El hábito de pensar y las aulas en tiempos de ChatGPT / Víctor H. Palacios Cruz

 



Los Chatbots en acción

En treinta años de docencia universitaria no recordaba, en la comunicación con mis alumnos, una sensación esperanzadora como la que tuve hace poco en mi bandeja de correo electrónico en que apareció un mensaje muy correctamente escrito, tanto en lo ortográfico como en lo argumentativo, y en el que un chico decía reconocer sus errores y pedía la oportunidad de un nuevo examen que le permitiera aprobar la asignatura. Con recíproca amabilidad, le contesté que entendía su pesar, que las cosas efectivamente no habían salido como era deseable, pero que por desgracia no me era posible alterar unas normas establecidas con anterioridad.

Cuando, en el nuevo correo en que el estudiante contestó aceptando mis razones, volví a toparme con la misma pulcra y respetuosa escritura del texto anterior, confirmé mi sospecha: miré el registro de notas e hice memoria del rendimiento del mensajero. Lo que leía en la pantalla no tenía relación alguna con las respuestas que yo había venido leyendo en sus evaluaciones escritas a lo largo del semestre. Sin duda él había tomado de un intermediario -como los muchachos de la novela de Vargas Llosa, La ciudad y los perros, pedían al compañero llamado el Poeta las cartas de amor que ellos no sabían escribir- la redacción impecable con la que había intentado lograr su propósito. Un medio como ChatGPT o Copilot al que tienen acceso, desde hace un tiempo, todos los estudiantes y todos los mortales de este mundo nuestro de incesante y sorprendente novedad.

En una clase reciente, mis muchachos me contaron que a diario le piden a un chatbot no solo sus encargos estudiantiles, sino también saludos de cumpleaños, expresiones para pedir perdón y otras fórmulas con las que absolver las distintas situaciones de su vida personal. Por mi parte, les hablé de un artículo on line reciente que contaba que muchos adolescentes europeos descargan sus chats de WhatsApp para colocarlos en un prompt y pedirle a la IA que les diga cuál es la intención de sus interlocutores o si existe allí una perspectiva amorosa que valga la pena.

A lo que añadí, en seguida, otra noticia más bien trágica según la cual un joven norteamericano, con un diagnóstico de limitaciones para entablar lazos personales, se había suicidado con la expectativa de acudir sin mayor espera al reino donde habría de encontrarse, ya sin las molestias del mundo real, con el amor de su vida que no era otro que el avatar de una chica “hiperreal” (con gran parecido a un personaje de TV) diseñado a su medida por un avanzado chatbot de Character AI que, claro, había venido dándole respuestas complacientes cada vez más verosímiles, del mismo modo que un aplicado trabajador procura que el cliente se vaya contento con el servicio ofrecido.


 

El futuro presente

Ahora mismo que escucho, alrededor, la frustración de mis colegas con el para mí ya inútil pedido de trabajos escritos para casa que terminan siendo una fuente de amargura, por el plagio inexorable por parte de alumnos, por lo demás, saturados de deberes y tareas; viene a mi memoria el sueño que confesaba el legendario director de cine Alfred Hitchcock a su entrevistador François Truffaut, en el cual era capaz de concebir una historia, dibujarla en un storyboard y, finalmente, sacar de una impresora el celuloide de la película terminada, fiel a todos los detalles de su imaginación. Yo mismo, ahora que escribo absorto y sin deseos de ninguna interrupción, no niego la ilusión de que un día el Word escriba por mí y transfiera mis pensamientos a signos que se dibujen solos, con la rapidez que me permita pasar a otras ocupaciones y sin la interferencia de mi cansancio, mis distracciones y mis pequeñas y grandes ignorancias.

La verdad es que, según el neurobiólogo promotor del proyecto BRAIN Rafael Yuste, no estamos lejos de algo así. En concreto, de introducir en el cerebro microimplantes que permitan unirlo a una señal exterior, sin que medie la intervención de las manos, con la maravillosa ocasión que ello supondría para muchos pacientes de poder comunicarse con aquellos que hasta ahora se resignaban a la tristeza de sus silencios e impotencias. La cuestión es que, como sucedió desde el primer cuchillo hecho de piedra por la humanidad hasta la obtención de la energía atómica que tanto atormentó a Robert Oppenheimer, esta misma tecnología puede fácilmente servir a otros cometidos no necesariamente convenientes y honestos.

