrirlo todo recluida en su covacha y sin la interferencia de una voz ajena. En contraste con Platón, para quien por el contrario era el resultado del diálogo y de una larga vida en comunidad.

Creo que la más fiel ilustración del ideal cartesiano es la icónica escultura El pensador de Rodin. Esa figura fornida y absorta en sí misma, insensible al cielo azul que tiene encima y ajena a quien transite a su lado por la Rue de Varenne en París.

Sin embargo, los hechos son siempre tercos e insumisos a la teoría de Descartes y a las de todos los filósofos. Muchos grandes hallazgos en el conocimiento no han sido la consecuencia precisamente de la soledad y el enclaustramiento. Por ejemplo, no es apócrifa la anécdota según la cual Isaac Newton entrevió los principios de la ley de la gravitación universal al ver caer una manzana de un arbusto. Durante un banquete ofrecido por el rey Luis IX de Francia, Tomás de Aquino asestó un golpe a la mesa que hizo girar a todos y en el hueco de la sorpresa se oyó un murmullo: “y esto acabará con los maniqueos”. Entre viandas, jarras de vino y chácharas, el insigne teólogo había dado al fin con un ansiado argumento metafísico.

La sabiduría era, para Descartes, la obra de una razón que podía descubrirlo todo recluida en su covacha 

Dice un texto bíblico que “el espíritu sopla donde quiere”, y en todo sentido, porque hasta una idea musical puede sobrevenir lejos de una partitura y sin guitarra alguna al alcance de las manos: Freddy Mercury, por ejemplo, contó que la exitosa canción “Crazy Little Thing Called Love” se le ocurrió mientras se daba una ducha.

¿Existen lugares ideales para la creación de ideas y de arte? ¿O existen, más bien, momentos adecuados? ¿Se le pueden imponer horarios a la inspiración?

Desde luego, un estudio bien pertrechado o un refugio escondido parecen un lugar estupendo para la escritura y la cavilación, pero los escenarios más idóneos llegan a ser a veces una trampa y a sumirnos tarde o temprano en el atasco o la esterilidad. Tener un sitio reservado para la tarea literaria o filosófica supone el malentendido de que la mente solo actúa cuando el cuerpo ha sido inmovilizado y que, a imitación de la industria, su producción necesita de recintos y reglamentaciones. No es casual que en nuestro tiempo la celeridad del automóvil y la instantaneidad de Internet hayan vuelto común la sensación de que el cuerpo es un peso que incomoda; una “anomalía”, dice David Le Breton.

Fotografía tomada por Juan Rulfo.

La rutina es necesaria, no hay duda. El bajista de la banda de rock Kiss, Gene Simons, aconsejaba a los jóvenes invertir muchas horas en la ejecución y la composición. “Todos los días hay que picar en la roca, no siempre vas a conseguir el oro, pero solo así podrás encontrarlo”. La disciplina ejercita las facultades y crea hábitos que flexibilizan los sentidos y los educa para cuando surja el destello creativo.

Sin embargo, el humano se diferencia de las máquinas y de la propia naturaleza en que para ambas la repetición de los procesos termina siempre en un objeto predeterminado. Para nosotros, en cambio, lo que se persigue no está asegurado y puede más bien que obtengamos algo no planeado. Pero, sobre todo, muy a menudo la llegada de la luz acaece fuera de nuestra mesa de trabajo. Preparando una ensalada, limpiando un cuarto, escuchando una música e, incluso, en el curso de un sueño. O también cuando vagabundeamos lejos de nuestros libros, por la ciudad o por el campo.

La celeridad del automóvil y la instantaneidad de Internet han hecho de nuestro cuerpo un peso que incomoda

Un viajero pidió a la criada del poeta William Wordsworth que le dejara ver el estudio de su amo, a lo que ella contestó: “aquí está su biblioteca, pero su estudio está al aire libre”. En efecto, el caminar como una estrategia intelectual, o como un ocio activo y abierto al hallazgo, tiene un prestigio y una tradición antigua y extendida.

