Mario Vargas Llosa no ha muerto en realidad (Piura en su vida y su obra) / Víctor H. Palacios Cruz

 


La súbita partida de un escritor que, por la enormidad de su producción, nos parecía gigante e inmortal, nos sume en una ruidosa soledad. Ocurre que, con los grandes pensadores y artistas que nos han iluminado la vida, entablamos una relación que nos autoriza a verlos como hermanos, como padres y como amigos también. Como una parte de nosotros. Por tanto, como alguien que no puede haber muerto en realidad. Pienso que tendría que morirse el último de los lectores y aun el último ejemplar de la especie humana, para que realmente hombres como el autor de La casa verde se extingan de verdad.

Sin embargo, ahora lamentamos no haberle agradecido todo lo que nos ha dado mientras podía vernos y escucharnos. Pero luego del silencio triste, queda la celebración. La verdad de que existió y de que es para siempre indudable la existencia de sus libros. Nos queda el resto de la vida para agradecer su legado no con homenajes y fastos sociales, sino con el más poderoso de todos los actos culturales: la lectura, personal y colectiva. La lectura de sus libros diversos que tienen las infinitas páginas de que están hechas todas las obras maestras.

Reproduzco aquí un viejo artículo que escribí poco antes de publicar mi libro “Piura en Mario Vargas Llosa y su obra” (Piura, Caramanduca, 2010).


 

En la memoria común de los peruanos, la ciudad de Piura dentro de la obra del peruano más universal de estos tiempos, suele asociarse a la novela La casa verde, inspirada en el mito de un local de citas que era a la vez picantería y salón de baile, y en la aguerrida bohemia del barrio de la Mangachería. Sin embargo, la presencia piurana no se limita a estos escenarios y a este relato. Diseminada en cuentos, artículos, memorias, piezas teatrales y otras novelas, ella asoma a través de paisajes o protagonistas y actúa como una evocación oculta que nutre de continuo las ficciones del autor. Piura está muy unida a la literatura de Vargas Llosa, no sólo a su biografía.

En Lituma en los Andes, el personaje principal recuerda “una cálida noche piurana con estrellas, valses y olor a cabras y algarrobos”. Solitario en unos Andes inhóspitos, acosado por un miedo atroz, “sintió otro ramalazo de nostalgia por la remota Piura, por su clima candente, sus gentes extrovertidas que no sabían guardar secretos, sus desiertos y montañas sin apus ni pishtacos, una tierra que, desde que lo habían mudado a estas alturas encrespadas, vivía en su memoria como un paraíso perdido”. De alguna manera, la nostalgia de Lituma es también la del escritor: “Esos arenales que rodean Piura –dice en El pez en el agua–, con sus médanos movedizos, sus manchones de algarrobos y sus hatos de cabras, y los espejismos y fuentes que se divisan en él, en las tardes, cuando la bola rojiza del sol en el horizonte tiñe las blancas y doradas arenas con una luz sangrienta, es un paisaje que siempre me emocionó, que nunca me he cansado de mirar. Contemplándolo, mi imaginación se desbocaba. Era el escenario ideal para hazañas épicas, de jinetes y de aventureros, de príncipes que rescataban a las doncellas prisioneras o de valientes que se batían como leones hasta derrotar a los malvados”.

En otro pasaje de estas memorias, el novelista se dirige al espejo y atisba en su mirada un trozo de camino de vuelta hacia el pasado: “Sumando las dos veces que viví en Piura, no hacen dos años y, sin embargo, ese lugar está más presente en lo que llevo escrito que cualquier otro del mundo. El hecho es que, aunque desde aquellos días finales de 1952 nunca volví a vivir en Piura, de alguna manera seguí siempre en ella, llevándola conmigo por el mundo, oyendo a los piuranos hablar de esa manera tan cantarina y fatigada, con sus «guas», sus «churres», y sus superlativos de superlativos, «lindisisísima», «carisisísima», «borrachisísimo»”.



