Ser patriota es ser primero un buen vecino / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Plaza de armas de Ayacucho.

El amor a la patria no es un símbolo que se exhibe, sino una actitud que se sostiene; no es una inflamación del ánimo, sino una conducta consecuente. No es tampoco el odio a nadie sino el interés por quienes tenemos cerca y más allá. A la vez, la mejor manera de amarse a uno mismo es saber bien quién es uno, y cada uno es una mezcla de voces, intercambios, lazos y caminos. Por tanto, la realidad que más importa del patriotismo es la cortesía de la calle, el deber cumplido y el cuidado de la vida en común.

 Schopenhauer cuenta una historia: “un rebaño de puercoespines se apretujaba en un frío día de invierno para protegerse de la congelación con el calor mutuo. Pronto empezaron a sentir las púas de los demás; lo cual hizo que se alejasen de nuevo. Cuando la necesidad de calor los aproximaba otra vez, se repetía este segundo mal; de modo que se movían entre ambos sufrimientos, hasta que encontraron una distancia conveniente dentro de la cual podían soportarse de la mejor manera”.

Para este filósofo, privado en la infancia del amor materno que inspira confianza en el mundo, los demás no son sino ese fuego al que se acude cuando el clima es adverso, pero al que es preciso no acercarse demasiado para no quemarse. En conclusión, el prójimo es un mal necesario.

Ítalo Svevo: “cuando enterré a mi padre, sepulté para siempre una parte de mí mismo”

La prudencia de la “distancia conveniente” presupone una recíproca mala fe y recuerda aquella frase de Sartre: “el infierno es el otro”. Sin embargo, esta sospecha se fundamenta en la misma idea según la cual somos seres sociales solo por culpa de nuestras debilidades. Bajo esta teoría, el humano es un ser individualmente ya constituido que, en su devenir, se ve circundado por congéneres que lo ayudan o lo obstruyen, que interfieren en su rumbo, pero que no participan de su ser.

Así también, las teorías de dos de los fundadores del pensamiento político moderno, Thomas Hobbes y John Locke, coinciden en afirmar que somos apenas sujetos separados que, prevenidos por la amenaza de sus rivales y el celo de sus bienes, acceden a formar una sociedad que los proteja a los unos de los otros. Una coexistencia decidida, pues, por la incapacidad de defendernos solos.

Plaza de armas de Arequipa.

Nada más contrario a ello que la experiencia de la amistad. Dice san Agustín en las Confesiones: “siempre tuve la impresión de que mi alma y la suya eran un alma sola en dos cuerpos. Por eso la vida me resultaba terrible. Por un lado, no me sentía con ganas de vivir una vida a medias. Por otro, le tenía mucho miedo a la muerte, quizá para que no muriera en su totalidad aquel a quien yo había amado tanto”. 

Bella forma de decir que una persona se muere del todo solo si muere quien lo mantiene vivo gracias al recuerdo, y de decir por tanto, que el tú también existe dentro del yo. Por boca de uno de sus personajes, cuenta el novelista italiano Ítalo Svevo: “cuando enterré a mi padre, sepulté para siempre una parte de mí mismo”.

No somos seres rodeados de otros, sino que estamos hechos de los otros

Se dice del humano que es un ser “sociable”. Impreciso. El sufijo ble sugiere «posibilidad de». «Realizable» es lo que «puede ser realizado», «mejorable» lo que «puede ser mejorado». Pero el nuestro no es un ser que, de pronto, “pueda volverse social”, sino que ya lo es desde que existe. Porque en sentido estricto no somos sociales solo cuando estamos en compañía, en una ceremonia o en la vía pública. 

En rigor, ni siquiera podríamos ser personas sino gracias a nuestras interrelaciones. Dice Fernando Savater: “el melocotón ya nace melocotón, el leopardo ya lo es desde el inicio; pero el humano es el único viviente que para ser y crecer necesita de sus semejantes”.

Plaza de armas de Cusco.

Nuestro cuerpo es el fruto de la conjunción de dos herencias genéticas que a su vez provienen de otras herencias: por nuestras arterias desfilan muchedumbres. De otro lado, el andar erguido y el rostro hacen del cuerpo una unidad muy receptiva al entorno. No aprendemos a caminar solos, sino que la casa nos facilita el ejemplo y el estímulo. Nuestra apariencia es una apropiación de las apariencias de la gente que hemos visto. Las peculiaridades subjetivas son rasgos que viajan por el aire.

Por ello, no somos seres rodeados de otros, sino que estamos hechos de los otros. Gran parte del crecimiento individual es una adquisición de lo que los demás hicieron: el lenguaje, la técnica, las costumbres, la cultura. Somos también una apropiación reordenada y a veces creativa de fragmentos de las personalidades con las que tratamos.

Para poder decir “yo” hace falta una multitud que nos dé la existencia, la conciencia y la palabra

Adoptamos el modo de hablar o el humor de los amigos; algo de los demás nos anima o nos indigna y en ambos casos nos influye. Hasta cuando estamos solos hablamos en silencio como si no fuéramos capaces de pensar sin sentirnos acompañados. Para llegar a decir “yo” hace falta una multitud que nos dé la existencia, la conciencia y, por supuesto, la palabra.

Por último, el conocimiento de lo real está lejos de ser un acto puramente individual, obra de una razón autónoma y solitaria. Cuando sentimos algo, nuestra percepción no nos tranquiliza hasta que alguien la confirma, y tocamos el codo de quien está al lado musitando: “hace calor, ¿verdad?”, “qué aburrida la película, ¿no crees?”

Plaza de armas de Trujillo.

