Mis hijos y la muerte / Víctor H. Palacios Cruz

 




 

“Los niños son inmortales,

pues nada saben de la muerte”

Friedrich Hölderlin,

Hiperión o el Eremita en Grecia.

 

* Las imágenes que acompañan esta publicación pertenecen a la película El viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki (2001).

 

Todas las mañanas, por la amplia ventana de nuestra sala, veíamos destacar sobre el oculto patio de una casa vecina un papayo alto que, justo entonces, mostraba sus floraciones más tupidas y nos regalaba el verdor de su madurez espléndida. “Miren, chicos”, les decía a mis dos hijos de 5 y 3 años, “poquito a poquito esas flores pequeñitas se irán convirtiendo en papayas amarillas, grandes y sabrosas”. Mientras veía sus gestos de asombro, caía en la cuenta de que nunca íbamos a probar un bocado de esa cosecha: ese árbol no nos pertenecía y, por más grandes que llegaran a ser sus frutos, no estarían nunca al alcance de nuestras manos ni de nada que las pudiese alargar.

Otra tarde cayó una lluvia copiosa. Mis hijos pidieron bajar para recibir las gotas sobre sus manos y sus cabezas. “¡Vamos!”, dije con entusiasmo. Al volver a entrar en nuestro edificio hablamos. “Chicos, ¿por qué es bueno que caiga una lluvia?” “¡Porque las plantas crecerán y tendrán más flores y más polen para las abejas que hacen miel y, también, habrá más pasto y las vacas comerán más y tendremos más quesos para comer!”, dijo Benjamín.

Lo que anhelaba en el alma no era que repitieran explicaciones y leyes de causa-efecto, sino que sintieran en su corazón que en el universo nada existe a solas. Que la abeja no es solo la abeja ni la vaca solo la vaca. Que ninguna persona es únicamente ella sola, que la Tierra no existiría sin el conjunto de las estrellas y hasta la vida más diminuta e imperceptible ayuda a la nuestra sobre este bendito planeta nuestro ahora enfermo.



Pero, claro, los niños escuchan, pero no necesariamente hacen copias exactas de lo que registran sus sentidos. De hecho, cuando ascendíamos, junto a mi esposa, por una montaña de nuestra amada sierra piurana, siguiendo una escalinata que llevaba a la blanca efigie de un enorme Cristo Redentor, Patricio, el menor de los dos, vio a lo lejos una vaca que pastaba y empezó a gritar riéndose: “¡Vacaaa! ¡Ven para que me des leche!” Del mismo modo que al día siguiente, en otra caminata rumbo a una bella quebrada, al ver un ave de corral picoteando sobre la tierra mojada exclamó con todas sus fuerzas: “¡Gallinaaa! ¡Ven para que me des huevos!”

Tiempo después, de vuelta a casa, vimos sobre el piso del comedor una mancha pequeña y redonda. Era el sucio cadáver de una abeja, curvada como una pelotita y despojada de su aguijón. La miramos con detenimiento, en seguida la tomé con el mayor cuidado con mis manos y les dije a los chicos que debíamos celebrar todo lo que ese insecto había volado por el parque y agradecer la miel que seguramente había dado a otros niños.

Recuerdo ahora que una vez, cerca de medianoche, hace algunos meses, Benjamín se despertó llorando. Había tenido una pesadilla y yo le hablaba, pero él insistía en llamar a mamá. Ella acudió rápidamente y Benjamín le preguntó acongojado “¿Mamá, te vas a morir mañana?” Cristina le dijo que no se iba a morir mañana ni pasado mañana, que solo había sido un sueño, mientras lo cubría con el consuelo de sus besos y abrazos.



