“Bastardos sin gloria” (Tarantino, 2009): función sobre la función / Víctor H. Palacios Cruz


 

“Ver juntos es ver más” y nada mejor para disfrutar más de una canción, un poema o una película que tener, a mi lado, los bellos ojos de mi esposa. Hace poco volvimos a ver, por enésima vez, esta película milagrosamente sobreviviente en una plataforma de streaming. Terminarla me dejó de nuevo exultante como cuando salí de la sala de cine donde vi su estreno hace años. Resulta que en internet también sobrevivía el artículo que le dediqué entonces y que el gran crítico de cine Ricardo Bedoya tuvo la generosidad de publicar en su blog. Con mínimos retoques, lo reedito y comparto con los lectores.

 

Picasso y Bacon volvieron a pintar Las meninas de Velásquez; el portugués Eça de Queirós recreó una escena de la Odisea de Homero en su cuento “Perfección”; la banda de electrónica The Avalanches armó bellas secuencias sonoras con grabaciones del más diverso origen; y, por lo demás, gran parte de la música popular contemporánea está hecha de sampleos y pastiches.

Después de todo, dado que la creación artística nunca parte de cero (nadie, dice Ortega y Gasset, nace de cero sino sobre “cierta altitud de pretérito amontonado”), uno podría preguntarse si una obra es apenas más que una conjunción de referencias. En literatura, cualquier primera frase se vale de palabras y sonidos ya existentes, inventados por otros, elementos que el escritor ha respirado en su camino y se ha atrevido a reordenar de un modo más o menos ingenioso. “Lo que no es tradición, es plagio”, decía agudamente Eugenio d’Ors.

La diferencia podría situarse en el grado de conciencia que el artífice tiene de la presencia de terceros en su trabajo. A partir de lo cual, incluso, el artista puede hacer del uso de citas la estrategia esencial de su trabajo. En mi opinión, este es el caso de la filmografía de Quentin Tarantino: la obra de un omnívoro consumidor de películas que es incapaz de construir un tramo narrativo sin la interferencia mental, o más bien la compañía, ­de las películas que lo hicieron feliz, por medio del remedo, el guiño o el homenaje.



Bastardos sin gloria es, pienso, la cumbre de su carrera. Creo incluso que Tarantino ha hilado buena parte de ella con las nobles barbas del director italiano Sergio Leone. La concentración de sus personajes, rostros en primer plano, la tensión de las situaciones, la llegada inexorable del duelo, las siluetas estatuarias en contrapicado, los gestos de los protagonistas, ciertos rasgueos de guitarra de la banda sonora y la apoteosis musical de las apariciones del bandido, infunden en el espectador la intensa expectativa de los westerns de Leone.

Sin embargo, en esta película, estrenada en 2009, Tarantino exhibe deliberada y estudiadamente los mecanismos de su creación. La conciencia de su “cine hecho de cine” que hace sentir que Bastardos sin gloria no trata sobre nada de lo que allí se cuenta, sino sobre el acto mismo de la “representación”. De principio a fin, es una continua exposición, poética o humorística, del fingimiento, la pose y la escenificación.

La importuna pretensión de realismo en el arte olvida que usar la palabra, el pincel o la cámara suprime al instante la naturalidad de un suceso. Basta la sola mirada para remover el orden encontrado, más aún si es humano lo que se mira. Decía Julio Ramón Ribeyro que “literatura es impostura”. Lo que nos interesa del arte no es, pues, la expresión de lo real, sino su reelaboración en el artista, a quien se le conceden todas las licencias para ello, pues a la ficción, reino autónomo y arbitrario, no se le debe exigir lo que sí a una ciencia.



Tarantino no solo se sirve de estas libertades brindando una narración ucrónica (el asesinato de Hitler es lo más llamativo de su ocurrencia), sino que procura en todo instante que aparezca ante nosotros el hecho mismo de la presentación. Contrariamente a Chaplin, para quien la calidad de una película consistía en “ocultar sus costuras”, al punto que el espectador olvide que se trata de una película, el norteamericano prefiere que el público se dé cuenta de que lo que tiene delante es eso justamente, solo una película. Y que nunca lo pierda de vista, además. A ello se deben no solo las citas de otros directores (y hasta de él mismo aun), el empleo de inserciones explicativas (sobre la inflamabilidad de los rollos de nitrato, por ejemplo) o la utilización de la música (ningún fan de David Bowie podrá en adelante separar el tema Cat people (Putting out fire) de la escena en que Shoshanna prepara su vendetta), sino también una variedad de diálogos, actuaciones y espacios que alargan un suculento juego de espejos.

Enumero los casos más saltantes:

a) Alusiones al cine: el escenario donde el relato alcanza su cúspide es una sala de cine, de modo que vemos una proyección dentro de la proyección; Shoshanna dice “los franceses respetamos a los directores”, aunque sean alemanes, en clara alusión crítica al mercado norteamericano; el teniente que encabeza la Operación Kino es un crítico de cine y compara a Goebbels con el fastuoso David O. Selznick; los cineastas alemanes Leni Riefenstahl y Georg Wilhelm Pabst son mencionados más de una vez;



