Celebración de las aulas (Todo cae y algo se pone a volar) / Víctor H. Palacios Cruz
Durante mis clases filosóficas, dos
alumnos de arquitectura manipulan plastilina sobre la mesa mientras escuchan
con absoluta atención y levantan la mano para contar una idea. Otro estudiante realiza,
sobre sus apuntes, un dibujo encantador que recrea a “El hombre de Vitruvio” de
Da Vinci que veíamos sobre el ecran del aula. Una alumna en una esquina de su
mesa escribe aplicadamente con un lápiz como el que yo usaba de niño en la
escuela, sobre un papel donde ha añadido también el dibujo de una casita.
Fijándome en todo ello,
digo a mi aula que hacer esta clase de pequeñas cosas es en realidad efectuar un acto de resistencia. Una
lucha sencilla y silenciosa, pero decisiva, que puede incluso llegar a decidir cómo seremos los
humanos en el futuro. En el curso de nuestro largo proceso de adaptación a una esfera
digital irreversible, creciente e invasiva, suspenderla por un momento y ponernos
a manipular objetos, a mover los dedos de las manos y con ellos hasta la última
de las vértebras; más aún venir a encontrarnos bajo el mismo techo, alumbrados
por la misma luz de la mañana, mirándonos unos a otros más que a la imagen del
proyector de alta tecnología de la clase, escuchando cómo la palabra pasa del
profesor a un estudiante y luego a otro y a otro y luego también a la pausa
donde se sienta a respirar el pensamiento ya engendrado que sigue creciendo y desea sentirse
a sí mismo un ratito siquiera…
Hacer todo eso, digo, es ahora mismo un
gesto de rebeldía por el que intentamos retener, a través del hábito, un rasgo
de nuestro sistema nervioso al que no queremos renunciar y en cuya pequeñez nos
seguimos sintiendo como en casa en este proceso de transformación de la
totalidad de lo que somos, fomentada, qué digo, acelerada por la omnipresencia de
la conectividad y de la Inteligencia Artificial por medio de la cual no sería
extraño que un día deleguemos todo aquello que creíamos tan nuestro y tan
ventajosa y orgullosamente nuestro: la capacidad de pensar, de escribir, de
elegir, de recordar y de comunicarnos con alguien a quien amamos. De modo que,
como cuenta una escena de la película Blade Runner (1982) y la canción “Contrapunto
para humano y computadora” del grupo uruguayo de rock El Cuarteto de Nos –compartidos
en el aula–, la humanidad termine por desaparecer de la propia humanidad y solo
se conserve como un complejo pero simple simulacro en los protocolos y algoritmos
de un androide.
Antes de que los implantes tecnológicos
vengan a potenciar nuestras funciones musculares y cognitivas y a regular los
neurotransmisores de nuestras emociones, para convertirnos en personas más tranquilas
y productivas (productivas para otros); antes de que tengamos nuestros primeros
nietos o bisnietos que acudirán al colegio, a la universidad o al trabajo a
competir con prójimos cada vez menos próximos y distanciados por las ventajas de
los chips de silicio ocultos en sus biologías o, incluso, por una selección más
depurada y ambiciosa de su genética, divididos –como en la
película Gattaca (1997)–, entre seres naturales y seres tecno-genéticamente
mejorados, en una sociedad desigual y jerárquica que volverá real esa clasificación
únicamente simbólica entre mortales comunes e hijos de los dioses que
concibieron numerosas sociedades sobre estas tierras en tiempos precolombinos. Antes de que suceda todo esto, necesitamos con apremio, pero también con esperanza, compensar las horas de navegación y conectividad con tiempo de calidad al aire libre, ocupación de los espacios comunes, actividad física recreativa y momentos de interacción y cooperación con nuestros semejantes.
Hoy precisamente, en una clase muy temprano
en el día, recordaba con mis alumnos el encuentro inesperado de hace medio año,
en una placita de pueblo en la sierra de Piura, entre mis hijos y yo y unos
niños que jugaban a los trompos, entre los cuales uno, el más grande, tan generosamente
nos mostraba su arte en este juego diciéndonos que podía enseñarles a mis
pequeños a lograr lo mismo y que no era difícil, además. “¡Qué hermoso que
estén jugando juntos aquí, al aire libre, y no encerrados mirando sus celulares!”,
le dije, y el niño contestó rápidamente: “sí conocemos los videojuegos, pero no
nos gustan porque nos aburren”. Escuchándolo casi me pongo a llorar de
alegría y esperanza.