Otra mañana Benjamín me habló con un rostro más sereno: “Papá, cuando yo tenga ocho años tú ya no existirás”. Y semanas después, de pronto me dijo ahora sonriente, “Papá, cuando yo tenga ocho años, tú todavía seguirás existiendo”. Su idea del tiempo se iba corrigiendo con el paso de los días, pero él ya entendía que una punta afilada y oculta, que crecía desde el fondo, en algún momento iba a irrumpir sobre la superficie de la vida. Otra tarde, mientras caminábamos con su hermanito, vio una hermosa camioneta de doble tracción y dijo: "Papá, cuando tú seas viejito, yo voy a trabajar para comprar una camioneta igualita a ésta, y voy a aprender a manejar y te voy a llevar de paseo".

Entre tanto, Patricio, que acaba de cumplir cuatro años, ve hace poco sobre un libro la fotografía de un grupo de rock cuya música le encanta y toca con su guitarra de juguete, en el centro de un estrado imaginario sacando la lengua con una mirada desafiante y graciosa al mismo tiempo. Entonces me pregunta: “Papá, ¿los muchachos de Kiss todavía siguen existiendo?” Le respondo que sí, pero que ya están mayores.

Verdades que, sumando todo, ya deben hallarse entretejidas en la trama de sus aprendizajes sobre barcos, máquinas, ballenas y meteoritos, formando esa inasible red situada a innumerables metros de profundidad de la que solo vemos, de tanto en tanto, las señales de una frase o un pensamiento inesperados.

Así una mañana muy temprano, cuando me encontraba en la cocina preparando mi desayuno antes de ir al trabajo, de repente apareció Patricio recién levantado, despeinado y contento. Había pasado la noche abrazado a un carrito al que le había cogido cariño. “Papá, este carrito no se lo puedo prestar a otro niño. Pero cuando sea grande se lo regalaré a mi hijito. Y ahí ya voy a poder tomar café”, me dijo.



Pasado un tiempo, hace unos días comprobamos por la ventana de la sala que el papayo vecino empezaba a perder sus hojas y sus ramas, y que todo el verde que hace poco brillaba se apagaba y desteñía velozmente. Ya solo queda, como el centro de una plaza antigua en ruinas, el obelisco corroído de su tronco reseco y mustio que, en cualquier momento, se vendrá abajo deshaciéndose en partículas de polvo, ruido y cáscaras. “¡Gracias, papayito, por todas tus flores y por todos tus frutos! ¡Gracias, papayito, siempre te recordaremos!”, gritamos juntos mis hijitos y yo asomándonos por la ventana.

Ahora es que viene a mi memoria, finalmente, cierta mañana en que caminaba con ellos por la vereda de una larga avenida rumbo al Paseo de la Familia. En algún momento vimos pasar una blanca carroza fúnebre flanqueada por vistosos arreglos florales. Al ver a mis pequeños siguiendo con la mirada ese vehículo, creí que no debía esconder lo que estaban viendo: “Esas flores son para una persona que ha muerto, chicos. Es bonito despedir así a alguien a quien se ha querido mucho, ¿verdad?”.

De pronto, en medio del tronar del tráfico sobre la pista, Benjamín me dice con cierta urgencia y energía: “Papá, cuando tú te mueras, ¡yo te llevaré un MILLÓN de flores!”. Lo abracé sentidamente, pero no tuve tiempo para llorar. Debía cuidarlos y seguir caminando. Miré a lo lejos y los tomé de la mano a los dos al mismo tiempo. Uno a cada lado, fuertemente.

 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

La amistad según Michel de Montaigne (1533-1592) / Por: Víctor H. Palacios Cruz

¿Por qué lloramos cuando vemos las fotos de nuestros hijos más pequeños? / Víctor H. Palacios Cruz

Una pequeña historia de Navidad (de Eduardo Galeano)

Carta de despedida a mis alumnos / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Escribir con los pies: las relaciones entre el caminar y el pensar / Víctor H. Palacios Cruz

¿Cuánto nos representa a todos “El hombre de Vitruvio”? Discusiones y reflexiones en torno al célebre dibujo de Da Vinci / Por: Víctor H. Palacios Cruz