El uso del “intermedio” en las películas y la experiencia de ver cine, según Ricardo Bedoya W.
Luego de
compartir la lectura del artículo “Visite nuestro bar: el inesperado regreso
del intermedio en el cine”, firmado por Álex Vicente (https://elpais.com/cultura/premios-oscar/2025-02-27/visite-nuestro-bar-el-irresistible-regreso-del-intermedio-en-el-cine.html)
en que hablaba sobre la relativa novedad del uso de la pausa o intermedio en la
proyección de una película extensa –El brutalista, B. Corbet (2024)–, el
crítico de cine e investigador Ricardo Bedoya tuvo la gentileza de compartir
con este blog su opinión e, incluso, sus entrañables recuerdos sobre este tema.
El artículo
de A. Vicente pondera la conveniencia del “intermedio” como una pausa que concede
al espectador la oportunidad de una asimilación más profunda de la película y la
ocasión de formar comunidad con otros en la sala de cine, del mismo modo que proporciona
al director de la película una herramienta narrativa aprovechable.
Ricardo
Bedoya tiene, sin embargo, objeciones muy importantes al respecto, como se lee
a continuación:
Es muy interesante
el artículo, pero creo que pasa por alto algo que me parece que es fundamental
para entender el asunto del intermedio en las películas.
En mi
infancia, algunas de las películas que se proyectaban en Lima tenían un
intermedio. Eran las superproducciones de los años sesenta. Recuerdo que el intermedio
de 2001 Odisea del espacio me
dio tiempo para suspirar profundo y recuperarme de la estupefacción en que me
mantuvo su proyección. Además, la película de Kubrick llegaba con un valor
agregado: sus funciones de estreno, en el cine Roma, eran antecedidas
por un mensaje grabado por Pepe Ludmir, el “hombre del cine” que presentaba el
Oscar y entrevistaba a las estrellas de Hollywood para la televisión en blanco
y negro de aquellos años.
Lo mismo
ocurría con películas como La novicia rebelde (The Sound of Music,
de Robert Wise, 1965) y Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963). La
primera dura casi tres horas y la segunda, cuatro, y las dos tienen el
indispensable intermedio. Incluso las copias que vi hace poco en una plataforma
de streaming conservan esa “interrupción”.
Por cierto,
las películas de esta envergadura llevaban, además de intermedio, una obertura.
Durante tres o cuatro minutos se oía, aún sin imágenes móviles en la pantalla, una
suerte de miscelánea de fragmentos de los motivos musicales incluidos en la
banda sonora.
Pero esas
películas se proyectaban en condiciones distintas a las que vemos hoy en los
multicines. Su forma de exhibición, pero también la recepción del público, era
diferente.
Eran
tiempos en que el cine no terminaba de batallar con la televisión, ese
artefacto doméstico que le había restado espectadores desde que, durante los
años cincuenta, se impuso como presencia obligada en las salas hogareñas. Para
el combate, el cine tuvo que lucir otras galas: amplió el formato de la
pantalla, incrementó los presupuestos de producción, apeló a la
espectacularidad de los “péplums”, es decir, las películas ambientadas en la
antigüedad clásica, o de las recreaciones históricas. Películas-río, bigger than life, que exigían tiempos de
proyección más dilatados y mayor concentración de los espectadores. Y esas
películas, en formidables technicolor y pantallas panorámicas, de
cuantiosa producción y gran espectacularidad, se estrenaban en salas elegidas. En
Lima, por ejemplo, en una sola sala de cine (el Roma, el República, el Diamante
en tiempos en que proyectó el sistema Cinerama).
Eran salas
con grandes pantallas anchas, para destacar las películas en Cinerama o en 70
milímetros (La conquista del Oeste; El fabuloso mundo de los hermanos Grimm,
La más grande historia jamás contada,
Espartaco, Lawrence de Arabia), que podían mantenerse en cartelera durante
un año o más. Ya en los años 70, títulos como Aeropuerto (George Seaton,
1970) o La aventura del Poseidón (Ronald Neame, 1972) estuvieron en
cartel durante muchos meses en el cine República. Ese sistema de estreno
concentrado era llamado road show.
Tiburón (Steven Spielberg, 1975)
fue la película que llegó para cambiar el sistema, porque con ella empieza la
era de los Blockbusters. A diferencia de lo que ocurría antes, títulos
como La guerra de las galaxias, las diversas aventuras de Indiana Jones –o
los superhéroes de Marvel de hoy en día–, deben “consumirse” rápido para dar
lugar al siguiente blockbuster y luego al siguiente. La forma de
recuperar la inversión millonaria es estrenando en centenares de pantallas de
todo el planeta en la misma semana para aprovechar el marketing lanzado
a través de todo tipo de medios.
Lo que
trajo consigo que la arquitectura de las salas de cine cambiara, se
construyeran los multiplexes y que, de manera progresiva, dejara de hablarse de
salas de cine, para contar más bien el número de pantallas ubicadas dentro de
los complejos comerciales.