Hay caminatas célebres en la historia de la filosofía. Paseos pensativos y distraídos como el del filósofo más antiguo del que hay noticia: Tales de Mileto, que al salir de su casa y dar unos pasos mirando el cielo cayó en un hoyo provocando la risa de su esclava. Otros, por el contrario, metódicos y subordinados a una higiene de la inteligencia previa a la reanudación del quehacer filosófico: Kant paseaba una hora todos los días luego de la sobremesa del almuerzo, siguiendo siempre el mismo recorrido, de suerte que se oyó decir a un vecino de Königsberg: “no pueden ser las siete, porque no ha pasado todavía el profesor Kant”.

Otras veces se ha tratado, más bien, de recorridos terapéuticos, como los que aconsejaba Schopenhauer: dedicar “una mirada libre a la naturaleza” apacigua las pasiones, porque “la ilusión de que solo están presentes los objetos que vemos y no uno mismo” lleva a que uno “se desembarace de su yo sufriente”.

Autorretrato fotográfico de Juan Rulfo.

Cómo olvidar las caminatas devotas o expiatorias de las peregrinaciones más o menos extensas y exigentes. Y con una fe más laica, hay quien ha caminado para curar a un ser querido. En su libro Del caminar sobre hielo, el cineasta alemán Werner Herzog cuenta que, enterado de la grave enfermedad de una amiga –Lotte Eisner, una notable crítica de cine–, lo dejó todo para partir caminando desde Münich hasta París, donde ella vivía, convencido de que si llegaba de ese modo hasta su meta la amiga sanaría.

Pero, volviendo a lo nuestro, cuántas veces encallado el vehículo de un texto mío en los arenales de mi mente, sin poder ir ni para un lado ni para el otro, dejar la computadora y cruzar a pie parte del campus universitario o ir a un baño para mojarme la cara, le ha dado a mi discurso la repentina velocidad de un velero que se desliza a buen viento sobre aguas tranquilas.

El caminar supone abandonar un lugar fijo donde la concentración en un mismo punto ocasiona la deformación de lo que se observa

Entonces, ¿qué relación puede existir entre el pensar y el andar? ¿Por qué ocurre que este ejercicio físico –principalmente cuando se efectúa en solitario– impulsa y da fuego a un pensamiento científico, filosófico, místico o literario?

En realidad, las conexiones son varias, incluso naturales y evidentes.

En primer lugar, el caminar supone abandonar un lugar fijo donde la concentración en un mismo punto ocasiona la deformación de lo que se observa, o satura los conductos de la inteligencia, impidiendo que corra aire entre las ideas.

La soledad favorece la arrogancia, según Platón, y, según Hannah Arendt, el idealismo y la fantasía. A veces, en el despliegue del entendimiento surge una fluidez que, sin embargo, es el canto de sirenas de nuestra vanidad que hace que nos enamoremos de la tupida telaraña que sale de nuestra sola baba, en lugar de procurar fidelidad a las cosas sobre las que pensamos.

Autorretrato caminante (Víctor H. Palacios Cruz)

El dogmatismo es propio de una postura sedentaria. Quizá por ello Elias Canetti escribió: “mientras más coherente sea un pensamiento, más distorsionada es su visión del mundo”.

Sucede que al sacar el cuerpo de su rincón dejamos sobre la silla, como la serpiente que muda de piel y prosigue su periplo, una suerte de carcaza que estaba a punto de sofocarnos. Dice el narrador suizo Robert Walser: “pasear me es imprescindible, para animarme y mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente”.

La sola distracción o el sano olvido pasajero distiende y clarifica una inteligencia endurecida

Al delegar en nuestros zapatos la labor de las manos sobre el papel o el teclado, al hacer pasar delante de nuestras sienes el aire fresco de una sucesión de espacios, nuestra mente se ajusta con docilidad a otras coordenadas que le otorgan nuevos ángulos y otros puntos de vista. La secuencia de impresiones y fluctuaciones de ánimo que suscita una marcha, hace que el conglomerado de nuestros conceptos experimente otros énfasis y asociaciones.

El caminar es, por naturaleza, un movimiento perceptivo que, al bañarse con una “luz no usada” –diría Fray Luis de León–, proporciona la distancia conveniente para darle a los razonamientos su justa medida, e impedir que se conviertan en dioses, monstruos o fantasmas. En ocasiones, la sola distracción o el sano olvido pasajero es lo que distiende y clarifica una inteligencia endurecida.

Fotografía: Víctor H. Palacios Cruz

Por último, el caminar permite que entre el sol en los recovecos más enmarañados del interior. Nos reintegra al mundo, al espacio compartido por otros seres, lo que por fuerza revitaliza el alma, puesto que la filosofía, la ciencia o el arte se alimentan de lo real.

