Elogio y nostalgia del pasillo. Recuerdos de la casa de mis padres / Víctor H. Palacios Cruz
Acabados los juegos oscurece, llega el frío y mi hijito de seis años se cambia de ropa para acostarse a dormir. Justo cuando acaba de ponerse la parte superior de su
pijama, de pronto se detiene. Mira el pantalón corto que aún tiene puesto y dice:
“Soy el día y la noche”, y mirándome se ríe y yo le miro la cara adorablemente irradiada
por una mezcla de astucia y poesía.
Las habitaciones
y las casas son también prendas que uno se pone para estar en
el mundo o para volver del mundo. Invisibilizadas por la costumbre o porque
sentimos que han estado allí siempre, incluso antes del fin de los dinosaurios,
no se libran sin embargo de la mirada recreadora de los niños, esa que ve una
guitarra en un rastrillo de plástico o una inmensa nuble blanca en la sábana que
cuelga de la azotea levantada por el viento.
Así también veía yo el patio de la casa de mis padres donde viví la mayor parte de mi vida. Patio que en realidad era solo un pasadizo que permitía acceder directamente a la cocina, y luego a la parte final y posterior, caminando desde el comedor y la sala (por donde se entraba desde la calle), con la pared de la vivienda vecina como frontera derecha y tres grandes habitaciones como límite en el lado opuesto.
He sabido hace poco que, en otros tiempos y regiones como en la Edad Media europea, habría sido inevitable atravesar estas tres habitaciones unas tras otra, porque no había más área disponible o porque sencillamente aún no se había concebido la existencia de ese espacio intermedio que llamamos también pasillo o corredor. Esa “alargada entrada a todo”, como decía el arquitecto John Thorpe, a quien se debe la primera aparición documentada de un pasillo dentro de una vivienda, la Beaufort House construida en Chelsea (Inglaterra) hacia 1597.
La ausencia
de una prestación específica que no fuera el dejar pasar de un ambiente a otro podría
haber convertido aquel pasadizo de mis padres en una suerte de no-lugar. Un lugar sin contenido ni
importancia. De hecho, durante mucho tiempo ese amplio conducto no
fue ocupado ni por un cuadro ni por una maceta con flores ni por el teléfono
fijo que posteriormente se instaló allí. Aunque en días de fiestas en que nos
visitaban familiares y amigos afectuosos, numerosos y efusivos una fila de
sillas lo invadía, con sus cerca de dos metros de ancho y más de diez de largo,
a falta de un jardín pero, también, a salvo de la estrechez de los edificios de
departamentos; ese pasillo, más holgado que los que conocí en otras casas, era
mi patio de juegos. El territorio que surcaba mi pelota inflada o desinflada, y el
paisaje de mi ir y venir jugando a casi cualquier cosa.
Como más
tarde sería el circuito de pista por donde mi hermano menor, desde las cinco de
la mañana nada menos, ponía en marcha el viejo triciclo que había usado yo también
de pequeño, pero con una velocidad mucho mayor y, sobre todo, con más ingenio,
pues en algún momento lo manejaba de espaldas o sentado en el asiento trasero o
con otras variantes que no recuerdo ahora pero que, entonces, nos sorprendían
por la inagotable habilidad de su ocurrencia.
Podría
decir que, en todo caso, la casa de mis padres era un conjunto de espacios
intermedios que, como los claustros conventuales con un patio y una fuente en
medio, convergían en ese corredor como en un centro natural paradójicamente inhabitado.
En esa comarca abierta como una página en blanco que se iluminaba por las mañanas,
cuando aún no le daba el sol, durante dos o tres años en que yo iba al colegio
por las tardes, y el resto de la familia salía temprano, mis padres a sus
trabajos y mis dos hermanas mayores a sus estudios (aún no habían nacido mis
dos hermanos menores), y todo a mi alrededor quedaba a merced de mis planes de niño, que hacía a toda prisa sus tareas escolares por la noche a fin
de dejar toda la mañana siguiente sujeta a un programa que incluía un rato de lectura en
la biblioteca de un tío materno y otro mirando mis dibujos animados preferidos
en la televisión, pero que tenía como acto principal el correr a mis anchas por
ese patio, con la ropa más parecida que podía tener a la de los jugadores que veía
en los mundiales de fútbol.
Entonces la pared vecina, con su multitud irregular y apretujada de ladrillos desiguales y sin enlucir, se convertía cuando yo achinaba los ojos en una tribuna alta y repleta de gente que gritaba mis goles, goles contra arcos y adversarios irreales, pero que eran sin la menor duda, para la prensa internacional, los mejores que se vieron nunca en la historia. ¡Qué hazañas aquellas!
Debo
aclarar que aquel patio de juegos de mi casa no fue diseñado ni ordenado por
mis padres, sino que más bien lo encontraron allí cuando compraron esa casa ya construida
en una esquina, absolutamente sencilla y que ellos fueron mejorando, ampliando
y enriqueciendo con disciplina, amor y un sentido hospitalario realmente
generoso. Una casa donde juegan tan a gusto mis hijitos cuando vamos de visita
a Piura.