Cuenta Yuste que, hace unos diez años, “estudiando la corteza visual de un ratón, pudimos no solo descifrar lo que estaba viendo, sino manipular su actividad cerebral para hacerle creer que estaba viendo cosas que no estaba viendo. Como si le metiésemos una alucinación en el cerebro. Y el ratón se empezó a comportar como si realmente estuviese viendo esta imagen falsa. Lo manejábamos como a una marioneta. Aquella noche no dormí” (Ansede, 2025).

Rafael Yuste.


Una estudiante preguntaba: “¿pero esos dispositivos no lograrían aumentar nuestras capacidades, profesor?” Esa es precisamente la cuestión: dirimir quién sí y quién no necesitaría realmente de esas ayudas y cuándo estas ayudas dejarían de serlo para, en lugar de reemplazar lo perdido, aumentar lo existente. Más aún, ¿quién administrará esa conectividad? ¿Será posible sustraer sus contenidos a todos los sesgos e intereses posibles?

Pero ante todo creo que uno de los más grandes desafíos que toda esta revolución suscitaría (aparte de las consecuencias sociales de la desigualdad adquisitiva en toda población) sería responder a la cuestión de si integrar nuestro ser en una red planetaria ¿verdaderamente potenciará nuestras distintas operaciones físicas y mentales (recordar, razonar, hablar, correr, curarnos de una enfermedad o mal de amor) o, por el contrario, vendrá a inhibirlas por tratarse en realidad de la acción de un sistema ajeno en permanente perfeccionamiento más que del ejercicio de nuestras propias facultades? En una civilización, además, adoradora de lo veloz y lo simple; que, por tanto, que desprecia la espera, la lentitud y todo lo que suponga complejidad. 

 

Cambios en nuestro ser

Como el propio Yuste admite, y el filósofo Eric Sadin confirma en su reciente La vida espectral (2024), están en juego ciertos atributos que consideramos identificatorios de una “esencia” humana que, por lo demás, ya ha cambiado en su prolongada trayectoria por causa no solo de su entorno terrestre, sino también de sus propias invenciones (la rueda, la escritura, etc.). Invariablemente, la aparición de un utensilio o una técnica entierra bajo el bello jardín de sus ventajas alguna aptitud que, ya en desuso, se convertirá alguna vez o nunca en el objeto de un futuro hallazgo arqueológico. Por lo que las insólitas posibilidades que cautivan a nuestro presente tecnológico imponen, como dice Sadin, “una completa redefinición de nuestro marco existencial” (2024, 37).

Eric Sadin.


¿Dónde ponemos el límite? ¿Quién o quiénes pueden decidirlo y con qué fundamentos? ¿Serán consultadas todas las culturas y creencias cuando deba discernirse entre las habilidades que podemos perder sin mayor drama (memorizar direcciones, cocinar, escribir a mano o manejar un auto), cedidas por completo a un asistente tecnológico, y aquellas a los que no podríamos renunciar a riesgo de renunciar a nosotros mismos?

En un texto titulado “¿Qué es la Ilustración?”, de fines del siglo XVIII, el prusiano Inmanuel Kant escribía algo que ahora mismo suena premonitorio: “la pereza y la cobardía son causa de que una gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de la tutela ajena. (…) Es tan cómodo no estar emancipado. Tengo a mi disposición un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, esta fastidiosa tarea” (1997, 25-26).

Naturalmente, cuando una facultad o extremidad de nuestro organismo deja de usarse se atrofia, se encoge, se pudre y se desprende. Nosotros, descendientes de los filósofos griegos, de los juristas romanos, de los humanistas del Renacimiento, de los racionalistas europeos, de los que dedicaron sus fuerzas y hasta la vida por la igualdad de nuestros derechos y libertades, ¿nos permitiríamos abandonar con indolencia, embelesados por todos estos artilugios, nuestra aún sobreviviente capacidad para preguntar, cuestionar y elegir pareja, culto, deporte o vocación?