Hannah Arendt sostenía que, dado que el saber trata de un exterior que también otros ocupan, la inclusión de otros puntos de vista nos alumbra y favorece. La objetividad es fruto de una pluralidad de perspectivas. Cuando nos ceñimos únicamente a nuestra cabeza, erigimos una fantasía que terminamos por infligir a los demás. 

La pérdida del sentido de la realidad es, ante todo, la pérdida del sentido común, esto es, el sentido de lo común.  Por ello decía Chesterton que la locura no es la sinrazón sino, por el contrario, el “haberlo perdido todo menos la razón”. Es decir, el ensimismarse hasta el punto de perder el contacto con el mundo y con nuestros pares.

Cuánta hipocresía hay en quien repudia la deshonestidad de un juez o un alcalde, y a la vez se salta la luz del semáforo

A resultas de todo esto, la política viene a ser la gestión colectiva del espacio abierto por la vida juntos; el gobierno de algo que, siendo de todos, incumbe a todos. De modo más natural que contractual, la condición social del humano engendra una dimensión cívica constituida por derechos tanto como por irrenunciables obligaciones. 

Del malentendido de que el humano es un ser anterior a lo social, viene la idea de que lo político es una estructura ajena o, como creía Max Weber, la “legítima administración de la fuerza”, en lugar de ser lo que había sido para Aristóteles o para el Humanismo pre-renacentista: la sensibilidad por lo común y la práctica de virtudes cívicas.

Plaza de armas de Piura.

Al confundir lo político con el cargo público o la filiación partidaria lo reducimos a la posesión de un poder o al cometido de una codicia, e incurrimos en un error que está en la raíz de nuestras desdichas: creer que los ciudadanos no hacemos sino que o padecemos la política o nos servimos de ella. Que lo social está fuera, en medio de lo cual aprendemos a movernos con astucia, desconociendo lo que verdaderamente es: aquello que posibilita nuestros proyectos e ilusiones y que depende dramáticamente de nuestro esfuerzo cotidiano.

Hay un tópico según el cual “mi libertad termina donde empieza la de otros”. Cualquier hecho hacia donde miremos lo desmiente. Por ejemplo, la libertad de estudiar una carrera universitaria no precede a la existencia en sociedad. Para estudiar es necesario que haya una universidad, unos profesores, un personal administrativo, servicios tecnológicos, unos clientes que permitan a los padres asumir los gastos… En fin, una inmensidad de brazos sin cuyo concurso mi derecho al estudio sería una quimera. 

A la inversa, mi labor diaria, por modesta que parezca, contribuye ilimitadamente a las tareas de los otros. Con lo cual, las libertades personales no se yuxtaponen, sino que se co-posibilitan. Mi libertad es un don de la convivencia. Yo soy libre solo cuando los demás también lo son.

Mi libertad es un don de la vida juntos. Yo soy libre solo cuando los demás también lo son

Por ello en el barrio, y más aún en la familia y en la educación, importa fomentar una actitud que traslade a la conciencia y, sobre todo, a los actos la referencia al otro que ya nos es connatural. Es político no solo lo que se hace desde un puesto influyente, sino también el vivir considerando la presencia y el bienestar de los vecinos. 

Es política el no tirar papeles en la calle, no perturbar a otros con la música que oímos, acordar la limpieza de un parque, saludar y ser hospitalarios. La ciudadanía no es un peso que se añade a una existencia privada, para la cual el único contacto con la política ocurre en las urnas electorales o en la ventanilla donde se paga un impuesto.

Plaza de armas de Iquitos.

Cuánta hipocresía hay en aquel que repudia la deshonestidad de un juez o un alcalde, y a la vez se salta la luz del semáforo o la cola del supermercado. Cómo nos engañamos creyendo que con solo cambiar de gobierno y congresistas arreglaremos el país, cuando con ello a menudo solo cambiamos los nombres de la indecencia. 

El único modo de mitigar los destrozos de la corrupción es cambiar a fondo la realidad colectiva de donde sin cesar surgen funcionarios y autoridades, es decir cambiarnos a nosotros mismos en primer lugar. Uno de los siete sabios de Grecia, Pítaco de Mitilene decía que “el poder no pervierte sino que desenmascara a la persona”.

Una gestión pública devastada por la ineptitud y la rapiña solo puede ser redimida rehabilitando la ciudadanía, restituyendo a los habitantes de cada ciudad su derecho y su deber de involucrarse en lo que les pertenece: los asuntos comunes.

Pítaco de Mitilene: “el poder no pervierte a la persona sino que la desenmascara”

En los funerales de los soldados caídos en la guerra con Esparta, Pericles cantaba los valores atenienses en cuya defensa habían muerto esos valientes. Y al hablar de la libertad no la entendía como la liberación de una carga, sino como la capacidad de iniciativa de los propios ciudadanos: “porque a aquél que no participa de las ocupaciones públicas no lo llamamos despreocupado, sino inútil”.

Si somos sociales en esencia y no por accidente o por desgracia, al abandonar lo compartido restringimos y encogemos lo que somos. Una sociedad vivible multiplica a sus miembros, pero una socavada por la desidia corriente los menoscaba irreversiblemente. Vivir en coherencia con ese ser social –al igual que el amor, por ejemplo el amor a la patria–, no debería ser la consecuencia de un defecto, sino más bien el despliegue de una generosidad y de una gratitud.

 

Comentarios

  1. Extraordinario artículo de Víctor Hugo Palacios Cruz. ¡Felicitaciones! Gracias por compartirlo.
    Muy oportuno en estos momentos; y también a la luz del nuevo currículo que propone como finalidad de la educación, la ciudadanía activa.
    Un saludo.
    Roxana Hernández.

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    1. Muchísimas gracias por tu lectura, tu interés y tu fe en estas mismas convicciones, que son al mismo tiempo esperanzas e ilusiones

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