En el
departamento en que ahora vivo, mis dos niños tienen por fortuna a su
disposición un amplio cuarto de juegos, aunque en realidad todos los
espacios son zonas expuestas a toda hora a la invasión de naves o máquinas construidas
con bloques de Legos, y sus paredes improvisadas pinacotecas
donde, con cinta masking tape, ellos pegan sus dibujos inspirados en las
historias que leemos o escuchamos, o que ellos mismos inventan con divina vehemencia.
Pero nada
como el pasillo alargado que yo tuve, mi patio de juegos, donde lo que se movía
no era ni la mente ni la fantasía, sino mi cuerpo invitado por la longitud del
espacio a desplazamientos prolongados e irresistibles y al gozo sin igual de
correr con libertad. Lo pienso con esa forma tenue de verdad que es la nostalgia,
ahora que acabo de leer un artículo sobre arquitectura que habla de la creciente
escasez de estas zonas de paso cuya existencia, cuando la codicia y el cálculo
lo consienten, se comprime a áreas cada vez más angostas, cortas y sombrías.
Es el
estrangulamiento de la vida operado por la maximización del espacio que, en
contra de los principios fundacionales de este oficio según Vitruvio, sirve más
al interés de la industria inmobiliaria que a la desenvoltura del cuerpo humano
y, menos aún, al encuentro entre dos o más personas que, según Richard Sennett, es
lo que deben permitir las medidas de un espacio de tránsito como las veredas de
las calles.
Una
economía contraria a lo que motivó su propia existencia –posibilitar una
vida que, en el caso humano, no consiste solo en comer, trabajar y dormir–, para
la cual la sola introducción del pasillo equivale a un despilfarro o a una incongruencia
en el negocio. De ahí que, cuando no hay más remedio que permitirlo, el pasillo
debe ser cuidadosamente redimido con la incorporación de mobiliarios,
vegetación ornamental y otros equipamientos que acaten esa finalidad sacrosanta
de nuestro tiempo que es la utilidad y la función. Aunque fuera puramente decorativa.
Cajonerías
para guardar manteles, vajillas o artículos de bricolaje, o armarios que, como
las azoteas de las casas de otros tiempos, esconden la censurable vejez de los
objetos o los recuerdos que ya nadie recuerda. O, por último, espacios donde molestan
menos las cajas de la mudanza que no acaba nunca, los juguetes que no hay dónde
guardar, los envíos del comercio a distancia que no se abren todavía, o los
cuadros y adornos relegados de la sala o el comedor. En fin, el lugar de los
artículos destituidos de algún pasado principal o de un futuro que nunca llegó, como
la pared de un acantilado donde han quedado suspendidas las cosas que un día
terminarán de caer por completo.
A no ser
que un interiorismo exhibicionista se apropie de estos pasadizos –donde no solo
han jugado los niños, sino donde también jóvenes y adultos han cruzado miradas
y entablado charlas veloces o secretas–, para transformarlos, gracias a un
minimalismo primorosamente ejecutado, en los dominios de una voluntad que imagina a ociosos jueces de mirada escrupulosa para quienes hasta el último
centímetro cuadrado debe subordinarse al efecto conjunto de una puesta en
escena o una composición digna de una foto en Instagram o de un catálogo
de venta.
Totalmente en
contra, por ejemplo, de esa insólita y envidiable mentalidad japonesa que, en
su arquitectura más tradicional, contemplaba la inclusión de un lugar llamado toko
no ma. Un cubículo ligeramente elevado sobre el suelo de la vivienda, discretamente
iluminado y donde a lo sumo colgaba un rollo de escritura sagrada y se
colocaba una mesa baja, una maceta con una planta recortada
o, tal vez, una o dos piedras dotadas de algún significado espiritual.
En suma, un
rincón que, destinado a la realización de una plegaria o una ceremonia, o
simplemente a la mera contemplación, quedaba emancipado de la tarea de albergar
cosas (ropa de cama, herramientas o utensilios de limpieza), o de servir a otras
actividades inexcusables (vestíbulo, lavamanos o lavandería). Un singular
acto de consagración del espacio. Un espacio inmanente y soberano del que se ha
retirado todo excepto el hecho de existir; vedado a las pisadas, al tránsito y
a toda intervención profana. Destinado al venerable y libérrimo acto
de tan solo mirar. Con razón decía Simone Weil que la “atención absolutamente
pura y sin mezcla es oración”.
El toko
no ma oriental provoca y mima precisamente eso: el acto de mirar. Mirar un
espacio quieto y delimitado, casi vacío; pero, como el patio de mi casa (en la visión
del niño que fui y que jugaba solo y sin límites), un espacio repentinamente infinito. Y
por ello misterioso. Y perdurable por dentro.
Borges dijo:
“Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”. No puedo saber
si mereceré o no el privilegio de entrar en la inimaginable morada celestial,
pero lo que no puedo evitar es que mis piernas anhelen, y por tanto imaginen, la
entrada en el Cielo como el cumplimiento de un retorno. El quedar de nuevo
suelto, libre y exonerado de tareas, en el pasillo de la casa de mis
padres. El patio de mi infancia.





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