Retrato de Inmanuel Kant.

 

La vida mental es también corpórea

“Fastidiosa tarea” dice Kant, porque, claro, contra la ilusión de Aristóteles y otros según la cual una futura población de variados autómatas a nuestro servicio acabará por eximirnos de la necesidad de trabajar, producir y hasta limpiar la casa a fin de entregarnos reposadamente a una más digna vida contemplativa, el acto de pensar no es precisamente una acción fácil, inmediata y placentera. Cuando pensamos, hablamos por dentro y toda nuestra biología se mueve, agita y viaja, aunque permanezca todo el rato soberanamente sentada en el mismo lugar delante del mismo libro o la misma ventana.

Creer que la relajación de nuestro cuerpo, benditamente ocioso de pronto, favorecerá la riqueza de nuestra actividad intelectual, solo puede ser producto de un esquema dualista y ficticio que separa cuerpo y mente como si fueran dos canales paralelos sin punto alguno de intersección. Como si el espíritu fuera un genio que permanecería incólume aun cuando se agrietara la botella que lo contiene.

Como enseña el neurocientífico Antonio Damasio, en El error de Descartes por ejemplo, nuestra inteligencia, y con ella el alma, no fue una casualidad de la historia, sino un milagro favorecido por la evolución de un cerebro único entre todos los seres vivos de la Tierra (2021, 27), órgano que, a su vez, fue el fruto de la lenta transformación de un cuerpo que se fue conquistando a sí mismo, dominando el fuego que a la postre, con la cocción de alimentos, redibujó su mandíbula y su cráneo.

Antonio Damasio.


Nuestra mente no es, pues, como sugerían Platón o Descartes, un piloto inmaterial que, caído del cielo, vino a ocupar el interior de un rudimentario vehículo material. Desde la aceptación realista, por qué no agradecida, de que no somos ángeles, debemos reconocernos aun en nuestra constitución sensorial y epidérmica, pues, como cuenta Ashley Montagu en su libro El tacto. La importancia de la piel en las relaciones humanas, “la estimulación cutánea es una necesidad biológica importante para nuestro desarrollo físico y conductual” (2023, 52), de modo que suprimir o reprimir nuestro sustrato mamífero, en este y otros aspectos, movidos por el orgullo que nos inspira la superioridad de nuestra razón, acarrearía consecuencias en el funcionamiento inmunológico y digestivo, así como en la afirmación individual y en el desarrollo equilibrado de nuestros afectos y percepciones.

El desenlace de una deshumanización debida a la migración de nuestros rasgos más distintivos (hablar, cuidar, pensar) a robots o unidades programadas que son las que terminan por temer la muerte y aferrarse a una vida que los humanos, en cambio, han dejado de comprender y amar en su comportamiento predecible, avaricioso e insensible, está intuitivamente sugerido en películas notables como 2001 Odisea del espacio, de Stanley Kubrick (1968) y Blade Runner, de Ridley Scott (1982).

Ashley Montagu.

 

Pensar en las aulas

En este sentido, pienso que las instituciones educativas de todos los niveles son en parte cómplices de esta progresiva erosión de lo humano. Primero, por desacreditar la misma vida estudiantil al producir el hastío y el rechazo de niños y adolescentes agotados por la sobrecarga de tareas y por la competitividad irrespirable que se vive en las aulas. Y, segundo, por ignorar su parte en la tarea más amplia que tiene la humanidad de preservarse a sí misma al descuidar el cultivo de la cooperación y la capacidad para hablar y pensar que deben vivirse, dónde si no, en el aula como materia de una experiencia atractiva y gratificante.

En efecto y con las salvedades del caso, no tiene ya sentido encargar monografías y artículos que se realicen fuera de clase y sin el acompañamiento debido, en lugar de lo cual es más productivo cuidar la calidad de lo que sucede en el aula, en una era como la nuestra en la que, provisto cada cual de una conectividad de bolsillo o, dentro de unos años, inserta anatómicamente, no tiene gracia alguna medir la posesión sino, más bien, el uso y hasta la generación de contenidos.

