Julio Ramón Ribeyro y las ventanas. Insumos para un pensamiento arquitectónico-literario / Víctor H. Palacios Cruz


 

 

Fue por culpa de una “ventana” que me acerqué a la arquitectura y experimenté, de pronto, el placer de descubrir que siempre se trataría de un “acercamiento” y nunca, por fortuna, de una llegada definitiva. El camino prosigue y, con el paso de los años, de las lecturas y de los cafés, esta preciosa disciplina no cesa de extenderse ante mis ojos y conforme más se aleja de mi vista –porque cada día creo ver siempre un poco más– más se instala dentro de mí.

Como decía Marcel Proust, “nadie sabe mejor el valor de un vestido que la muchacha humilde que no se lo puede pagar”. Ahora mismo, la arquitectura es la prenda dorada que no me puedo permitir, pues otras aventuras emprendidas con antelación, y de cantos igualmente seductores, absorben mis horas y mis medios. Soy pues esa persona “condenada” a la felicidad de tener cada mañana algo pendiente, ese algo "más" que da a la estrechez de cada día precisamente eso: una ventana. Una abertura, diría el poeta Rilke, “al anchuroso mar de la existencia”.

Hace muchos años sucedió que yo quería publicar un libro que reuniera mis artículos dispersos sobre los temas más variados y había elegido, con exceso romántico sin duda, el título de “La lluvia en la ventana”. Fue entonces que acudí –y mi memoria fotográfica del momento resulta inmune al color sepia y al rondar de las polillas– al primero de todos mis amigos arquitectos, Raúl Gálvez Tirado, andaluz residente en Perú y fundador y miembro de Angas Kipa, un estudio arquitectónico lambayecano merecidamente lleno de encargos, de talento, de logros y de una abundancia de futuro.



Raúl me recomendó, aquella vez en el noveno piso de un edificio, ciertas lecturas con nombres, títulos y otros detalles, pero lo más generoso que me dio en realidad fue su paciencia benedictina para soportar mi explicación –seguramente larga como todas mis explicaciones, perdónenme– sobre por qué se me había ocurrido que debía documentarme sobre el uso y los significados de la ventana según la mirada de la arquitectura profesional.

Hasta ese instante, este elemento de la construcción era para mí solo el vano circular o de ángulos rectos que representaba el suave e insistente llamado que me hacía el mundo a fin de no dejar de sentirlo, aunque me encontrara encerrado y dichosamente envuelto en mis lecturas y mis ratos dedicados a juntar palabras. Pero, en lugar de “mundo”, yo elegí la “lluvia”, porque mucho más que el sol que, para mí que soy oriundo de una ciudad ferozmente soleada y calurosa (Piura, al norte del Perú), es la lluvia la que, como en la verdísima sierra donde he vivido lo más asombrosamente feliz de mi infancia y adolescencia, más persuasivamente me llama pues, en lugar de cegarme y separarme de todo como hace el sol, ella parece por el contrario hablarme primero tímidamente hasta que, al poco rato, escucho al fin su voz suave, multitudinaria y universal. Eso sí, cuando se ha dado cuenta de mi indiferencia o mi sordera, entonces no duda y levanta la voz y carraspea dejando oír sus truenos retumbantes.

Al fin, cuando miro a través de la ventana, la lluvia –como a otros el mar o las estrellas– parece decirme que, tenga lo que tenga entre mis manos, sume lo que sume en mi cabeza, la vida verdadera, el mundo que se toca y existe y, también, las personas infinitamente más reales que las ideas resuenan allá afuera, adonde hay que volver y, sobre todo, adonde no hay que dejar de volver.



Es, por tanto, en gran medida a la lluvia y, por ello, a la ventana a lo que debo el firme deseo de no quedarme para siempre dentro de la confortable cárcel de la mente, en ese reino de la razón que renuncia a los sentidos y al testimonio del prójimo, con sus atrayentes fantasías, sus ilimitadas justificaciones y sus deslizamientos dogmáticos.

