Mis hijos y el origen de la pintura / Víctor H. Palacios Cruz
Benjamín
construye con bloques de Lego máquinas, edificios, puentes, dirigibles, cohetes
y otros artificios. Ahora comprendo que con sus manos intenta de ese modo que
perdure lo que pasa por su mente. Que lo construido con material de plástico y
color fije en el orden también transitorio de lo real el interior de una imaginación impalpable, además de fugaz.
Pero como luego debe reutilizar esos mismos bloques, ya que no tiene infinitos,
para realizar otro proyecto que se le ocurre otra mañana, entonces me pide que
le tome fotografías a aquello que va a desarmar. Aquello en lo que
puso tanta ilusión y de lo que se despide sin drama ni melancolía.
Y como sabe
que las fotos se quedan en una memoria tecnológica que no puede
tener delante de sus ojos todo el tiempo, se pone de inmediato a hablar de lo que
ha hecho, a jugar conmigo contando una historia, y cuando salimos, por ejemplo
a un mercado, les cuenta a la señora que vende choclos o a la que vende fruta o a
los niños que corretean entre los puestos de verduras lo que ha
construido hace poco, como si les hablara de un acontecimiento urgente digno de figurar en los
periódicos y los noticieros, sucedido en el silencio solitario de su cuarto de juegos.
De todos
esos modos mi hijo, de seis años, intenta sin saberlo lo que los seres humanos
hemos intentado apenas tuvimos tiempo, junto al fuego, para dejar de comer, de
huir, de cazar, de procrear y de fabricar con las manos, cuando en el aire
caliente sobre las llamas las manos de nuestras voces dibujaban escenas hechas
de hazañas y de asombros, o de la exageración de la simple vida cotidiana, para
volver duraderas, gracias a la nube común de la memoria, esas largas horas que en
realidad solo duraron minutos.
Patricio,
dos años menor, dio hace poco sus propios pasos por ese mismo camino. También
sin saberlo. Inocencia, como llaman a esta clase de ciencia sin vanidad ni método. Hace poco, cuando ya anochecía y su madre se alistaba para
salir al encuentro con sus amigos, él abrazaba, qué digo, se amarraba
fuertemente con las cuerdas de sus pequeños bracitos a una de las piernas de quien
lo había parido y amamantado: “¡Mamá no te vayas! ¡Mamá, llévame contigo!”, decían
sus gritos empapados con lágrimas capaces de abrir de una sola vez, sin esperar
a la lenta erosión natural, una garganta en la roca del ánimo más duro e impasible.
No hubo otro
remedio, qué triste, que tomarlo con mis manos para que mamá pudiera partir. El
taxi esperaba abajo ya hacía rato. Patricio se soltó con fuerza, o más bien
lo liberé cuando se cerró la puerta de la casa, y corrió a la ventana que da a
la calle para despedirse de ella gritando y gritando, pobrecito. Desconsolado,
no quiso venir conmigo y con Benjamín. Lo fui a ver, y había cerrado la puerta
de la habitación de juegos. Le di unos minutos, y seguía escuchando su llanto “¡mamá!
¡mamá!” Volví a verlo para tratar de nuevo de convencerlo de venir a cenar prometiéndole
la lectura de un cuento. Lo vi, me quedé sin palabras y di media vuelta: tomaba
un papel en blanco y un lápiz. Me vio seguramente porque dijo ya a lo lejos
para mí: “voy a dibujar a mamá”. Solo cuando terminó ese retrato cesó de llorar
y vino, la cara mojada, a la mesa donde cenábamos su hermano y yo. Puso su
dibujo a la izquierda, su lado principal, zurdo como es. El lado de su corazón.
No se despegó
en ningún instante de ese pedazo de papel: ni cuando escucharon los dos un
cuento ni cuando se dejaron cambiar para dormir ni cuando fueron al baño para
cepillarse los dientes y orinar. Ya no lloraba y más bien le volvía esa
vocecita incomparablemente tierna hablando de lo que iba a jugar al día siguiente.