Para el filósofo se trata de la restitución de un contacto indispensable, pues no ha jurado lealtad a sí mismo, sino a los hechos. Y también a otros a quienes habrá de comunicar sus ideas sobre los hechos. El caminar es un contacto físico permanente con el mundo que permite, como dice Le Breton, sentir sus pulsaciones: quien camina “toca las piedras o la tierra del camino, palpa con las manos la corteza de los árboles.”

Decía Nietzsche que no confiaba en “un pensamiento que no haya nacido al aire libre”, del mismo modo que Kierkegaard confesaba: “mis pensamientos más fecundos los he tenido mientras caminaba, y jamás he hallado un pensamiento demasiado pesado que el caminar no pudiera ahuyentar”.

Nietzsche: no puedo confiar en “un pensamiento que no haya nacido al aire libre”

En su ensayo Andar. Una filosofía, Frederic Gros dice que un libro delata una fisiología: “en demasiadas obras se percibe el cuerpo doblado, sentado, encorvado, encogido. El cuerpo que camina está erguido y tenso como un arco: abierto a los grandes espacios como la flor al sol. El torso expuesto, las piernas tensas y esbeltos los brazos.” En cambio, la meditación apoltronada junto a una estufa –la que proponía Descartes– tiende a una densidad repleta de citas sobre citas. Por el contrario, el espíritu que deambula es más libre, carece de ataduras y, por ello, dice Gros, “es más ligero y a la vez más profundo”.

Pero existe, creo, otra razón interesante sobre la cual hasta ahora no he hallado eco en mis lecturas. Sucede que nos confundimos con frecuencia creyendo que el pensar es una actividad autónoma que fluye paralela al organismo, como si este no participara de sus elaboraciones, como si se tratara incluso de un obstáculo que fuera preciso apartar u oprimir.

Fotografía: Víctor H. Palacios Cruz

Todo lo que vivimos involucra la entera unidad de lo que somos. Sentir dolor o placer, leer, recordar, dibujar o componer, son acciones que desde la función específica sobre la que se aposentan aglutinan al resto de nuestras facultades. En rigor no es mi mano la que dibuja o mi cerebro el que razona; soy yo el que dibuja, soy yo el que razona.

En tal sentido, es imposible pensar sin el lenguaje. Cada vocablo es un significado; y hablar es enlazar ideas. Las palabras proyectan esa inmaterialidad irrenunciable de nuestro ser, pero a su vez ellas se aprenden con el oído, los labios y otras partes de nuestra anatomía. El crecimiento de cualquier bebé ilustra este prodigio, por lo demás exclusivo de nuestra especie. Hablar supone un gobierno del cuerpo y, en particular, un sobreponerse a sus operaciones originales, porque lo hacemos gracias a órganos que fueron diseñados para comer o respirar, pero no precisamente para pronunciar unas frases. Y eso es fascinante.

Por error creemos que el pensar es una actividad autónoma que fluye paralela al organismo, como si este no participara de sus elaboraciones

Por eso, cuando pensamos lo hacemos “hablando mentalmente”, y entonces por una espontánea analogía realizamos los mismos actos que acompañan a la emisión de un hilo de vocablos y que implican una respiración, una pulsación cardíaca y cierta armonización muscular. Al caminar, el conjunto de lo que somos adopta una postura y se entrega a una repetición que, de pronto, adquiere un ritmo, un compás que da a nuestra complexión una regularidad circulatoria, una sincronización de extremidades y una oxigenación. Luego todo ello dinamiza por inercia a nuestra mente, confiriéndole una desenvoltura que la rigidez de una silla o la luz de una pantalla no podrían darle jamás.

La acumulación de materiales en la cabeza de un artista, un novelista o un filósofo que se embota y no alumbra nada nuevo en su taller, de pronto durante un andar breve o prolongado se ordena, aligera y dice al fin alguna cosa.

Siri Hustvedt, ensayista norteamericana de raíces noruegas, escribe: “cuando pienso, mi cuerpo también piensa”. Y añade: existe “una fuerte conexión entre los circuitos visuales y los motosensoriales de nuestro cerebro, por lo tanto no podemos separar la percepción visual del conocimiento del mundo que hemos adquirido a través de nuestros movimientos en él”.

