Anna Ajmátova: memoria, dolor e identidad / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Retrato de A. Ajmátova por Nathan Altman (1915)

Las pinturas y fotografías que le han hecho y los versos que le han dedicado constituyen todo un género. Hasta un planeta, descubierto por una astrónoma soviética, lleva su nombre. Su obra, sin embargo, testimonia la difícil sobrevivencia al conflicto entre la necesidad de existir y el peso de una memoria desdichada. Como decía Kierkegaard, uno solo se comprende mirando hacia el pasado, pero solo vive mirando hacia adelante. Anna Ajmátova (1889-1966) encarnó el cruel dilema de tener que ser alguien destruyendo las huellas del pasado o, por el contrario, exponerse a un suplicio insoportable.

Bajo el régimen de Stalin, la Unión Soviética comunista expulsó y acusó de traición a Anna Ajmátova. La infancia de esta escritora rusa ya había sido infeliz por culpa de la separación de sus padres y el rechazo de su vocación literaria por parte de su progenitor. Su primer marido fue fusilado a órdenes del gobierno, su hijo llevado a prisión y deportado a Siberia, y su segundo esposo murió en un campo de concentración. En algún momento Ajmátova declaró: “en Rusia los únicos que tienen paz son los difuntos”.
Sus amigos –cuenta Irene Vallejo en El infinito en un junco– “iban memorizando los poemas de su desgarrador libro Réquiem a medida que los escribía, para preservarlos de cualquier desgracia que pudiera ocurrirle a la autora”.
En el poema “La sentencia” (1939), escribe Ajmátova:

“Y cayó la palabra de piedra
Sobre mi pecho, aún con vida.
No es nada, siempre supe que así sería,
Sabré enfrentarlo de la mejor manera.

Son muchas las cosas que aún debo hacer:
Acabar de matar la memoria,
Procurar que mi alma se vuelva de piedra,
Y aprender de nuevo a vivir.
Y si no… El cálido susurro del verano
Semeja una fiesta bajo mi ventana.
Hace tiempo ya lo había presentido:
Este diáfano día y esta casa vacía”.


Un “diáfano día”, una “casa vacía”: sin duda, la imaginaria pureza que traería el exterminio total de la memoria. Pero, puesto que la identidad del yo es obra de un relato, y el relato una reunión de los recuerdos, ¿“matar la memoria” para recuperar la ligereza que permita “aprender de nuevo a vivir” no equivaldría a la aniquilación del yo? Sería, entonces, una operación comparable a la alteración de las facciones de la cara en un quirófano. ¿Quién puede ser uno si no ha de ser el quién de un camino? A la vez, cruelmente, ¿cómo seguir siendo un quién si ese camino calcina y socava?

Ajmátova: “en Rusia los únicos que tienen paz son los difuntos”

Asimismo, la única forma de combatir la memoria es combatir el corazón, acallar la sensibilidad que permitiría la formación de nuevos recuerdos (re-cordis): “procurar que mi alma se vuelva de piedra”. Por consiguiente, enterrar el yo exigiría enterrar la propia humanidad.
Paul Celan, Primo Levi y tantos difícilmente soportaron el haber sobrevivido a los campos de concentración nazis. El suicidio fue en ellos una decisión comparable a la de los versos de Ajmátova. Si somos humanos en tanto que somos conciencia y pensamiento, y no hay en la cabeza, aún dormidos, otra visión que la del helado apocalipsis de los barracones de Auschwitz, cómo seguir viviendo si no es procurando la imperturbabilidad interior, cuya perfección no podría ser otra que la muerte. Terriblemente.


Retrato de A. Ajmátova por Olga Della Voz Kardovskaya.

La reflexión sobre su condición llevó a Anna Ajmátova a ver en el episodio bíblico de la mujer de Lot otros significados que no tenían que ver necesariamente con la exégesis corriente. Escribe en otro de sus poemas:

“Y el justo seguía al enviado de Dios,
Inmenso y claro, por la negra montaña.
Pero la angustia le hablaba en voz alta a su esposa:
Aún no es tarde, aún puedes mirar
Las torres rojas de tu natal Sodoma,
La plaza donde cantabas en el patio, donde hilabas,
Las vacías ventanas de la alta casa,
Donde a tu querido esposo le pariste hijos.
Lanzó una mirada, y paralizada por un dolor mortal,
Sus ojos ya no pudieron mirar más;
Y se convirtió su cuerpo en sal transparente,
Y sus veloces piernas se soldaron al suelo.

¿Quién llorará a esta mujer?
¿No parece ser la menor de las pérdidas?
Solo mi corazón no olvidará jamás
La que cambió su vida por una sola mirada”.

Qué ve al dar la vuelta la mujer de Lot: los espacios de sus días inseparables de su itinerario biográfico. “Yo soy el espacio donde estoy”, decía el poeta Noël Arnaud. La vida sucede entre relaciones personales sobre el mundo, por tanto en ciertos escenarios, circundada de objetos y acompañada de sensaciones particulares, la suma de todo lo cual se condensa como una extensión del cuerpo.
En el cuento “Los eucaliptos”, Julio Ramón Ribeyro narra la tala repentina e inmisericorde de una arboleda que confería personalidad al barrio de su niñez y adolescencia, a cuya sombra había celebrado sus holganzas, rutinas y primeros amores. “Fue una verdadera carnicería”, la amputación de una parte de su ser.

Yo soy el espacio donde estoy”, decía el poeta Noël Arnaud

“Nuestros ojos tardaron mucho en acostumbrarse a ese nuevo pedazo de cielo descubierto, a esa larga pared blanca que orillaba la calle como una pared de cementerio. Nuevos niños vinieron y armaron sus juegos en la calle triste. Ellos eran felices porque lo ignoraban todo. No podían comprender por qué nosotros, a veces, en la puerta de la casa, encendíamos un cigarrillo y quedábamos mirando el aire, pensativos”.
La rara felicidad del olvido: “un diáfano día, una casa vacía”, como diría Ajmátova.
La mujer de Lot observa la deflagración de Sodoma no por curiosidad. No ve un espectáculo. Por el contrario, recoge con su mirada los restos de sí misma, asiste a su propia inmolación. La que avanza por la ladera del monte es otra persona, un ser severamente diezmado, un fantasma. El ángel que habló a Lot no habló tanto del castigo que la desobediencia provocaría, sino de las consecuencias que tendría el acto de mirar: “si alguien de los tuyos mira atrás, no lo podrá soportar y sentirá volverse de piedra”.



Ajmátova alude dramáticamente a la dificultad de vivir y seguir caminando hacia adelante. En Sobre la historia natural de la destrucción, el escritor Winfrid Georg Sebald trata sobre el llamado “milagro económico” por el que la Alemania derrotada y en ruinas de la Segunda Guerra Mundial alcanzó una insólita velocidad de recuperación gracias al empeño de mirar ansiosamente hacia el futuro por medio del trabajo denodado y la ocupación sin tregua de los brazos que ahorraría la parálisis del mirar atrás, hacia la doble tragedia de la culpa colectiva del holocausto judío y la destrucción de muchas ciudades bajo el fuego indiscriminado e infernal de la aviación aliada, deplorable e inútil como las bombas de Hiroshima y Nagasaki.

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