Filosofar en la calle. Reflexiones sobre el oficio filosófico / Víctor H. Palacios Cruz
A bordo de
un taxi en la ciudad de Lima, no recuerdo si por iniciativa mía o del taxista,
surgió una charla casual a la que la conciencia del prolongado tiempo que nos
esperaba en la ruta dio una extensión despreocupada y cordial. “¿A qué se
dedica?”, preguntó mi conductor. “Bueno, soy profesor de filosofía…” “Ahh, ¡o
sea que usted es filósofo!”, se sorprendió interrumpiéndome para añadir de
inmediato: “Tengo un problema…” Y empezó a contarme la mitad de su vida, para
luego terminar con unas palabras que en realidad se escuchaban ya desde el principio:
“¿Qué me aconseja?”
Sin duda,
para un chofer que tal vez hablaba en nombre del ciudadano común, el filósofo era
un experto en crisis existenciales, un sabio consejero al volante o, tal vez,
un coach motivacional. Del mismo modo que, para otros, el filósofo es un
maestro en dialéctica o en oratoria, un teólogo o un ateo, un psicólogo o un adivinador
de futuros. El caso es que no creo ser nada de todo ello y hasta puedo
considerarme gravemente incompetente para cada una de esas expectativas.
Pero ocurre
que tampoco me reconozco en el mayor número de los filósofos académicos que he
conocido en mi camino. Seres ensimismados a menudo distantes que, al frente de
un auditorio o en cualquiera de sus papers, son admirables expertos acerca de cómo el primer Heidegger se halla presente en el segundo Heidegger, o
sobre cómo tal texto de un filósofo francés repercute en otro de un filósofo alemán.
En fin, esos estudios sesudos que hacen que al público no filosófico esta disciplina
apasionante y vital le resulte, por el contrario, irritante, plúmbea y somnífera.
Trabajos interesantes,
claro, pero que a lo sumo merecerían solo una nota al pie de la página donde se
hable de lo que realmente la filosofía tiene y ha tenido siempre el deber de
hablar. De lo real visible o invisible, del presente que nos toca, de cómo
somos los humanos y nos relacionamos con el mundo, con los demás y con nosotros
mismos, de cómo nos cambia aquello que creamos. Para todo lo cual citar a Plotino,
Leibniz o Foucault es un medio y no un fin en sí mismo.
En Los ensayos, escritos en el siglo XVI, dice encantadoramente Michel de Montaigne: “se invierte más trabajo en interpretar las interpretaciones que en interpretar las cosas, y hay más libros sobre libros que sobre cualquier otro asunto. No hacemos sino glosarnos los unos a los otros. Por todas partes proliferan los comentarios; de autores, hay gran escasez” (2007, 1596-1597). De donde me pregunto si las facultades filosóficas de nuestro tiempo están realmente formando filósofos, es decir pensadores que, perdonen la redundancia, realmente piensan por sí mismos, con fundamentos pero también con riesgos y libertades; o únicamente campeones en el conocimiento de los filósofos, que no saben hablar por sí mismos y que en todo caso solo atinan a decir: "según Kant" o "según la teoría de Ricoeur" o "según tal o cual corriente filosófica".
Los grandes
filósofos de la historia –Platón, Aristóteles, San Agustín, Tomás de Aquino,
etc.– lo fueron no por la “masa” de conocimientos que ostentaban ni mucho menos
por sus referencias bibliográficas copiosas y actualizadas (¡el ilustre
Sócrates ni siquiera publicó un solo escrito!), sino porque ofrecieron una
lectura propia acerca del universo, acerca del complejo corazón humano, o
acerca de nuestras posibilidades de comprender lo que a diario anhelamos comprender.
Propuestas ambiciosas tejidas con los hilos de las evidencias asequibles, esmeradas
argumentaciones e intuiciones muchas veces sugerentes y poéticas.
Quizá yo
mismo haya sido injusto con mi taxista limeño que aguardaba de mí una claridad
parecida a la que toda sociedad espera de quienes se encargan de cultivar el saber.
Lo que, de paso, confirma que no es cierto que lo único que ella demande a las
instituciones que se dedican a la enseñanza y el conocimiento se reduzca al
diseño de una tecnología útil o al descubrimiento de un tratamiento médico.
Quizá había en mi piloto a lo largo de la Vía Expresa de la capital una verdad
sutil que no había captado en su entusiasmo cuando vio que, por primera vez en
años de recorrido, llevaba a un filósofo a bordo dispuesto a escucharlo,
además. La notable verdad de que él y todos los seres humanos recibimos de
continuo una enorme cantidad de señales y contenidos que, sin el auxilio de ciertas
ideas generales y amplias, permanecerían en ese estado de amontonamiento y caos
que produce el desaliento, la fatiga y la indolencia.
Como dice Byung-Chul
Han (2014, 72-74), en nuestra época los humanos tenemos la sensación de ser arrasados
por la caudalosa información que las pantallas colorean y multiplican. De
modo que ningún pasado en la historia ha necesitado lo que ahora necesitamos
con urgencia del pensamiento teórico, que es responsabilidad de la filosofía actualizar
con el propósito de conferir “forma” a la abrumadora dispersión de los datos.
El
auténtico filósofo habla para todo público y no solo para evaluadores de revistas indexadas. Debe arriesgarse en sus interpretaciones y no escudarse
cobardemente en el análisis de las fuentes o tras el renombre de los autores.