En “Historia secreta de una novela”, de 1971, a propósito de La casa verde, rememora su primer arribo a Piura en 1945: Aquel año, “cuando era un mocoso de nueve años, fue decisivo para mí. Las cosas que hice, la gente que conocí, las calles y las plazuelas y las iglesias y el río y las dunas donde mis compañeros del Colegio Salesiano y yo íbamos a jugar, quedaron grabados con fuego en mi memoria. Creo que ningún otro período, antes o después, me ha marcado tan fuerte como esos meses en Piura. ¿Cuál fue la razón? ¿Por qué recuerdo ese año con tanta nitidez, con esa maniática riqueza de detalles?” En nuestra Plaza de Armas tuvo lugar un suceso dramático en la vida del pequeño Mario: saber que su padre no había muerto como creía y aun había vuelto para llevárselo de Piura. También aquí, en las ralas aguas del cauce del río, oyó de boca de unos amigos el verdadero modo cómo los humanos veníamos al mundo. Un “terremoto emocional” para él, que se había imaginado llevado por los aires bajo las albas plumas de una esbelta cigüeña. “Como hice el rudo descubrimiento en Piura –añade–, quizá todos los hechos relacionados en el espacio y en el tiempo con ese suceso capital se instalaron por contagio con la misma tenacidad que él en mi memoria”.

            Su segundo período piurano le dejó, en cambio, una huella más propicia: “Si de los cincuenta y cinco que he vivido –dice en los años noventa–, me permitieran revivir un año, escogería el que pasé en Piura, en casa del tío Lucho y la tía Olga, estudiando el quinto año de secundaria en el colegio San Miguel y trabajando en La Industria. Todas las cosas que me pasaron allí, entre abril y diciembre de 1952, me tuvieron en un estado de entusiasmo intelectual y vital que siempre he recordado con nostalgia”. Recuerda con afecto a sus maestros (Néstor Martos, Robles Rázuri) y la forma cómo la visión de la pobreza despertó su sensibilidad política. Tuve “un sentimiento muy vivo de que aquella injusticia debía cambiar”.

Cincuenta años después, en diciembre de 2002, el escritor consignó los sentimientos de su retorno: “En los días que acabo de pasar en Piura, pese a la afabilidad abrumadora de la gente, estuve a menudo sobresaltado, con la dolida sensación de que me habían robado mis recuerdos, desvanecido hitos cruciales de mi memoria. Ésta ha sido más fiel a Piura que a ninguna otra ciudad donde he vivido. Sólo pasé dos años en ella y, sin embargo, esos dos breves períodos me han amueblado la cabeza de recuerdos imperecederos, de iniciativas formidables para escribir e inventar historias, algunas de las cuales me rondan todavía”.

Dice Sabato que envejecer es irse rodeando progresivamente de ausencias. Y así como para Proust la memoria de los lugares es inseparable de unas cualidades sensibles, para Vargas Llosa, tanto como para el sargento Lituma, Piura es asimismo un olor inconfundible: “¿Y los rebaños de cabras dónde están, dónde se fueron? Antes no sólo cruzaban y descruzaban el desierto y se aglomeraban alrededor de los algarrobos para disputarse las vainas que se desprendían de sus ramas. También se las veía con frecuencia en la ciudad, atravesando las calles, ruidosas y gregarias, con sus ojos despiertos y a paso de intranquilidad. Ahora no vi ni una, ni en la ciudad, ni en las barriadas, ni en los descampados de la periferia, ni en las afueras de Sullana, donde, en cambio, me di con dos enormes iguanas prehistóricas, abrasándose dichosas con el fuego de sol, y un par de lechuzas despectivas. Por fin, en las cercanías de Poechos, en una curva del polvoriento camino, asustadas, atolondradas, aparecieron media docena de cabritas en medio de la carretera, como extraviadas y desamparadas en un mundo que ya no es el de ellas, ni el mío, sobrevivientes de un mundo que definitivamente se nos fue.”



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