¿Por qué lloramos cuando vemos las fotos de nuestros hijos más pequeños? / Víctor H. Palacios Cruz
Alexander Averin, Jugando en la playa. |
¿Cómo se explica esa repentina nostalgia que nos asalta cuando contemplamos enternecidos las imágenes de nuestros niños de hace un tiempo? ¿Por qué estos sentimientos encontrados son más fuertes que los que produce, por ejemplo, el mirar las antiguas fotos de nuestra ciudad, de nuestros padres y abuelos, y aun de nuestro propio pasado? Pienso que se trata de una inesperada rendija en la pared por donde podemos asomarnos a una cualidad esencial del amor terreno, una persistencia que no tiene que ver con un orden sobrehumano ni tampoco con la inercia de la costumbre.
Los
algoritmos de las redes sociales provocan los más imprevisibles vuelcos de la
rutina, aceleran bruscos procesos emocionales y activan reflexiones perentorias difíciles de eludir. Cuestionamos por buenos motivos la desequilibrante
mezcla de oxitocina y cortisol que desata todo celular, y su poder para hundirnos en su
charco infinito con la feroz suavidad de sus extremidades. Pero ocurre que se
trata de un juguete todavía nuevo, todavía extraño y todavía ambiguo. Entre los
favores que más se le puede agradecer está su instantánea capacidad para
confrontarnos con el pasado reciente, para hacernos mirar hacia atrás cuando
más embebidos nos hallamos en el furioso presente o en la alborotada espera de
lo venidero.
Una
secuencia de imágenes de la misma fecha del año anterior, por ejemplo, nos
sorprende con el impacto de la distancia, la forma de lo recorrido y la
revelación brutal de un olvido que ignorábamos. El olvido de nosotros mismos, inclusive.
Hace
poco veía, junto a mi esposa, fotografías y videos del primero de nuestros dos
bebés, Benjamín. El segundo, Patricio, tiene, es verdad, todas las desventajas
de no tener nuestra total consagración a él, en el mismo grado que todas las
ventajas de contar con un hermano delante marcándole el camino así como con dos
papás que, después de haber pasado las exaltaciones y las angustias del primogénito,
le ofrecen sus brazos más firmes y tranquilizados por los frutos de su anterior experiencia de la inexperiencia.
Caminamos junto a los hijos del mismo modo que, en lo alto, el ave de una bandada no ve la velocidad con que viaja su vecina al lado
Pero,
¿por qué mis ojos se convierten, delante del Benjamín de hace dos años o menos,
en el sereno mar adonde van a parar los varios hilos de unas lágrimas? Se
supone que deberíamos ponernos contentos con su crecimiento, su salud y el
timbre inigualable de su vocecita feliz. ¿Qué es lo que nos entristece y rasga
la piel como una vara bíblica horada la roca para que salte el agua?
Recuerdo
ahora lo que nos han dicho otros padres, o lo que ellos se dicen a sí mismos
delante de nosotros: que los hijos crecen rápido, que extrañan cuando eran
bebés, que preferirían que se queden pequeñitos y acunables para siempre.
Detrás de esa impotencia de Heráclito frente al río en cuyas aguas no puede
bañarse dos veces –entre otras cosas
porque ya no es el mismo al siguiente momento–,
hay sin embargo una causa que no por situarse miles de metros por debajo deja
de sacudir la superficie con un impacto realmente sísmico.
Nos
cuesta notar lo que observan parientes y amigos apenas ven a nuestra prole luego
de transcurrido un año, un mes o incluso solo una semana cuando se trata de
bebés muy chiquititos. Que se han estirado, que han engordado, que se ven más
grandes, que ya es una señorita, que ya es un muchachón. Ocurre que caminamos
junto a los hijos del mismo modo que, en lo alto, el ave de una bandada no ve
la velocidad con que viaja su vecina al costado, y solo desde un punto de
observación que permaneciera fijo, fuera del caudal, se podría apreciar la dirección
y la rapidez con que las aguas avanzan.
