Las evaluaciones y los días: sobre las emociones de mis estudiantes universitarios / Víctor H. Palacios Cruz

S/t. Créditos a quien corresponda.

 

Aún recuerdo la primera de mis calificaciones en la universidad, hace tantos años. Un inusitado 08 que golpeó el orgullo de mis cómodos antecedentes colegiales y preuniversitarios. Un espolón que perforó de parte a parte el casco del crucero de mi soberbia insumergible. Incluso recuerdo que sentí cólera y una vaga sensación de injusticia por el hecho de que las dos chicas a las que había explicado los mismos temas de esa evaluación obtuvieron notas mejores que la mía.

El punto de la vida en que ahora me encuentro habría sido otro, sin duda, si entonces no hubiera tomado la decisión que tomé, guiado por una luz que no sabía desde qué lado me alumbraba. Busqué a mi profesora de aquella asignatura de Introducción a la filosofía. Me recibió en su despacho, me escuchó serenamente y me explicó línea por línea cada uno de mis fallos. Faltas no tanto de conocimiento sino, más bien, de interpretación de las preguntas y de estrategia en la escritura de las respuestas. Unas evaluaciones después, acabé con un promedio aprobatorio, incluso alto. Pero sobre todo me gradué en la más difícil de las escuelas: la de la aceptación de los errores propios.

Durante estos días en que he entregado a mis alumnos los resultados de sus primeras evaluaciones, he vuelto a presenciar en sus rostros una amplia gama de conductas y respuestas anímicas. Luego de recordarles lo que debieron contar en sus respuestas y de proyectar algunas explicaciones hipotéticas sobre el balance mayoritariamente adverso, traté de animarlos a hablar, a expresar incluso su frustración sin temor alguno a ser juzgados por ello. “Si tienes que decirme «profesor, lo odio», estoy listo para escuchar y créeme que te hará bien decirlo. No me molestará. Yo también he sido alumno. Hay que aprender a aceptar las emociones. Lo que, en todo caso, no puede pasar es que permanezcamos en ellas”.

Ojo melancólico, de Marion Mollard.


Luego de tantos años en las aulas, el ver que un estudiante desaprobado al final de un curso me voltea la cara al coincidir por los ambientes del campus universitario, no me enoja ni defrauda. Incluso diría que me conmueve y hasta me enternece. Veo la señal de un proceso inconcluso y me aflige el hecho de que mi presencia cause vergüenza en lugar de confianza. Ya pasará, me digo. El camino es largo; cada cual tiene derecho a su propio itinerario.

Sin embargo, de todos estos días de la semana en que escuché de mis alumnos declaraciones como estas: “vi mi nota, profesor, y, la verdad, necesitaba este choque de realidad para aprender”; “pienso que las facilidades que usted nos da han hecho que nos confiemos”, “creo que mi error ha sido creer que debía darle más importancia a mi opinión personal que a la explicación de los temas que nos ha enseñado”; el de este viernes ha sido el más cargado de emociones más extremas y contrastadas.

De un lado, la predecible conducta de negación de los hechos –a la que es tan propenso el cerebro humano, por lo demás– por parte de un estudiante que quería demostrarme que había sumado mal su puntaje exponiéndose por el contrario a un ridículo que intenté ahorrarle desviando la comunicación hacia unas más convenientes palabras de aliento y esperanza. Fue el mismo alumno que, poco después, me llamó desde su sitio alejado en el aula, y en voz baja me dijo con el rostro serio y expectante, dibujando con sus manos un imaginario recinto privado dentro del aula: “profesor, si le invito un sanguchito, ¿me subirá un punto?” Habrá quien diga que mejor reír que indignarse ante semejante consulta, pero en ese instante una congeladora súbitamente abierta dentro de mí exhaló un frío polar que me quemó la cabeza y me llevó a dirigirle una mirada de acero y a no decirle nada y a girar rápidamente, apartándome de allí como de un foco infeccioso que podía llegar a contagiarme.

Pintura de Isabel Saygo.


Sentí primero la suposición humillante escondida en esa pregunta infame de que yo era, como otros, un profesor capaz de prostituir el amor de su vida, su trabajo, y por un regalo cualquiera, además. Pero en seguida, como un contrapeso de urgencia, como un recurso disparado por un resto de empatía, imaginé lo que podía haber visto ese muchacho en su camino para llegar a creer que la nota se obtiene no con dedicación y talento, sino con dádivas y cotizaciones. Incluso llegué a preguntarme qué clase de colegas me rodean y hasta qué punto este amadísimo oficio, tan decisivo en el futuro profesional y ético de los graduados, se ha visto ya envilecido por el maltrato creciente del sistema académico, la pauperización salarial y el abuso de una carga lectiva aplastante y despiadada. ¿Y si este es en definitiva el origen, la causa última, de la corrupción generalizada en la clase política y toda la ciudadanía del país?

En la siguiente clase, ocurrió de pronto el otro extremo.

Durante el receso, entregados los exámenes a los alumnos presentes, una chica a la que siempre había visto en mis clases atenta, risueña y entusiasta y que, además, como recordé de inmediato, había sacado un 18 en esta primera calificación, me pidió hablar mientras sacaba de la máquina al lado de nuestra aula un oportuno café americano. “Profesor, quería contarle algo que usted no sabe. En realidad, estoy llevando esta asignatura por cuarta vez. Incluso estuve retirada de la universidad por un año (el reglamento penaliza la repetición sucesiva)”. La interrumpí preguntándole: “Pero, dime, ¿qué crees que pudo haber ocurrido antes que te impedía aprobar?” Y me contestó: “Es que la verdad no entendía nada a mis otros profesores, pero a usted sí le entiendo. Hablé hace un tiempo con mi psicóloga tutora y me dio unas recomendaciones y, pues, bueno, acabo de aprobar y… profesor, muchas gracias de verdad, muchas gracias…” Sus ojos repentinamente enrojecieron, dos lágrimas veloces llegaron hasta el final de sus mejillas y una de sus manos cubrió parte de su rostro, mientras su cuello se inclinaba ligeramente.

Desde luego, no me era posible corresponder a su estado de ánimo y fueron mis reflejos los que acudieron en mi ayuda. Estaba a unos metros de allí otra estudiante de buen rendimiento y noble talante, compañera de esta otra estudiante, la llamé y le pedí que viniera, y le expliqué brevemente todo. Se emocionó en el acto y le pedí que por favor la abrazara a ella ya que yo no podía hacerlo.



Y di un paso atrás y me quedé contemplando conmovido a dos chicas que se abrazaban a un costado de la máquina de café, reparando en el hecho comúnmente olvidado de que las alegrías súbitas, proporcionales al tamaño de lo guardado, tienen al igual que las tristezas no solo lágrimas de la misma composición química y el mismo volumen, sino también el mismo reclamo de la proximidad de otro cuerpo que venga a ayudar a cargar una intensidad que se alza con un peso que desborda y desestabiliza.

Que, al igual que la más dura de las penas, la felicidad más grande necesita también consuelo, amparo y compasión.

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