b) Alusiones al trabajo actoral: los protagonistas simulan, se camuflan o adoptan otras identidades. El coronel Landa teatraliza sus implacables interrogatorios, incluso es políglota y, en consecuencia, actúa a través de la dicción de un idioma ajeno; Shoshanna cambia de nombre para sobrevivir en París; los miembros de la Operación Kino hacen de alemanes y Aldo Raine y dos de sus allegados tratan, con jocosa torpeza, de parecer italianos; en la taberna de Nadine, los bebedores juegan a descifrar personajes que les corresponden por azar; la canina suspicacia de Landa y otro oficial nazi desenmascara a sus interlocutores y destruye todo acto de representación; Brad Pitt le da a su personaje Aldo Raine un acento campesino que parece el de un extranjero que tratara de imitar el hablar de un gringo (por eso, su papel es sobre todo cómico y logra su cenit cuando mastica un inverosímil “arrivederci” que lo delata con escándalo; también interesa cómo alarga su maxilar inferior imitando la adustez del Vito Corleone de Marlon Brando); finalmente, en más de una escena, detrás del iracundo Hitler se aprecia la ejecución silenciosa de un enorme retrato del Führer a cargo de un enano; y

c) Alusiones a la relación entre la pantalla y la realidad: en primer lugar, se cuenta que el Cabo Friedrick Zoller ha cumplido un acto heroico como francotirador, luego actúa como sí mismo en una película que conmemora su hazaña y, finalmente, asiste al estreno en un acto solemne que reúne a la oficialidad nazi en un cinema parisino; como amante del cine se siente, además, defraudado con su propia performance.

En segundo lugar, Zoller abandona su butaca para buscar a Shoshanna en la cabina de proyección, y tan pronto como Shoshanna le dispara ella mira en la pantalla del cinema el rostro del cabo Zoller en un primer plano, que es como el espíritu que sobrevive al hombre derribado; al volverse sobre el cuerpo de Zoller, éste la balea y Shoshanna se desploma dejando ver tras ella de nuevo la pantalla con el francotirador apuntando a sus víctimas. Muerta la joven judía, su rostro al fin aparece, de acuerdo con lo planeado con su novio Marcel, interrumpiendo la proyección del estreno de la película de Goebbels ante la atónita concurrencia, anunciando su venganza, de manera que, de nuevo, el ecran mantiene viva a la mujer acribillada.



Poesía pura de la imagen como continuidad de los muertos, que confirma algo que todo el tiempo el film declara: la sustitución de lo real por medio de su imagen o su estereotipo. En el colmo de este abatimiento de la realidad, Marcel incendia una montaña de rollos de nitrato y el fuego consumirá toda la sala. Las películas matan, incluso de verdad. Impresionante. (Como perecen también, tan terriblemente, los judíos que fungen de espectadores de la farsa de Landa, ocultos bajo el suelo mirando entre los resquicios de los tablones, en el inicio del film.)

No acaba todo allí. Tarantino deja una mueca que es como su firma de autor. Aldo Raine, imprime con su cuchillo una huella en la frente del Coronel Landa, que habrá de sobrevivir. Mirando a la cámara, al lado de su acompañante, dice: “esta es mi obra maestra”. Y acaba la película.

Merece un aparte el desempeño del austriaco Christoph Waltz, premiado en Cannes por su papel como el Coronel Hans Landa. Se inscribe ya en la lista dorada de los grandes villanos del cine. Me vienen a la mente el refinamiento y la fragilidad del Joel Cairo de Peter Lorre en El halcón maltés (1941); las imperceptibles transiciones de la admiración a la envidia del Salieri de F. Murray Abraham en Amadeus (1984); y el andar desgarbado y trastornado del Joker de Heath Ledger en El caballero de la noche (2008).



Cómo negarlo, lo peor de la vida es lo mejor para el arte. Decimos “incendio dantesco” y no “dicha dantesca”, porque el Infierno es lo más admirable de la Divina comedia de Dante. Del mismo modo, el antagonista de un relato cumple un papel delicado y decisivo, porque será el personaje más expuesto al escrutinio de los espectadores, puesto que, precisamente, a nadie observamos con mayor cuidado que a quienes tememos. De hecho, Nietzsche decía que “el miedo, más que el amor, es un medio superior para el conocimiento”.

Como el propio Waltz ha declarado, su actuación se guió por la idea de no querer componer en su mente a un duro oficial nazi. El uniforme bastaba para dar esta información. Lo determinante quedaba en manos de lo que él añadiera a este rol. Y allí es donde Waltz hace una aportación que por sí sola justifica la película. Cazador de judíos dotado de olfato y obsesividad, que encubre su retorcimiento con los modales más gentiles y la retórica más fina. Hasta cuando mastica mecánicamente un postre, Landa es irresistible.

Merece atención el momento en que pone en evidencia a Bridget von Hammersmark, y la manera como, a la inversa del cuento de la Cenicienta, el ajuste exacto del zapato le merece a la bella no el abrazo de un príncipe azul sino el estrangulamiento del verdugo. Ficción sobre la ficción, función sobre la función. Maravilloso Tarantino. Gloriosos “bastardos”.



 

Comentarios

  1. Landa: Oooh, that's a bingo! Is that the way you say it? "That's a bingo?"
    Aldo: You just say "bingo."
    Landa: Bingo! How fun! But, I digress. Where were we?

    Y la escena del "tres alemán"... chef's kiss. Recomendación personal que intersectan cine, literatura y teatro en un mismo producto (ambas de Wes Anderson, siendo la primera una de mis favoritas de todos los tiempos): The Grand Budapest Hotel (2014) y Asteroid City (2023). Un saludo vulcano, profesor.

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