Sobre la suerte de los filósofos en el Perú. Apuntes de un congreso filosófico reciente / Víctor H. Palacios Cruz



Hace poco participé, como ponente y asistente, en el XX Congreso Nacional de Filosofía, “Augusto Salazar Bondy. La filosofía en el Perú y Latinoamérica. Balance y perspectivas”, organizado por el Departamento de Filosofía de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, que tuvo lugar en el campus de esta universidad, en Lima, desde el 4 hasta el 8 de agosto reciente.

Como en todo Congreso, extenso y rico en actividades, inevitablemente escoger dentro del programa garantiza siempre perderse algo, y a veces lo irrepetible. Pero, sin duda, mucho de lo que sí pude escuchar me dejó los bolsillos repletos de piezas para juntar después. En especial los dos conversatorios del último día que trataban sobre “la filosofía en las universidades peruanas”. La filosofía como saber y la filosofía como enseñanza. En el mismo auditorio sucesivamente hablaron, entre otros, los filósofos Oscar Yangali, de la Facultad de Teología Civil y Pontificia de Lima, Dante Dávila, de la propia UNMSM y César Escajadillo, de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.

Justo ahora que en mi universidad se recortan las horas de las asignaturas filosóficas y el alma se encoge y se hiela bajo el proceso general de una educación masificada, con sobrecarga lectiva y una burocratización onerosa, irracional y superflua, a lo que se añade una precariedad salarial; de pronto escuchar a estos tres colegas me suscitó una mezcla de catarsis, solidaridad y consuelo.



Desde la mirada del ejercicio filosófico como tal, sostuvo César Escajadillo, parece que los filósofos nos hallamos dispersos como islas. Trabajamos en cierto estado de marginalidad, encerrados en nuestras preocupaciones solitarias, sin la cooperación, la frecuentación mutua y el diálogo propios de una auténtica comunidad profesional. Lo que reduce nuestra capacidad para lograr un impacto en la sociedad por medio de las ideas. Una irrelevancia producto de una confluencia de hechos muy concretos.

Por mi parte, añadiría que, puesto que los filósofos estamos por naturaleza obligados a escuchar las contribuciones de todas las áreas de conocimiento, deberíamos dar un paso fuera del recinto de nuestra especialidad para tomar parte de encuentros y foros interdisciplinarios. Sin negar lo extraordinario de su historia, la filosofía no puede permitirse la arrogancia de tomarse a sí misma como una ciencia superior a las demás y, por el contrario, debe considerar su voz como un componente más, aunque significativo, en la formación de la conciencia que tiene una época sobre sí misma.

Por otra parte, la filosofía sufre, como pocas disciplinas, la despótica aplicación del modelo industrial que, proveniente del mundo académico norteamericano y extendida luego por el orbe, domina la vida universitaria forzando un ritmo de producción de textos sometidos a estándares que anulan una aportación más personal, sujeta a las leyes de un mercado neoliberal, con la ansiedad de sus rankings, sus acreditaciones y una competitividad que impone mirar más los indicadores antes que la cotidianidad del pensamiento y la enseñanza que ellos reflejan.



Asimismo, un escenario de profesores mal remunerados y conminados a aceptar una exceso de horas de aula, con la economía familiar siempre en zozobra, no puede sino desfavorecer la investigación de largo aliento que, cuando sucede, resulta realmente una proeza. Fruto de esfuerzos personales más que de políticas institucionales, dice César Escajadillo.

Por otra parte, la dedicación a la filosofía en el seno de escasos entornos académicos favorables, concentrados mayormente en la ciudad de Lima, con un trabajo apreciable que coloca al país en el mapa filosófico regional e internacional, sin embargo se reduce a la práctica de un especialismo temático y un tecnicismo expositivo que resultan prohibitivos para los no iniciados, y que, sin remedio, vuelve intrascendente su huella en la opinión pública, con raras excepciones. Hablo de investigadores expertos en tal o cual filósofo notable, pero carentes de un pensamiento propio, y no precisamente por falta de talento. Como si para ser filósofo fuera mejor hablar del pensamiento de otros en lugar de atreverse, con los riesgos consiguientes, a construir un pensamiento personal y a ofrecer una mirada propia de las cosas, que es lo que en verdad el público y la historia han esperado siempre de la filosofía.