Aquel libro que se iba a titular así, nunca vio la luz. No tuvo ventana ni puerta por donde acceder al tangible ámbito de lo existente. Pero los días discurren siempre hacia adelante y ahora que escribo otro (que espero que tenga mejor suerte) dedicado a la dimensión filosófica en la obra literaria de Julio Ramón Ribeyro, la reunión de algunas citas de este para mí inagotable escritor peruano sobre su relación con la ventana me lleva, primero, al recuerdo de ese primer interés, de ese primer amor con la ventana y, segundo, al breve y sencillo deseo de publicarlas en este lugar, al que seguramente los lectores se asomarán a través de esa otra contradictoria y pequeña ventana hecha de un cristal que no se abre de par en par, como las ventanas de verdad.

Como le ocurre a todo proyecto de escritura, la ejecución de la tarea no hace más que ensanchar lo planificado, al punto que he tenido que decidir –con la crisis consiguiente– renunciar a ciertos temas y desarrollos con la intención de, al menos, tratar debidamente, con detenimiento y cuidado, lo que finalmente incluirá el primero de mis libros dedicados al filósofo latente que creo poder ver en el autor de La palabra del mudo.

De modo que, como “el bien es difusivo”, según los teólogos medievales, consideré justo agradecer a mis amigos arquitectos por medio de esta juntura de textos sobre uno de los numerosos asuntos de interés arquitectónico y urbanístico que los cuentos, novelas y otros textos del autor de La palabra del mudo abordan o mencionan de manera francamente irresistible. Otro día habrá que reunir sus citas sobre azoteas, arboledas, casas, parques, malecones, vistas del mar, habitaciones de hotel, límites distritales y transformaciones urbanas, los objetos y la ropa en relación con los espacios, etc. Otro día.


 

Ribeyro y las ventanas: citas

 

Diario madrileño de 1955:

“Es imposible resolver los misterios de mi destino asomado al patio de una casa de vecindad. De los cordeles cuelgan pijamas, camisetas, calcetines, intimidades femeninas. Al fondo los gatos se alborotan cada vez que lanzo un salivazo. Asciende un olor a cocina. Por las ventanas abiertas veo circular hombres en tirantes, viejas que trabajan infatigablemente. Arriba un cuadrilátero de cielo oscuro donde no brilla una estrella. Rumor de voces. Preparativos para el sueño. La noche crece sordamente como la marea de un mar invisible” (2003, 65).

 

Cuento “Los españoles” (1959):

“He vivido en cuartos grandes y pequeños, lujosos y miserables, pero si he buscado siempre algo en una habitación, algo más importante que una buena cama o un sillón confortable, ha sido una ventana a la calle. El más sórdido reducto me pareció llevadero si tenía una ventana por donde mirar a la calle. La ventana, en muchísimos casos, reemplazó para mí al amigo lejano, a la novia perdida, al libro cambiado por un plato de lentejas. A través de la ventana llegué al corazón de los hombres y pude comprender las consejas de la ciudad” (2009, 427).

 

Diarios de 1960:

“Una ciudad (París) de extraños y yo el más extraño de todos. Vano intento de dormir en mi cuarto sin ventana a la calle” (2003, 219).

 

Diarios de 1973:

Recién operado, “me hago traer un carnet al hospital con la intención de escribir, pero termino por no hacerlo. Para escribir yo necesito mi marco habitual –cigarrillos, vino, un sillón cómodo, a veces música, una ventana a la calle–. De otro modo me es imposible hacerlo. Se diría que las ideas no brotan de mí espontáneamente, por una operación subterránea de mi espíritu, sino que son extraídas de mi contorno por un fenómeno de ósmosis. Además de todo esto, es casi indecente escribir en un hospital. Todo es tan terrible y al mismo tiempo tan banal. Un vecino que se muere, una comida que nos llega fría. Todo se da en el mismo nivel” (2003, 383).