La experiencia
casi litúrgica de entrar a una sala de cine inmensa, teniendo la impresión de
ir a un lugar especial y acceder al mundo de la ilusión, dejó de existir, al
menos de la manera en que se vivía antes.
Recuerdo que
cuando iba al cine Tacna con mi padre a ver películas como La caída del
imperio romano (Anthony Mann, 1964), imaginaba estar entrando a un universo
alternativo. Los cines Tacna, Central, entre otros, eran inmensos y la pantalla
estaba cubierta por un telón como el de los grandes teatros. Me acuerdo que el Tacna
tenía un telón rojo granate que se iba abriendo cuando ya estaba por empezar la
función y mientras la sala se oscurecía. En ese momento sentías que se cumplía
un pacto con el espectador: a cambio de tu interés y concentración –así la
película durara cuatro horas– recibías una ilusión sin igual. La expectativa
del espectador se ajustaba a las dimensiones del espectáculo: sabías de
antemano que la historia que te irían a narrar era caudalosa y que, a la mitad,
requerías un descanso, una pausa, un intermedio.
Los cines,
por aquellos tiempos, tenían capacidad para 800 y hasta mil personas. Recuerdo
que había un cine, el San Felipe –hoy, un templo evangélico–, en el distrito
limeño de Jesús María, que tenía una capacidad enorme, para más de 1000
espectadores. Se hallaba a media cuadra de la avenida San Felipe, en una calle
no muy transitada. Muchas salas, como ese, estaban integradas al tejido urbano
o doméstico. Tenías un cine al lado de tu casa e ir a ver una película era
parte de una experiencia usual. Algunos cines tenían palco (como el cine Azul,
de Lince) y tres localidades (platea, galería y cazuela, la más barata; a
veces, también mezzanine, la más cara). Todo eso dejó de existir hace mucho
tiempo.
La experiencia
actual es “de bolsillo”, con multicines para llegar a los cuales debes recorrer
los pasillos de un centro comercial. La rutina del ocio actual no supone entrar
en el terreno propio del cine, sino en un espacio mercantil del cual el cine
forma parte. Viendo las imágenes terribles de lo que acaba de pasar en Trujillo
(la caída de un techo en un Real Plaza que provocó muertos y heridos), se puede
ver que al lado del espacio del desastre hay un Cineplanet, tal como se ve en
las fotos que circulan.
Antes, el
cine era un espacio autónomo. Ver películas con intermedio, como El Cid
(Anthony Mann, 1961), 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963) o La
conquista del Oeste (Ford, Hathaway, Marshall y Thorpe, 1962) era casi como
cumplir un ritual. El intermedio funcionaba como parte del dispositivo de la
ilusión, además de cumplir una función narrativa: llegaba en un momento
decisivo para la trama como un estímulo para incrementar la expectativa por lo
que sucedería después.
Para calmar
el suspenso podías salir al baño o a comer un sándwich. Detalle importante
porque en las cafeterías de los cines no existían aún los “combos” de canchita.
Vendían canchita, es cierto, pero no tenía ni el astronómico precio ni la
popularidad que tiene hoy. El público prefería una golosina, una bebida y un
sándwich, y éste venía dentro de una bolsa de plástico con la impresión del
afiche de la película. Recuerdo que conservé la bolsita del sándwich de El Cid
y de La caída del imperio romano durante muchos años.
Los intermedios
de las películas en los últimos años, como ocurre en El brutalista
(Brady Corbet, 2024), son intermedios “manieristas”. Es decir, forman parte de
estilos autoconscientes; son un modo de guiñarle un ojo al pasado. Equivalen a
una forma de decir: mi película es épica como las de antaño y puede duran más
de tres horas, pero no requiere de la espectacularidad de entonces; la de ahora
es una épica de la intimidad, de la autoría plena, de un estilo que se exhibe
no en grandes planos generales sino en planos cercanos, de rostros expresivos y
tensiones subjetivas.
Por cierto,
a los dueños de las salas (las poderosas cadenas de multicines) no les gustan
nada los intermedios. No les conviene pasar películas de tres o cuatro horas porque
les hace perder la posibilidad de ofrecer más funciones por día. Las cosas
empeoran cuando se trata de las salas de regiones fuera de Lima, donde ciertas
películas o no se estrenan o se proyectan solo dobladas, y eso es como ver otra
película, porque el doblaje mutila y distorsiona.
El contexto
de la proyección y sus condiciones se han transformado; acaso siguiendo las
demandas de un espectador impaciente que solo soporta, sin intermedios, algunas
larguísimas películas de acción que no los exigen porque la gracia que tienen
es justamente no dar pausa ni permitir respiro. Son los efectos de la era TikTok.
Termino
buscando despejar la impresión que podría quedar luego de leer estas opiniones:
no soy un nostálgico del cine de antes. Creo que el cine actual es apasionante
y diverso como pocas veces lo ha sido antes en la historia del cine. Es
distinto, sí; se ve en otras pantallas y otras condiciones, pero en esas
diferencias radica su vitalidad.
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