Fotograma de 2001 Odisea en el espacio (Kubrick, 1968).


Como dice Eric Sadin, en La vida espectral, no solo ha sido un error dar a los alumnos pantallas personales, sino incluso concebir al docente como una especie de coach que confunde “los clics interrumpidos con el proceso de conocimiento” y celebra “de manera exaltada lo participativo”, alentando un “cándido relativismo” (2024, 199), en lugar de planificar la construcción “paciente y crítica” de un saber que, agrego por mi parte, se recuerda y se retiene mejor cuando se toma su tiempo e incorpora a todas las voces en una exploración personal y compartida.

Somos los profesores de filosofía, –esa asignatura denigrada a la que los jefes dirigen palmaditas condescendientes más que una seria valoración– los que estamos en particular más comprometidos a hacer del acto de pensar no una praxis etérea, espesa o intimidante, sino más bien lo que siempre ha sido desde los orígenes del andar de nuestra especie: un riesgo, una intrepidez, una aventura. En suma, una fiesta en la clase que se apoya decisivamente en el contagio natural que supone estar, ante todo, uno mismo enamorado de este prodigio de nuestro ser, ahora mismo vacilante.

Una señal característica de lo cual es el hábito de cuestionamiento que, sin incurrir en una incredulidad endurecida o cínica, esté dispuesto a ir siempre más allá de cada tendencia o información recibida en un genuino amor a la verdad que, ante todo, comporta un deber con la complejidad de las cosas más que con la tranquilidad de nuestras cabezas.

Maurice Merleau-Ponty.


Por mi parte, diré que todavía sostengo cierta resistencia limitándome a un empleo solo ocasional de ChatGPT para resolver requerimientos puntuales, procurando que siga siendo un apoyo y no un sustituto. Sé que me pierdo cosas o que algún día sucumbiré, quién sabe; pero tengo claro, eso sí, que no puedo juzgar a mis colegas aún más sobrecargados que yo en el número de clases y la cantidad creciente de absurdos encargos administrativos en la gestión académica, más propensos a resignarse a ceder a la IA hasta la elaboración de una clase.

Si, como dice Maurice Merleau-Ponty, los humanos nos hacemos “responsables de nuestra historia mediante la reflexión” (1997, 20), es preciso remover el persistente paradigma que asigna a la enseñanza la función de transmitir, conservar y repetir el conocimiento, a fin de implementar una pedagogía más viva y enraizada en la experiencia común que permita experimentar, más bien, cómo se origina, qué hace posible, qué consecuencias tiene y cuáles son los límites de todo conocimiento. Mirar el mundo juntos, escucharnos y caminar hacia lo inesperado. Con la certeza, finalmente, de que lo que más nos hace humanos no es justamente el saber, sino más bien su discusión y su anhelo. Que más que seres sapientes (homo sapiens) somos seres continuamente invitados a seguir viajando desde nuestra diminuta pero brillante finitud.

 

Bibliografía empleada

Ansede, Manuel (2025) “Rafael Yuste, neurocientífico: ‘Tenemos que evitar una fractura en la humanidad, con unas personas aumentadas mentalmente y otras no’”. 04 de enero de 2025, en diario El País. Recuperado de: https://elpais.com/ciencia/2025-01-05/rafael-yuste-neurocientifico-tenemos-que-evitar-una-fractura-en-la-humanidad-con-unas-personas-aumentadas-mentalmente-y-otras-no.html

Damasio, Antonio (2021) El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro humano. Barcelona: Planeta Booket.

Kant, Inmanuel (1997) Filosofía de la historia. México DF: FCE.

Merleau-Ponty, Maurice (1997) Fenomenología de la percepción. Barcelona: Península.

Montagu, Ashley (2023) El tacto. La importancia de la piel en las relaciones humanas. Barcelona: Paidós.

Sadin, Eric (2024) La vida espectral. Pensar la era del metaverso y las inteligencias artificiales generativas. Buenos Aires: Caja Negra.

 

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