 

Prosas apátridas:

“La vida se nos da y se nos quita, pero hay momentos en que la merecemos, quiero decir que depende de nosotros que continúe o que cese. Y esto lo digo al recordar aquella noche atroz en el hospital, en la cual lloraba desamparado sintiéndome perdido y sin ningún socorro posible [...] De pronto vi por la ventana que comenzaba a amanecer y escuché muy tenuemente el canto de los pájaros. Se acercaba la primavera. Sabía que en el hospital había un claustro arbolado e imaginé que las primeras hojas estaban por brotar. Y fue una hoja la que me retuvo. Quería verla. No podía morirme sin abandonar ese cuarto y retornar aunque fuera de paso a la naturaleza. Ver esa hoja verde recortada contra el cielo. ¿Por qué absurdo raciocinio pensaba que mi vida dependía de ver esa hoja verde? Y me esforcé: resistí, luché porque llegara el día y me permitieran contemplar por la ventana el patio. Me bajaron en camilla por el ascensor. Y al llegar al claustro vi los árboles implacablemente pelados, pero en la rama de uno de ellos había brotado una hoja. Pequeñísima, traslúcida, recortada contra el cielo, milagrosa hoja verde” (2014, 141, 108-109).


Prosas apátridas:

"Esas viejas casas de París, en barrios descuidados y olvidados, sus altas fachadas grises, sus portones sucios, sus muros descascarados, sus escaleras sombrías. Uno imagina que no pueden cobijar más que la soledad, la vergüenza, la desesperación y la muerte. Y de pronto se abren de par en par los postigos de una ventana y asoma sonriente, abrazada, una pareja de jóvenes amantes" (2014, 167, 125).

 

Dichos de Luder: “–Hay que estar muy atentos –dice Luder–, hay que estar día y noche atentísimos para descubrir la ventana por la cual podemos despegar intrépidamente hacia lo desconocido” (2018, 52).

 

 

Colofón

 

Un fragmento de la biografía de Julio Ramón Ribeyro escrita por Jorge Coaguila, “Ribeyro, una vida”:

Dice Alida Cordero, esposa del escritor: “Cuando Julio Ramón compró el departamento en Lima, compró una ventana para ver Barranco y Lima. No se preocupó de si tenía 20 metros cuadrados, 40, 50 o 100. ¡Compró una ventana!” (2021, 449).

“Le dije a mi esposo: «Julio Ramón, ¿cómo has comprado esto? Podías comprar algo más grande». Y me dijo: «No, es que no has visto la ventana. De la ventana ves todo. Toda la bahía de Lima. Desde Chorrillos hasta La Punta»” (2021, 449).

Añade Alida: “Tenía una fascinación por las ventanas. En todas partes, buscaba vivir en departamentos o casas con ventanas a la calle” (2021, 450).

 

Dice Jorge Coaguila: “Su vecino de piso el cineasta Luis Llosa, primo de Mario Vargas Llosa, declararía el día del entierro del cuentista: «Lo veía siempre mirando el mar, reflexionando»” (2021, 450).


 

 

Bibliografía

Ribeyro, Julio Ramón (2009) La palabra del mudo I y II. Lima: Seix Barral.

Ribeyro, Julio Ramón (2003) La tentación del fracaso. Barcelona: Seix Barral.

Ribeyro, Julio Ramón (2014) Prosas apátridas. Lima: Seix Barral.

Ribeyro, Julio Ramón (2018) Dichos de Luder. Lima: Revuelta.

Coaguila, Jorge (2021) Ribeyro, una vida. Lima: Revuelta.