Tomó su peluche de pingüino celeste, y puso debajo de la almohada cuidadosamente su dibujo de
mamá. Y se durmió al rato, apagadas las luces, profunda y dulcemente, la cabeza
apoyada sobre el ser que hace un tiempo era su universo. Cuando el universo,
antes de volverse despiadadamente inmenso, era del tamaño de su cuerpo y sus
dedos rozaban entonces los confines de lo existente.
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Heinrich Eddelien, El origen de la pintura. |
Patricio,
claro, no podía saber, bendita inocencia, que su recurso del dibujo revivía la antigua
leyenda contada por el romano Plinio, en su Historia natural, sobre el
origen de la pintura. Aquel episodio incomprobable, pero por ello más verdadero
que la verdad científica más experimental y matemática, según el cual una
muchacha corintia llamada Kora, se despedía una noche de su amante que emprendía
al amanecer un viaje de incierto retorno. Sin tiempo para cerrar los ojos, acariciando
en la penumbra la piel de su hombre, de pronto miró en la pared de esa caverna anti-platónica
la silueta de su pareja proyectada por una lámpara de aceite.
Pensó algo
y le pidió encarecidamente que no se moviera un rato, por favor, que ya volvía
con algo con lo que fijar los contornos de esa sombra rodeada de luz. La
oscuridad propia del amor que nunca sabe en realidad a quién está amando,
porque siempre se ama otra vida que no es la nuestra, que por existir ya no nos
pertenece, impredecible e impenetrable, puesto que ni siquiera la persona a la
que queremos o quisimos o nos quiso se conoce del todo a sí misma… Todos somos
misterios que pueden tocarse infinitamente sin descifrarse ni por un momento.
En fin,
según el viejo Plinio, aquella mujer de Corinto sin saberlo, inocencia divina,
inventó de esa forma el desde entonces imperecedero arte de la pintura, que no fue
sino el oficio del simulacro, el acto inútil y por ello mismo tan calurosamente
terrestre de fingir que se atrapa lo que se va o se pierde por medio de lo que
se toca y se vuelve a tocar sobre una superficie relativamente plana sobre un
planeta tercamente redondo.
Así
también, hace dos tardes volví de la universidad después de una jornada larga
de evaluaciones y corrección de exámenes, y recién llegado a casa y exhausto,
acuclillado para ponerme al alcance del abrazo de mis hijos, de pronto Benjamín
vino y me dijo: “Papá, ¿has trabajado bien en tu universidad?” Y de repente, de
forma brusca me salió por los ojos ese río de lágrimas que había partido la
otra vez de Patricio. No supe por qué en ese instante, pero lo razoné en
seguida. “Gracias, hijito mío, gracias, no sabes lo hermoso que es escuchar esa
pregunta que tanto extrañaba escuchar”. Pregunta tuya, hijo amado que tan
bien conoces a papá, que en realidad quería decir: “¿Cómo te ha ido en tu
trabajo? ¿Has podido hacer con gusto lo que amas hacer? ¿Te ha dado alegrías el
estar con tus estudiantes, dar clases y contar las ideas como las cuentas
también a Patricio y a mí?”
Con su pregunta,
Benjamín me ayudaba ahora a mí a recordar la jornada, a escoger sus momentos más
preciados, a sacar de él alguna relación con los días que vendrán. A tan solo agradecer
la finalización del día que sencillamente confirmaba que había existido, que se
había abierto ante mis pies para realizar con mis pasos trazos sobre él. Con su pregunta,
uno de mis hijos me ayudaba a retratar mi presente, a pintar aquello que amo y que ya pronto partía, a fin de guardarlo para ese “para siempre” que sucederá, invariablemente, alguna tarde mirando el mar cayendo el
sol en que respiraré el aire entre los rostros de mis hijos para llevármelos
conmigo por dentro adonde quiera que deba ir a continuación. Esa pasión posesiva
casi cósmica. Ese afán ardiente de tener, de tomar, de meter entre nuestras carnes
cada árbol, cada canción, cada libro, cada café, cada andanza, cada amor… Todo aquello
quitado lo cual dejaría a la vista la verdadera muerte. No la ausencia de
aliento o el callar de los latidos, sino el vacío de un yo hecho tan
solo de sí mismo.
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