Pedagogías conductistas y ausentismo en las aulas. Un testimonio y unas reflexiones sobre las clases universitarias / Víctor H. Palacios Cruz
Agradecimiento
especial a:
Kristal,
Karla, José,
Samantha,
Anllory y Gianella.
Sillas
vacías
Este semestre
académico en mis clases, en una universidad del norte del Perú, se ha hecho más
evidente una realidad que asomaba tiempo atrás: el creciente ausentismo de mis alumnos.
No llegar al
aula tiene consecuencias. No me refiero a ninguna penalización. Como digo a los muchachos, una silla vacía no es motivo de enfado o decepción, sino más bien de
preocupación por el posible motivo grave de la ausencia, y de tristeza porque nos
privamos de un punto de vista que ya no tendremos en la clase.
Las
consecuencias de no estar presente tienen que ver con el tipo de
enseñanza que, con los años, he podido ir definiendo en mis
asignaturas filosóficas. Materias en las que los objetivos de creación de
pensamiento, ejercicio de diálogo y aptitud crítica vuelven más decisivo lo que
sucede dentro que lo que se sucede fuera de la clase. Más aún en estos
tiempos hipertecnológicos en que encargar trabajos a los estudiantes solo tiene
sentido si existen horas y fuerzas para un acompañamiento personalizado.
De hecho, la
evaluación que procuro se sujeta únicamente a las preguntas que escribo en el aula,
y que tienen la finalidad de recoger fielmente lo compartido en la sesión, incluyendo
las contribuciones de mis estudiantes. Según dicen ellos mismos, estar en mis clases
es importante para poder aprobar. Y estar, claro, con todos los sentidos. Añado que
es parte de mi didáctica el efectuar repasos al final de la clase y al comienzo
de la siguiente. Que las ideas giren en el aire del aula todas las veces que
sea posible.
Que luego alguno
deduzca de todo ello que puede eximirse de venir y salvar la situación pidiendo
apuntes o prestando atención recién en el instante de los repasos, es un error
de estrategia mayúsculo, puesto que tal desconexión no ayuda a que las ideas puedan
afirmarse en el cuerpo y permanecer allí aún después de la circunstancia
pasajera de un examen. Es decir que reduce al mínimo el contacto con los
contenidos. Un contacto que es también físico, sensorial e interpersonal.
Cómo aprendemos
Todos los
hallazgos de la neurociencia actual han venido a avalar lo que el antiguo
sentido de la palabra “recuerdo” ya contaba, según su origen latino: re-cordis,
esto es, “volver a pasar por el corazón”. De donde se deduce que la formación del
recuerdo necesita, aparte de hábito y buena salud neurológica, dos condiciones indispensables:
una presencia suficientemente acentuada y clara del objeto del
recuerdo y una disposición receptiva por parte del sujeto. Una actitud que
no es pasividad y que exige, más bien, una cierta energía. Ese acto misterioso
que llamamos “atención” y que demanda menos esfuerzo cuando lo sostiene el interés
y el gusto por lo que se hace.
Por tanto,
se recuerda no aquello que pasa velozmente delante de los ojos, o lo que es
parte de un cúmulo apabullante, o lo que la indiferencia coloca a cierta distancia
del alma. Se recuerda lo que llega a dejar marcas o huellas en el corazón (que,
para los latinos, significaba “zona de juicio y conciencia”). Lo que a su vez
requiere de cierto grado de fricción o roce, en suma un encuentro no
superficial sino profundo entre la persona y el objeto de su atención.
Sin duda,
la intensidad de esa impresión se ve favorecida cuando el conocimiento no se
limita a una operación puramente intelectual, sino cuando es parte de un
proceso que conjuga participación, intercambio y emoción. Y buen humor. En
resumen, cuando el contenido del aprendizaje es el producto de una experiencia.