Profesores con un historial brillante de publicaciones en medios indexados y en otras lenguas que, sin embargo, se parecen a fotógrafos que, en lugar de tomar fotos y compartirlas, están todo el tiempo ocupados en pulir sus lentes y ajustar sus equipos, antes que en alzar la mirada y mirar lo que la gente común mira, y sobre lo cual necesita mirar “más” con la ayuda precisamente de la reflexión propia de una ciencia tan antigua y tan originalmente ligada a la relación que entabla con el universo un ser tan pequeño y tembloroso como el nuestro.



Infinitamente más interesante me parece el parecer del filósofo que en un artículo, conferencia o libro, aborda con valentía, sin miedo a la inexorable cuestionabilidad de todo filosofar, un problema determinado de nuestro tiempo o algún aspecto reconocible de la experiencia humana universal, y que, en todo caso, se vale para ello de las ideas de Ricoeur o Gadamer, por ejemplo; en lugar de una disertación documentada de las ideas de cualquiera de estos u otros autores, siempre apasionantes, pero que a la postre arrojan textos dirigidos a lectores exclusivamente filósofos y no reflexiones que hablen al corazón de la sociedad que explica su existencia.

Como reconoció Oscar Yangali y también Dante Dávila, luego de una consulta que pude formular durante una ronda de preguntas, los profesores filósofos debemos hacer un mea culpa. No somos solo víctimas del sistema. También es cierto que podríamos y debemos mejorar nuestro discurso y nuestra forma de llegar a los demás. Por ejemplo, asumiendo una preparación pedagógica adecuada, pues el rigor intelectual no es incompatible con un discurso claro, persuasivo y agradable, que emocione a cualquier público, especializado o no. Los filósofos necesitamos, quizá más que otros académicos, pericia para manejar la voz, una retórica mínima y una oratoria cálida y solvente para llegar cada vez a más público y cada vez más dentro de cada público.

Y, por supuesto, como sugirió un estudiante de Comunicación presente en la sala, y que muy honestamente declaró buscar ideas filosóficas en YouTube o Spotify antes que en las clases y las ponencias académicas, ocurre que no es ya posible ni responsable que los filósofos subestimemos los medios digitales para comunicar las ideas. Los medios han cambiado siempre a lo largo del tiempo y las culturas, pero la necesidad de una visión del mundo y de la vida ha sido siempre unánime y urgente.



En resumen, el ejercicio de la filosofía en el Perú necesita con premura adquirir otras virtudes que trascienden la destreza rigurosa del acto de pensar, y que tienen que ver con disposiciones de orden comunitario, interdisciplinario y divulgativo.

En tiempos agitados y confusos como el nuestro, alborotados por novedades de todo tipo con sus impredecibles consecuencias en la existencia de todos, la mirada filosófica no solo mantiene su derecho a existir sino que, incluso, tiene el deber de hacer ruido no para distraer vanidosamente, sino para cumplir la función articuladora y panorámica que le es propia y que, eso sí, ninguna otra disciplina podría hacer desde su especialidad y desde su metodología particular. El ser humano y el mundo, tal como son, no aparecen sino fragmentariamente en los diversos recortes de lo real que practican todas las ciencias que se ocupan de su análisis. Su rostro completo solo puede surgir, y cada vez diversamente, en la palabra cohesiva e interpretativa de los filósofos y de cualquier científico que efectúa una especulación filosófica más allá de su propio territorio.

Como afirmó Dante Dávila, los filósofos debemos volver a mirar hacia nuestro origen no en algún lejano punto del tiempo y el espacio, sino dentro de nosotros mismos, en la experiencia del asombro ante lo corriente, esa capacidad para sentir lo que nos rodea como algo que nos concierne porque es también parte de lo que somos. En suma, devolverle a nuestra ciencia su destino primigenio: la gente común. El prójimo que, sacudido por la prisa y abrumado por una información creciente en su tamaño pero carente de forma y unidad, anhela empezar por fin a “ver” algo en lo que tiene delante. Y también algo en lo que tiene dentro y llena su cabeza sin cesar.

 

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