“Atrévete a pensar”, decía una célebre exhortación de Kant. Por muy alto o muy
a fondo que viajen sus especulaciones, debe mostrar los rastros que dejan sus
pies sobre el barro de lo corriente.
En una filosofía
digna de sí misma no debe callarse ni el ruido de la vida ni ocultarse los
desgarros de lo real, y ante todo hay que evitar los pensamientos que el
público preferiría escuchar y que, por tanto, ya conoce. Los filósofos deben procurar
que salte a la vista no la microespecialización de su título académico, sino el
carácter compositivo e integrador propio de su oficio. Porque la realidad nunca
es solo económica o solo jurídica o solo política o solo tecnológica, del mismo
modo que ningún asunto humano se puede ser solo aristotélico o solo cartesiano.
Para
entender casi cualquier cosa: el cosmos, el planeta, la condición humana, el
amor o el sufrimiento, es necesario reunir el aporte de los saberes más dispares
(que no salen solo de los libros y las universidades, y que se hallan también
en las canciones, las películas y los saberes ancestrales) a fin de elaborar algo
nuevo y unitario que ya no está dentro de ninguna de esas disciplinas. Ese es
el papel del filósofo: observar, recibir todas las voces (incluso las no
científicas) y, con cierto dominio del lenguaje, aventurar una explicación que
transmita respeto por el misterio y la complejidad.
Por eso, la
filosofía es, como decía Henri Bergson, “la menos abstracta de todas las
ciencias” (Melendo, 2007, 121), justamente porque aborda lo real tal como se
presenta y no los aspectos parciales que la componen, sobre cada uno los cuales
las ciencias vuelcan sus diversos métodos de investigación. Aspectos que nunca
son lo real ni por sí solos ni sumados en conjunto. La gente común quiere habitar
el mundo y, para ello, necesita mapas y coordenadas que la orienten sin que encierren sus pasos. Las direcciones son posibilidades, pero no
restricciones para el andar.
Esto es lo
que el pensar filosófico tiene ciertamente de tan humano y universal: no todas
las personas cuentan con los medios, conceptuales o técnicos, de los científicos
para mirar la vida mientras caminan por la calle. Nadie mira alrededor tomando
muestras de las cosas con placas o tubitos de laboratorio, o premunido de un
telescopio o de un léxico tomado de la biología, la sociología o la física
cuántica.
Pero en
cambio en todos, y hasta en los más pequeños, es posible que suceda lo que
despierta y da sentido al filosofar, que es el asombro y la interrogación
inmediata ante la aparición de lo existente. Como decía Jaspers, filosofar es
“volver a las preguntas de los niños” (1996, 9); o, como dice Merleau-Ponty,
“volver a ver de nuevo el mundo”, de modo que el filósofo no es sino un
“perpetuo principiante” (1997, 14).
“¿Cómo se
originan las palabras?”, “¿Cómo apareció el agua?”, “¿Por qué estás triste (o
alegre), papá?”, son algunas de las preguntas de mis hijitos de 5 y 3 años
respectivamente, para contestar cada una de las cuales harían falta las
prolongadas indagaciones y meditaciones que son propias de la filosofía, aunque
ellas pasen por los datos que suministran la lingüística, la astrofísica o la
experiencia personal.
Tiempos
agitados como el nuestro, con la velocidad y el tumulto de sus cambios, más que
vivir nos imponen el apremio de sobrevivir. Unos lo hacen aferrándose a lo ya aprendido
con un miedo tal que solo pueden mostrar agresividad hacia lo que los
contradice; y otros, a la inversa, abriendo sus brazos ciegamente a todo lo
nuevo y distinto solo para estar al día y quedar bien.
En tiempos
de tormenta, nada es más conveniente que una actitud filosófica que evite los
extremos no colocándose en una cómoda equidistancia geométrica, sino más bien adoptando
una actitud examinadora que, escuchando a todas las partes y observando todas las
señales de los hechos, proponga una interpretación abierta –ni dogmática ni
indiferente– que tenga como primera fase ese aire de sosiego y diálogo que es
igualmente distintivo del “amor a la sabiduría”.
Me refiero
a la pausa que detiene las prisas del día, a la serenidad que guarda las armas
de combate y, más aún, a la cordialidad hospitalaria que sienta a la mesa a todas
las opiniones alrededor de un unánime café. Esa bebida luminosa en su misma nocturnidad que, además de sacar punta a las inteligencias, nos convence con su
sabor y aroma de lo gratificante y clarificador que es parar la vida y mirarla,
por fin, cara cara, despejadamente y sin remover con los ánimos el agua
cristalina a través de la cual, sin el velo de la turbulencia, vemos de pronto
la belleza de las piedras al fondo, sobre el suelo de su cauce.
Por algo “saber”
y “sabor” tienen un mismo origen léxico en el verbo latino sapere, que
significa, entre otras cosas, “probar”, “gustar”. Porque, en efecto no hay
sabiduría sin contacto con las cosas, ni la hay tampoco sin el deleite que se
experimenta en el encuentro que produce la fe en la palabra compartida .
Bibliografía
mencionada
Han, Byung-Chul
(2014) La agonía del Eros. Barcelona: Herder.
Jaspers,
Karl (1996) La filosofía. México DF:
FCE.
Melendo,
Tomás (2007) Introducción a la filosofía. Pamplona: EUNSA.
Merleau-Ponty,
Maurice (1997) Fenomenología del espíritu. Barcelona: Península.
Montaigne,
Michel de (2007) Los ensayos. Barcelona: Acantilado.
Comentarios
Publicar un comentario