La experiencia inimitable de un aula donde la cita de un autor, el desafío de
un problema o el fragmento de una película genera el prodigioso acontecer de la
conversación alentada por la búsqueda, la imaginación y el asombro.
A eso me
refiero cuando digo que el tiempo en que vivimos vuelve más importante lo que
ocurre dentro que lo que ocurre fuera de la clase. El aprendizaje está unido a
la calidad de lo que sucede en esa interacción humana que la virtualidad solo
pálidamente puede reproducir. Una calidad que no la dan nunca por sí solos un
texto brillante, un pensamiento genial o una tecnología resplandeciente. Nada
se vuelve más nuestro, carne de nuestra carne, como aquello que no se nos da listo
y terminado, sino lo que vamos poco a poco descubriendo o construyendo, lo que compromete el ejercicio de nuestras más diversas facultades. El desenlace de un camino.
Por eso
explico a mis alumnos, mirando sus sonrisas, que con los años será cada vez más
difícil entender la típica escena de comedia romántica en que una persona
conoce a otra al tomar uno o dos libros de la balda en una biblioteca que dejan
al descubierto, como una aparición sobrenatural, el bello rostro de un chico o una
chica al otro lado. La rapidez y la casi infinitud de la información que es
posible conseguir con nuestras pantallas reduce a apenas unos segundos lo que por
tanto tiempo consistió en una sucesión de actos: dar pasos hasta una biblioteca, pasar
las hojas de los libros, caminar con ellos buscando una mesa y empezar a
leerlos tomándolos en las manos. La instantaneidad tecnológica descomplica la búsqueda y ahorra minutos. Fantástico. Pero al precio de minimizar el suceso. La accesibilidad
inmediata aligera lo aprendido y le resta capacidad para dejar su rastro en el
corazón.
Conductismo
y acreditaciones
Las razones del ausentismo de mis alumnos pueden ser muchas. Para empezar, eventualidades diversas; pero también contratiempos de salud física o emocional; dificultades para compaginar el estudio con el trabajo; y, también, vivir en un país como el Perú donde el exceso de universidades y una educación paradójicamente subestimada por la sociedad obliga al funcionamiento académico a emitir constantes evidencias de una productividad que siempre está puesta en duda. Con el resultado final de extenuar a sus maestros y someter a los estudiantes a una innecesaria presión, todavía más cruel en la incertidumbre vocacional propia de su edad.
Converso
con mis alumnos para buscar respuestas e hipótesis. Ellos siempre tienen la
palabra para mí. De pronto, sale una luz. Sucede frente a una máquina de café. ¡El
café! ¡Siempre el café!
Allí ellos me cuentan una variable que sospechaba hace mucho, pero que salida de sus voces cobra el carácter de una revelación. Una revelación perturbadora. “Creo que los compañeros faltan a sus clases, profesor, porque dan preferencia a otras donde siempre hay que hacer algo por una nota”. Se refiere a presentaciones, trabajos, exposiciones o controles de lectura que mis colegas programan con una capacidad organizativa desde luego admirable. Pero que me deja, asimismo, inevitablemente extrañado.
Re-pregunto
a mis muchachos: “Entonces, ¿sienten que en mis clases no tienen el deber de
estar porque no los evalúo todo el rato?” Y me dicen: “Sus clases no son
aburridas, a mí me gustaban. Lo extrañamos incluso. Pero nos han acostumbrado a
pensar que hay que ir porque hay una calificación de por medio”. “Nos tratan
como a perritos”, añade otra alumna. “Dependemos de gratificaciones para estar,
y eso desde el colegio, profesor”. Y quedo impresionado.
Con algo de
legítimo resentimiento, podría decir que mis asignaturas son víctimas de las
metodologías conductistas de mi entorno. Pero, sin duda, el análisis no acaba allí.
¿Cómo cambia la relación del alumno con una materia de aprendizaje en estado de
constante evaluación? ¿Qué obliga imperiosamente a mis colegas a programar
tantas actividades de ese tipo?
