Anna Ajmátova: memoria, dolor e identidad / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Las pinturas y fotografías que le han hecho y los versos que le han
dedicado constituyen todo un género. Hasta un planeta, descubierto por una
astrónoma soviética, lleva su nombre. Su obra, sin embargo, testimonia la difícil
sobrevivencia al conflicto entre la necesidad de existir y el peso de una
memoria desdichada. Como decía Kierkegaard, uno solo se comprende mirando hacia
el pasado, pero solo vive mirando hacia adelante. Anna Ajmátova (1889-1966)
encarnó el cruel dilema de tener que ser alguien destruyendo las huellas del
pasado o, por el contrario, exponerse a un suplicio insoportable.
Bajo el régimen de
Stalin, la Unión Soviética comunista expulsó y acusó de traición a Anna
Ajmátova. La infancia de esta escritora rusa ya había sido infeliz por culpa de
la separación de sus padres y el rechazo de su vocación literaria por parte de
su progenitor. Su primer marido fue fusilado a órdenes del gobierno, su hijo
llevado a prisión y deportado a Siberia, y su segundo esposo murió en un campo
de concentración. En algún momento Ajmátova declaró: “en Rusia los únicos que
tienen paz son los difuntos”.
Sus amigos –cuenta Irene Vallejo en El infinito en un junco– “iban
memorizando los poemas de su desgarrador libro Réquiem a medida que los escribía, para preservarlos de cualquier
desgracia que pudiera ocurrirle a la autora”.
En el poema “La
sentencia” (1939), escribe Ajmátova:
“Y cayó la palabra de
piedra
Sobre mi pecho, aún con
vida.
No es nada, siempre supe
que así sería,
Sabré enfrentarlo de la
mejor manera.
Son muchas las cosas que
aún debo hacer:
Acabar de matar la
memoria,
Procurar que mi alma se
vuelva de piedra,
Y aprender de nuevo a
vivir.
Y si no… El cálido
susurro del verano
Semeja una fiesta bajo mi
ventana.
Hace tiempo ya lo había
presentido:
Este diáfano día y esta
casa vacía”.
Un “diáfano día”, una
“casa vacía”: sin duda, la imaginaria pureza que traería el exterminio total de
la memoria. Pero, puesto que la identidad del yo es obra de un relato, y el
relato una reunión de los recuerdos, ¿“matar la memoria” para recuperar la
ligereza que permita “aprender de nuevo a vivir” no equivaldría a la
aniquilación del yo? Sería, entonces, una operación comparable a la alteración
de las facciones de la cara en un quirófano. ¿Quién puede ser uno si no ha de
ser el quién de un camino? A la vez,
cruelmente, ¿cómo seguir siendo un quién
si ese camino calcina y socava?
Ajmátova: “en Rusia los únicos que tienen paz son los difuntos”
Ajmátova: “en Rusia los únicos que tienen paz son los difuntos”
Asimismo, la única forma
de combatir la memoria es combatir el corazón, acallar la sensibilidad que
permitiría la formación de nuevos recuerdos (re-cordis): “procurar que mi alma se vuelva de piedra”. Por
consiguiente, enterrar el yo exigiría enterrar la propia humanidad.
Paul Celan, Primo Levi y
tantos difícilmente soportaron el haber sobrevivido a los campos de
concentración nazis. El suicidio fue en ellos una decisión comparable a la de
los versos de Ajmátova. Si somos humanos en tanto que somos conciencia y
pensamiento, y no hay en la cabeza, aún dormidos, otra visión que la del helado
apocalipsis de los barracones de Auschwitz, cómo seguir viviendo si no es
procurando la imperturbabilidad interior, cuya perfección no podría ser otra
que la muerte. Terriblemente.
![]() |
Retrato de A. Ajmátova por Olga Della Voz Kardovskaya. |
La reflexión sobre su
condición llevó a Anna Ajmátova a ver en el episodio bíblico de la mujer de Lot
otros significados que no tenían que ver necesariamente con la exégesis
corriente. Escribe en otro de sus poemas:
“Y el justo seguía al
enviado de Dios,
Inmenso y claro, por la
negra montaña.
Pero la angustia le
hablaba en voz alta a su esposa:
Aún no es tarde, aún
puedes mirar
Las torres rojas de tu
natal Sodoma,
La plaza donde cantabas
en el patio, donde hilabas,
Las vacías ventanas de la
alta casa,
Donde a tu querido esposo
le pariste hijos.
Lanzó una mirada, y
paralizada por un dolor mortal,
Sus ojos ya no pudieron
mirar más;
Y se convirtió su cuerpo
en sal transparente,
Y sus veloces piernas se
soldaron al suelo.
¿Quién llorará a esta
mujer?
¿No parece ser la menor
de las pérdidas?
Solo mi corazón no
olvidará jamás
La que cambió su vida por
una sola mirada”.
Qué ve al dar la vuelta la
mujer de Lot: los espacios de sus días inseparables de su itinerario biográfico.
“Yo soy el espacio donde estoy”, decía el poeta
Noël Arnaud. La vida sucede entre relaciones personales sobre el mundo, por
tanto en ciertos escenarios, circundada de objetos y acompañada de sensaciones
particulares, la suma de todo lo cual se condensa como una extensión del cuerpo.
En el cuento
“Los eucaliptos”, Julio Ramón Ribeyro narra la tala repentina e inmisericorde
de una arboleda que confería personalidad al barrio de su niñez y adolescencia,
a cuya sombra había celebrado sus holganzas, rutinas y primeros amores. “Fue
una verdadera carnicería”, la amputación de una parte de su ser.
Yo soy el espacio donde estoy”, decía el poeta Noël Arnaud
Yo soy el espacio donde estoy”, decía el poeta Noël Arnaud
“Nuestros ojos
tardaron mucho en acostumbrarse a ese nuevo pedazo de cielo descubierto, a esa
larga pared blanca que orillaba la calle como una pared de cementerio. Nuevos
niños vinieron y armaron sus juegos en la calle triste. Ellos eran felices
porque lo ignoraban todo. No podían comprender por qué nosotros, a veces, en la
puerta de la casa, encendíamos un cigarrillo y quedábamos mirando el aire,
pensativos”.
La rara felicidad del
olvido: “un diáfano día, una casa vacía”, como diría Ajmátova.
La mujer de Lot observa
la deflagración de Sodoma no por curiosidad. No ve un espectáculo. Por el
contrario, recoge con su mirada los restos de sí misma, asiste a su propia
inmolación. La que avanza por la ladera del monte es otra persona, un ser
severamente diezmado, un fantasma. El ángel que habló a Lot no habló tanto del
castigo que la desobediencia provocaría, sino de las consecuencias que tendría
el acto de mirar: “si alguien de los tuyos mira atrás, no lo podrá soportar y
sentirá volverse de piedra”.
Ajmátova alude
dramáticamente a la dificultad de vivir y seguir caminando hacia adelante. En Sobre la historia natural de la destrucción,
el escritor Winfrid Georg Sebald trata sobre el llamado “milagro económico” por
el que la Alemania derrotada y en ruinas de la Segunda Guerra Mundial alcanzó
una insólita velocidad de recuperación gracias al empeño de mirar ansiosamente
hacia el futuro por medio del trabajo denodado y la ocupación sin tregua de los
brazos que ahorraría la parálisis del mirar atrás, hacia la doble tragedia de
la culpa colectiva del holocausto judío y la destrucción de muchas ciudades
bajo el fuego indiscriminado e infernal de la aviación aliada, deplorable e
inútil como las bombas de Hiroshima y Nagasaki.
hermoso, lo ame
ResponderBorrar