Ser profesor y querer llenar el cosmos / Víctor H. Palacios Cruz



De muy pequeño soñaba con ser locutor de radio. Alguien que, desde la soledad de su cabina y con voz modulada, presentara las canciones más hermosas o relatara los partidos de fútbol más memorables.

Cuando fui juntando mis primeras clases de filosofía, me di cuenta de que en realidad estaba realizando mi sueño. Desde mi lugar yo presentaba las composiciones más bellas de los filósofos de todos los tiempos y las maniobras más electrizantes de sus pensamientos, así como las contiendas más notables entre sus teorías. Y mi audiencia escuchaba quieta y devotamente y, si cerraba los ojos, debía imaginar a un locutor más apuesto detrás de la voz que yo esmeradamente entonaba delante de un micrófono imaginario.

 

De menos pequeño yo soñaba con ser futbolista y con realizar las jugadas más espectaculares y meter los goles más ovacionados por las tribunas de los estadios de medio mundo.

Cuando fui juntando semestres dando clases de filosofía, me di cuenta de que en realidad estaba realizando mi sueño. Dando pasos por el aula yo iba llevando la pelota de la palabra desde mi propio campo, y cruzaba todo el espacio para luego acercarme al área rival y acceder finalmente a una zona de peligro donde, demorando la acción, deteniendo el tiempo y atrayendo las miradas de mi afición, la colocaba con potencia y precisión en un ángulo imposible en el arco de las conclusiones.

 

De pequeño todavía, yo soñaba con ser cantante de rock, el vocalista de una banda que hiciera saltar a miles de seguidores a los que sus movimientos llevaran de un lado a otro y a los que el poder sus manos elevara hasta lo alto del cielo.

Cuando fui juntando años dando mis clases de filosofía, me di cuenta de que en realidad estaba realizando mi sueño. Comencé a alejarme del pupitre y a bajar del estrado para caminar acercándome a mi público y desplazando las ideas mientras todos cantaban mis estribillos escribiendo sobre el papel las letras de todos mis temas, hasta agotar mi repertorio.

 

Ya un poco grande yo soñaba con ser actor de teatro, el protagonista –mejor villano que bueno– de una obra que clavara a los espectadores sobre sus butacas, que acelerara y desacelerara sus pulsaciones a su antojo, y encarnara una historia que los entretuviera cortando sus lazos con el mundo durante una o dos horas de función.

Cuando fui juntando las primeras décadas de mis clases de filosofía, me di cuenta de que en realidad estaba realizando mi sueño. Intentaba ser yo mismo el personaje de un pensamiento que partiera del pueblo de lo cercano y común, y fuera caminando por nuevos territorios transformándose poco a poco tomando cosas de aquí y allá, la cita de un autor, una imagen proyectada en el ecran, la intervención de varios de mis estudiantes partícipes de la misma trama, hasta llegar a un desenlace categórico, inesperado y catártico.

 

Ya realmente grande, terminadas mis clases, y solo en la noche junto al silencio de mis dos hijos pequeños que duermen, me doy cuenta de que en realidad ninguno de esos sueños se ha realizado nunca. Ninguno. Que, por el contrario, todo ha sido en verdad un malentendido, una ensoñación. Que cada uno de mis estudiantes se ha llevado de las aulas cualquier otra cosa menos lo que yo tenía en la cabeza. Que cada clase ha sido otra, muy distinta, en sus corazones y que todo lo que yo había enseñado había ido quedando aplastado bajo la masa creciente de otros aprendizajes en sus vidas, de otras experiencias incomparablemente más tangibles y más verdaderas. Que la suma del ahínco, la energía y el despliegue del cuerpo y la garganta brindados en cada minuto en cada aula se había reducido a algo aún más leve que la hoja que cae de un árbol, a algo todavía más fugaz que el aleteo de un insecto en el jardín.

Que toda la ilusión puesta en llegar al interior de otros ha terminado en una performance tal vez registrada en un archivo digital o de papel, reescrita luego sobre la hoja de un examen; pero que, al fin y el cabo, no ha sido más que una luz fantasmal, el relámpago sin trueno de un ardor personal. Que dar clases a cada uno de mis estudiantes ha sido siempre el intento inútil de ser acogido y quizá hasta amado por otros. El vano afán de durar más allá de mi duración, de estar más allá de donde estoy y de seguir hablando aun con la boca ya acostada y cubierta de prietas capas de tierra, una sobre otra. Ese loco sueño, que otros sueñan de otros modos, de ser infinito siendo tan flagrantemente breve. De llenar el inalcanzable universo siendo, apenas, una mota de polvo dentro de otra mota de polvo. Dentro de otra mota de polvo…

R. Magritte, El gran siglo.


Comentarios

  1. Una mota de polvo en el infinito. Un relámpago suelto en algún lugar del cosmos. Melancólico texto con el que me identifico a plena luz del día en el otoño de mi vida 💛

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    1. qué honor tener tus palabras aquí y, aun antes, tu generosa y sensible lectura. Eso sí, dudo de ese otoño, tu actividad perenne ese señal de la más viva y perpetua primavera. Abrazo!

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