Le hablo a una
autoridad académica de mi confianza: en un estado de competitividad agobiante y
bajo un régimen de ránkings y acreditaciones –le digo– terminamos más ocupados
en dar señales de lo que hacemos que en hacer bien lo que diariamente hacemos.
Y, claro, la vida estudiantil, la convivencia docente y la genuina investigación
se encogen bajo el peso de tantas constricciones administrativas. Por eso, mis
colegas creen que deben elaborar rúbricas y numerosos informes para probar de
manera inobjetable que están trabajando. Me pregunto, al mismo tiempo, quién
puede llegar a revisar esta ingente suma de reportes que se acumulan en las
secretarías y en el medio digital.
En los
hechos, los alumnos viven corriendo, madrugando y salvando tareas en un tumulto
de apremios sin tregua que finalmente no produce aprendizaje, sino fatiga,
hartazgo y ansiedad por terminar. Un despropósito. Más aún, me cuestiono cómo
es posible que no podamos ver que una educación en la que importa más medir lo
que se realiza que hacerlo bien termina por envilecer el alma de los chicos,
que se habitúan a actuar por interés. En fin, la educación convertida en una
comedia, en el mero cumplimiento propio de la mediocridad.
Amar
para aprender
“Trasnoché ese
día, profesor, y saqué 17, pero no aprendí nada”, me dijo en otra ocasión una estudiante.
“Lo que pasa es que los otros profesores nos dicen que debemos aprender a vivir
bajo estrés y agotamiento, porque la vida laboral es así y hay que
prepararnos”, dice otra alumna con gesto de desilusión.
Y yo le digo
a ella y a sus compañeros: “Bueno, si eso es lo que creen directivos y
profesores, entonces que añadan a la malla curricular una asignatura específica
que se llame Estrés y Agotamiento I, y luego otra, Estrés y Agotamiento II;
pero, por favor, que dejen en paz a los alumnos y a las otras clases”. Como
sabemos todos –contentándonos tristemente con solo “saberlo”–, el aprendizaje
duradero presupone interés, disfrute y entusiasmo.
Pienso a
menudo que mis colegas siguen dudando de que la alegría pueda ser parte de la
enseñanza y confunden la exigencia –innegociable, por supuesto– con el agobio y
el miedo. En otras palabras, siguen pensando que “la letra con sangre entra” y,
en lugar de los execrables castigos físicos del pasado, recurren ahora a una
retahíla de tareas que conminan a los alumnos a permanecer ocupados en
lugar de propiciar una conexión profunda y placentera con los temas de estudio.
Echamos a perder el “recuerdo” con un corazón que no tiene ni tiempo ni espacio
donde dejar que descienda una huella.
Por lo
demás, si los profesores piensan que la sociedad es así, dura e implacable (lo
que traducido significa “injusta e inhumana”), creo modestamente que la
solución no pasa por el sadismo de imponer a los estudiantes la vivencia anticipada de esa dureza; sino por darles los recursos críticos, técnicos y anímicos
para cambiar esa sociedad que es injusta e inhumana. Cambiar las cosas, por lo demás,
supone una comprensión previa de cómo somos los humanos, qué es lo que anhelamos,
cuáles son nuestros derechos y en qué mundo deseamos vivir.
Pero esa
comprensión es la que no va a suceder jamás yendo a toda prisa por un estrecho y
largo pasillo de agitación y angustia, sino, más bien, fomentando la atención y la
experiencia. Es decir, recuperando la felicidad de estar reunidos en el aula,
pensando y sintiendo la vida a través de las asignaturas y las clases que no
son sino trozos de ella. Puesto que, para cambiar la realidad es preciso lograr
que primero nos importe. Lograr que nos pertenezca. Lo que toma su tiempo. El
tiempo libre y sosegado propio del amor. Del amor al inexplicable hecho de
existir.
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