Fotografía: Víctor H. Palacios Cruz.

Por lo demás, el camino es en sí mismo una buena metáfora para el anhelo de conocimiento y en especial para la filosofía. No me refiero a cualquier caminar, claro. Descarto, por ejemplo, el caminar de quien se ejercita para estar en forma, de quien solo se dirige al trabajo o regresa a casa, de quien sale a hacer alguna compra. Me refiero a ese andar libre, sin mapas ni GPS ni destinos prestablecidos, equivalente al montar a caballo del que gustaba tanto Michel de Montaigne: “sé de qué huyo, pero no lo que busco”. O a la ética del caminante que menciona Henry David Thoreau, al sostener que quien verdaderamente ama caminar es alguien “sin tierra”, capaz de sentirse en casa en cualquier parte. O también, en cierta medida, al errar urbano y sin rumbo del flaneur del que hablaba Walter Benjamin a propósito de la poesía de Baudelaire. 

De cualquier manera, el pensamiento, dice Emmanuel Levinas, es “un movimiento que parte de un mundo que nos es familiar, de un «en casa» donde habitamos, hacia un fuera extranjero”. Saber adónde se llegará es propio de esa técnica por la cual unas premisas dan lugar a determinadas conclusiones de forma rectilínea e irrevocable. Pero pensar es distinto. Es partir de la tierra firme de lo cotidiano para adentrarse en lo desconocido. El auténtico pensar no sabe nunca dónde acabará. Es más, no acaba nunca. El ser humano es apenas un punto rodeado por una inmensidad inabordable y cambiante. ¿Cómo atrevernos a imponerle unos itinerarios prefijados?

En ese sentido, filosofar es “ir de camino”, como decía Karl Jaspers, una actividad para la cual son más importantes las preguntas que las respuestas y para la cual no está permitida la conformidad, la tierra prometida. A diferencia del creer, dice por su parte Fernando Savater, “el pensar es cambiar de ideas”.

Thoreau: quien ama caminar es alguien “sin tierra”, capaz de sentirse en casa en cualquier parte

“¿Qué importa el resultado? –se pregunta Le Breton en su libro Elogio del caminar– Lo que cuenta es el camino recorrido. No se hace un viaje; el viaje nos hace y nos deshace, nos inventa. La última palabra no es más que una etapa en el camino”.

Quizá por eso ningún modo de escritura reproduce más fidedignamente el pensar, y también el caminar, como el ensayo. Más que el tratado, la monografía o el manual –escritos sistemáticos, utilitarios y cerrados en sí mismos–, el ensayo es siempre un itinerario que se sigue en primera persona –nadie puede caminar por nosotros–, una ruta que no aspira a visitarlo todo –el caminante sigue sus propias sendas, no las de otros–. En suma, una marcha personal, divagatoria y provisional.

Por algo el propio Montaigne, inventor del género, al cuestionarse si no estaría perdiendo el tiempo al componer una obra que nadie llegara a leer, responde: “no he hecho más mi libro de lo que mi libro me ha hecho a mí”.

Como cualquiera de nosotros, miramos hacia atrás y nuestros pasos han sido –no lo sabíamos entonces– cada uno de los puntos de las líneas con que hemos trazado nuestras facciones. Caminamos y nos vamos retratando.

“Dime con quién andas y te diré quién eres”, de acuerdo. Pero mejor. “Dime que andas y te diré que eres”.

 

Comentarios

  1. Caminar para crear, estimado, pero -siempre hay uno- un virus extranjero hoy no nos deja hacerlo, en libertad. Gracias por compartir este delicioso e instructivo ensayo.

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    1. qué amable, Nicolás, por comentar y por tu lectura leal y alentadora.

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  2. Exquisita lectura. Reflexionó acerca de Descartes: su quietud y soledad en el estudio, fue causa de pensamientos tan presuntamente "impenetrables".
    Los momentos de caminata, despues de la lectura o el ejercicio del estudio, no son negociables...

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    1. Gracias, Veroniquilla, por tu comentario y tu evocación de nuestras clases de filosofía moderna. Abrazos a tu familia, que todos se encuentren muy bien y en todo sentido. Y eso, a no dejar de caminar, siempre hacia adelante y siempre junto a todos los que amamos

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