Eso es también una clase. Una salida de la caverna de las sombras. Una huida de la infinitud inmóvil y vertiginosa
del encierro digital. Un acontecimiento a la medida del hambre de realidad total
que tiene nuestro ser y que no se sacia ni con la vista ni con la mente enceguecidas
por el brillo de los dispositivos electrónicos. Un acontecimiento que solo
lo es cuando se trata de algo en que se entreveran sin distinción la vista, el
oído, la tactilidad, el peso, la temperatura, el contacto con un mobiliario, el
aire sostenido en común por todos y ese algo impreciso que no se reduce a dopamina
ni a mecanismo sensorial que es la actividad de la clase múltiple y unísona, tan
rigurosamente sólida como fugitiva al mismo tiempo.
Más de una vez, hace poco incluso, he
dado mis clases enfermo, con algo de fiebre, la garganta rota o el corazón
herido, con ganas de estar en cualquier lado menos allí, y sin embargo he terminado
saliendo de entre esas cuatro paredes casi curado, casi rehecho y vuelto a
coser, con el cuerpo lleno de esa rara vitamina de la conversación. Pero qué
misterio tan grande. Todo alrededor y por dentro se derrumba, la profundidad de
aquello por donde caemos se pulveriza como los dos costados de la carretera
cuando el auto va a gran velocidad. Y sin embargo, en dirección contraria, algo
surge y se eleva elevando también nuestra mirada. Un pájaro, un cohete, una bola extraña y luminosa alza el vuelo en medio de todo lo que desciende, y a bordo
subimos todos y tocamos las estrellas y, aunque finalmente volvamos a tierra,
nos quedamos en lo alto en ese trozo de eternidad que existe solo dentro de cierta
clase de instantes que no durando casi nada duran, sin embargo, por el resto de la vida.
Justo ahora en que los glaciares se
derriten, los bosques se incendian, guerras y masacres se extienden, las
tiranías se multiplican y contagian, los Estados se corrompen todavía más, las sociedades
se paralizan delante de las pantallas y el planeta entero tose y nadie tiene un
jarabe... Justo ahora en que mi país que se decía glorioso se derrumba con
facilidad, mi ciudad es la capital mundial de la suciedad y la mugre, mi
entorno laboral se ensombrece una vez más, mi economía familiar tiembla y hasta
mi ánimo se ve removido y desafiado...
Justo ahora, en medio de todo eso,
acontecen las clases más felices de mi camino de profesor universitario. Tan
felices que parecen irreales y mi memoria pugna por devolverles su verdad
recordando el detalle de los rostros, las voces y las manos de mis estudiantes
escribiendo las ideas, registrando el impredecible pensamiento construido
juntos. Y me digo que, en definitiva, ese hecho superior no puede salir ni de
la biología del cuerpo ni de la racionalidad de la mente. No. Esa alegría
efímera pero verdadera no sale tampoco de las paredes del aula y mucho menos de
la soledad. De ninguna persona sola ni de ningún pedazo de materia. No. Es un
don que nadie entrega solo por su cuenta. Es el don de algo más. De algo que lo
necesita todo al mismo tiempo.
El don del encuentro: el sonido de la
palabra llegando a todos, el cruce de miradas, los silencios en los que respira
un hallazgo o un énfasis. El aire cargado de una suave carga eléctrica. ¡Qué
inexplicable es siempre una clase bien disfrutada! Nada puede pesarla o tomarla
y ponerla en algún sitio. Ni siquiera grabarla tecnológicamente permitiría
poseerla. Es una emoción que surca la noche larga y oscura iluminándola. Y allí
se va mi vida mientras otra parte de ella, seca e inmóvil en un rincón ahora,
la contempla a lo lejos con los ojos húmedos de una bendita ignorancia estremecida de asombro...
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