Comentarios

  1. Querido Víctor, ha sido un verdadero placer encontrarme en el texto insumos para un pensamiento arquitectónico-literario. Me ha emocionado la mención y, sobre todo, la forma en que enlazas la literatura con la arquitectura, mostrando cómo una simple ventana puede convertirse en un umbral de significados. Tu texto es una invitación a mirar con otros ojos, a entender que construir y narrar son actos profundamente entrelazados. Gracias por este diálogo abierto entre disciplinas y por la generosidad de tu escritura. Un abrazo

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  2. Querido Víctor Hugo, tu entrada me llevó de golpe a mis primeros años laborales, cuando empecé a trabajar en un estudio de abogados, un lugar donde el tiempo era absorbido por expedientes voluminosos, consultas, encargos y "deadlines" (qué terrible palabra, ahora que lo pienso). Grandes clientes, grandes casos y, por lo tanto, una demanda desbordante de horas de los abogados. Fue allí donde descubrí, sin darme cuenta al principio, que trabajaba en una oficina sin ventanas.

    No lo noté de inmediato. La luz de los fluorescentes, el resplandor azul de las pantallas y la compañía de mis colegas bastaban para armar una rutina autosuficiente, incluso divertida y retadora. Pero un día, por azares del destino, me asignaron la tarea de administrar un "Data Room" (un cuarto con un archivo documentales físico), en aquellos tiempos en que los "Due Diligence" (auditorías legales) se realizaban entre torres de papel, antes de que todo se digitalizara.

    Esa tarde el trabajo terminó temprano. Llamé para preguntar si debía regresar al estudio, y me dijeron que no era necesario. Salí entonces a la calle y fue en ese instante, en ese preciso segundo, cuando sentí el sol sobre mi cara. No hablo de una puesta de sol suntuosa ni de un crepúsculo poético. Hablo simplemente del sol de la tarde, del sol tibio que aún ilumina la ciudad antes de que caiga la noche. Y me di cuenta de que hacía mucho, demasiado, que no lo veía. Mes y medio, por lo menos. Pero en ese momento sentí que había sido una eternidad. No me explicaba cómo me había podido perder ese "espectáculo" tantas veces.

    Desde ese día, siempre busqué reencontrarme con ese sol, recordar que hay un mundo palpitante allá afuera, un mundo que sigue existiendo más allá de las ocupaciones alimentistas o los requerimientos del sistema. Años después, cuando tuve la oportunidad de cambiar de trabajo, mi única exigencia para cerrar una negociación fue tener una oficina con una ventana a la calle. No pedía vistas panorámicas ni atardeceres privilegiados, solo una ventana, una rendija por donde pudiera asomarme a la existencia.

    Más de una vez me hicieron bromas por aquello, por esa insistencia absurda en la ventana. Pero yo sabía lo que pedía. No estaba dispuesto a seguir aislado, sumiso al automatismo de la aceleración, al vértigo de los días sin cielo. No quería olvidar nunca más que allá afuera la vida sigue, con su luz cambiante, con sus tardes de sol inadvertidas. Quizá con la nostalgia de esa Piura - Costa, o de esa Piura - Sierra. O de esa Piura - Yo. O, mejor dicho, de esa Piura - Nuestra.

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    1. qué hermoso, además de pertinente y testimonial, tu comentario, querido Alejandro. Qué honor para mi blog merecer tus palabras detenidas, minuciosas y reflexivas. De paso, no creo que te sorprenda al decirte que se nota, inobjetable y prometedor, tu estupenda escritura, y diría que deberías animarte, si no lo has hecho ya, a escribir tus propios textos, tu propio blog o, por qué no, tu propio libro de memorias, por ej. Por lo demás, tu relato tienen inequívocas resonancias platónicas y más precisamente mitológico-cavernarias. Asimismo, me recuerda un tema que ahora traro en mis clases y que, en el tiempo en que coincidimos en las aulas en Piura, no contemplaba: la comprensión del cuerpo. En efecto, es un atentado contra la dignidad humana la existencia de un reducto cegado al exterior como el que mencionas y que, con todo derecho, decidiste evitar en adelante. Sencillamente no es solo el alma, sino un conjunto de condiciones específicas y singulares de nuestra humanidad física la que impone una serie de necesidades que no son únicamente de confortabilidad material, sino incluso de dinámica, bienestar, salud mental y conexión con el entorno. Y hasta sentido de la realidad. Hay más para contar, pero que sea solo un comienzo en este diálogo sensacional

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