No
vemos el paso del tiempo, porque somos la punta de su flecha apuntando
hacia adelante, incapaz de doblarse para atrás porque correría el riesgo de quebrarse. Y, de pronto, el ser amado que miramos en la pantalla, por obra de un dispositivo memorioso, es un ser que
se extraña desconsoladamente aun cuando en ese mismo instante esté corriendo
detrás de una pelota, bajando por un tobogán o dando vueltas a un carrito de
plástico sobre un piso de goma.
Amar es aceptar perderse el uno al otro y tener la valentía inexplicable de querer seguir reencontrándose una y otra vez
¿Qué
es lo que hemos perdido irremisiblemente? ¿Qué clase
de luto es el de un papá que mira conmovido el pasado no lejano de su vástago?
Luego, en el espejo frente al cual me seco la cara, veo que tampoco soy yo quien
era tiempo atrás. Que entre restas y ganancias no soy ni siquiera el que se
enamoró de la mujer a la que, sin embargo, sigue amando igual.
Y
concluimos que nuestro hijo –la criatura divina y rozagante que se ve en el
celular– fue otro presente, otra persona de la misma persona a la que seguimos queriendo
con locura. Que amar es aceptar perderse el uno al otro y tener la valentía
inexplicable de querer reencontrarse una y otra vez. Que la vida
de los que se aman no es el estar juntos y constantes en medio de lo inconstante
alrededor, sino por el contrario el mantenernos juntos habiendo cambiado mucho los
dos a la vez, a no ser que se haya preferido la inhumanidad de pretender eliminar
todas las huellas.
Sí,
extraño tanto el Benjamín y el Patricio de hace meses, pero ahora entiendo mejor
que de la misma manera y sin remedio voy a extrañar a los niños con los que
ahora juego sentado, tumbado o rodando por el suelo. Ahora sé que debo dejar de
escribir e ir a besarlos con urgencia antes de que se vuelvan superficie de
papel o de Smartphone con esa luz
ciega que ya no abraza ni corresponde. Antes de que se escapen al pasar de la sala al comedor o de una habitación a otra, o de un presente a otro.
Justo
ahora escucho a Benjamín que me llama, que insiste en jugar conmigo, que me
pide que salga de aquí y eche a correr tras él mientras grita “¡Atrápame, papá!
¡Atrápame, papá!”
Es a partir de reflexiones como las tuyas que nos hacemos conscientes del camino recorrido, y del que queda por recorrer. Nos hacemos conscientes de que nuestro volar hacia aquel destino hace que cada vez falte menos para llegar, y que el viaje acompañando a nuestros hijos que creíamos duraría por siempre es tan finito como la cantidad de "ultísimas veces" que descubrimos al mirar atrás. La última vez que los alzamos en brazos, que los mecemos para dormir, que nos buscan exaltados en el medio de la noche. La última vez que los ayudamos a bañarse, a atarse los cordones o que los tomamos de la mano para cruzar la calle. Y en todas estas ultísimas veces nos damos cuenta que otras se avecinan y aprendemos a disfrutar lo que el presente nos ofrece, ese dulce "Atrápame, papá!" de Benjamín.
ResponderBorrarAmar es aceptar perderse el uno al otro, dices. Y en mi pensar resuenan unas reflexiones de Cornel West que me dejaron pensativa en su momento: “el amor es una forma de muerte”. El amor comprometido que se da plenamente a otro, nos transforma y requiere que una parte de nuestro ego muera para poder florecer. ¿Será entonces que amando aceptamos no sólo perdernos el uno al otro sino también perdernos un poco a nosotros mismos?
Mientras seco mis lágrimas frente al espejo, notando también que no soy quien era tiempo atrás, tus preguntas cobran nueva vida: ¿Qué es lo que hemos perdido irremisiblemente?... ¿al otro, a nosotros mismos, aquel amor que nos fue tan querido y que hoy vive retratado en un tiempo y un espacio al que ya no podemos regresar?
Sol, qué hermoso tu comentario. Gracias por la contribución estupenda. Justo en esa línea del amor como pérdida que se acepta por adelantado y como parte de la naturaleza del mismo amor, en plena pandemia me atreví a compartir un recital literario acogido por la Alianza Francesa de la ciudad donde vivo. Aquí el enlace, y gracias de nuevo!! https://lalluviayelcafe.blogspot.com/2020/04/recital-literario-amar-es-abrazar-algo.html
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