Despedida, una pieza teatral de Francisco Echeandía y Luis Ecce / Víctor H. Palacios Cruz
“Alejandro,
después de muchos años, regresa a la casa del abuelo para recoger una caja y
una silla. Al encontrarse con la casa le despiertan vivencias familiares y de
su barrio que lo llevan a reflexionar sobre la memoria personal y colectiva”.
Con estas palabras se anuncia, en el impreso gentilmente entregado a los espectadores,
la puesta en escena de Despedida, que tiene el texto y la dirección de
Francisco Echeandía, la dirección de arte y la música de Luis Ecce y la actuación
de Gianfranco Mejía, todos talentos lambayecanos, si bien Luis Ecce colabora desde
París.
Acudí a la
función del día 13 de diciembre en la sede, sobre la avenida Luis Gonzales, de
la institución pública que tiene en la ciudad de Chiclayo el edificio más
hermoso –con su serena presencia
de vieja casona– y el nombre más
abominable: Dirección Desconcentrada de Cultura, que nos arroja al oído toda su aparatosidad burocrática.
Sé que nadie me hará caso, pero una institución como esta debería tener un
nombre que suene tan amablemente como el sentido de su propia función.
Apagadas
las luces, la escenografía cobra la fuerza que parece imponer su intención simbólica.
Es un lugar. Es transparente. Apenas vemos las líneas abstractas de su construcción,
trazadas por maderos delgados y blancos. Un esqueleto sin carne. Y sin embargo,
un lugar impenetrable. Precisamente porque vemos en su interior una caja
cerrada y una silla vacía, esta simplificación extrema cede todo lo restante en el aire a
la intensidad latente y desconocida que parece llenar la casa a la que se
regresa. Una casa a la que el actor, con un lenguaje corporal convincente y
dramático, no se sabe si duda o no desea o teme entrar.
Porque,
claro, recordar parece siempre útil y hasta regocijante para los que sintonizan las
radios con la música de otras décadas y tienen un sentido superficial de la nostalgia. Pero olvidamos, ¡nunca mejor dicho!, que
hay quienes han concebido, como la poetisa rusa Anna Ajmátova hace casi un
siglo, que sufrió la censura, la amenaza y sobre todo la pérdida de los seres
más queridos bajo la represión del comunismo soviético, el anhelo de “acabar de
matar la memoria”, como se lee en su poema “La sentencia”. Un crimen que en
realidad busca no tanto dejar de existir sino, más bien, sobrevivir. De la
única manera que se puede sobrevivir cuando se ha sufrido mucho: anulando el
sufrimiento, anulando el recuerdo. Con la consecuencia, sin embargo, inexorable
de despojarse a sí misma de modo que, al final, arrancados todos los restos del
pasado solo queda “el diáfano día y la casa vacía”, como escribe
temblorosamente Ajmátova.
Eso es lo
que perturba de Despedida, porque es justamente lo que no se dice nunca
en su texto. O, en todo caso, asoma vagamente en una decisión artística interesante,
porque precisamente la fuerza que tiene aquello que amamos, pero también
aquello que suscita nuestro miedo o nuestra inquietud, no es nunca algo que
pueda ser nombrado. Y una buena obra de arte debe no solo
complacernos y gustarnos, sino también desacomodarnos y enfrentarnos a nosotros
mismos. Y eso siempre cuesta. “Buscamos respuestas, pero a veces olvidamos también las preguntas”, se
escucha decir en un momento notable de la obra. Recordamos por dentro, y
remover esos recuerdos tiene a veces un precio. Porque las zonas iluminadas levantan,
cuando las tomamos con las manos, también las zonas sombrías a las que están
indisolublemente unidas.
Dicen
psicólogos y pedagogos que lo más importante que nos ocurre en la vida sucede
antes de los seis años. Y por eso Alejandro –el protagonista de una pieza que
tiene todos los desafíos actorales y físicos de un unipersonal que tiene algo
de danza, de danza lenta y dolorosa– empieza a extraer de la caja aquello que
le permite recuperar distintos pedazos de su infancia. Entre ellos, además de una
cajita de fotografías y un sombrero del abuelo, un trompo con el que juega y recupera
lo que quizá redime y consuela ese tiempo brumoso que parece ocultar algo que
no sabemos nunca qué es. Es el pasaje más luminoso y feliz de la puesta en
escena. Todos disfrutamos también como niños de las destrezas del Alejandro
niño en la mirada del Alejandro adulto.
Me parece
emocionante que hacia el final de esta pieza relativamente breve, el propio
Alejandro vuelva a su presente de comerciante de cajas de fósforos. Porque nada
se parece más al paso de la vida indetenible –“vivimos en permanente despedida”
decía un verso de las Elegías del Duino de Rainer Maria Rilke– que
precisamente algo que solo puede usarse consumiéndose al mismo tiempo. Y
dejando una luz. Una luz leve y frágil, y efímera. Como la vida que únicamente
existe si “sucede”, es decir si pasa y cada instante deja su lugar al
siguiente. Como las notas de la música que el personaje de La náusea de
Sartre decía que, de poder detenerlas, solo podría producir un “sonido desquiciado
y canallesco”.
Recuerdan
las personas. Sí, pero también, a otra escala, recuerdan los pueblos y sus
ciudades. Despedida es, también, como ocurre en otras obras teatrales de
Francisco Echeandía, una historia que menciona, cómo podría dejar de hacerlo,
el dolor de la pérdida de una ciudad que cambia. Que cambia no necesariamente
para mejorar. Más bien que pierde y se arruina con indolencia, diciéndose a sí
misma, como repite estremecedoramente Alejandro: “algo debe estar dañado por
dentro para que ocurra esto y lo otro”.
Testimonio
de una sensibilidad igualmente solidaria, cívica incluso, de un artista local
cuyos esfuerzos, concentrados en la compañía Teatro Cussia, merecen atención, respaldo
y reconocimiento, cerca ya de cumplir una década entera dedicando sus días, sus
fuerzas, sus sueños y sus batallas a un arte en el que tiene una fe inmune a toda falta de apoyo y a la misma indiferencia. Una fe que tiene una verdad pura y esencial
que ni siquiera conocen los que alcanzan el triunfo total y la notoriedad
masiva. Mi aplauso de pie para Francisco Echeandía y todos sus admirables colaboradores.

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