Perder un hijo, perder un padre. / Víctor H. Palacios Cruz


 

Perder a un hijo puede sumirnos en el abandono, la parálisis y hasta la locura. Cuántas personas cambiaron y cuántas creencias se derrumbaron tras la pérdida de un ser que, siendo otro, es tan nosotros al mismo tiempo. A la inversa, la pérdida del padre es también una carencia arrolladora y, a veces, lentamente arrolladora. En la ciudad donde vivo, el loco más ilustre, el loco Chete, cayó en el estado en que hasta ahora se encuentra luego de ver, impotente, a su padre perecer consumido por las llamas de un incendio.

* Las imágenes de esta publicación pertenecen a la película La tumba de las luciérnagas de Isao Takahata (1988). 

I

La emoción de ver, desde mi taxi al partir, los rostros de mis hijos despidiéndome desde una ventana se compone de innumerables capas de alegría misteriosa por encima de todas las cuales se añade una de rara tristeza. Cuando regrese a casa por la tarde habrán jugado, comido, escuchado cuentos y vuelto a jugar; y no serán los mismos a los que saludaba cuando partía rumbo al trabajo. A su edad, cinco y tres años, crecen velozmente y ello aumenta la sensación de cambio que acompaña a toda vida, incluso adulta. A cada paso somos el mismo ser y, a la vez, ya no lo somos. Dejamos atrás sobre la mancha o el hueco de nuestras pisadas el aire alargado de una ausencia. Y lo que permanece no es nunca objeto de control.

Después nos reencontramos y los cuerpos se estrechan, pero somos otras las personas que no saben qué celebran ni tampoco qué sacian al sentir a ojos cerrados la irrebatible proximidad del otro. Quizá a eso se refieren los padres de hijos más grandes que nos dicen: “aprovechen que están pequeños” o “disfruten esa etapa”. No solo el presente se va, con él se va también lo que nos da. Vivir es inseparablemente duelo y bienvenida.

Por eso abrazamos con tanta fuerza a los que amamos al volver. Es el esfuerzo por preservar lo que sin remedio quedará ya solo en una de esas cientos de imágenes que nuestras tecnologías acumulan con esa infinitud que no tendrá, jamás, la verdad de una foto en papel sujeta por un marco de madera, plástico o metal.

Pero esa pérdida agridulce y cotidiana responde a una ley natural y sigue siendo tolerable comparada con cualquier otra pérdida, a la que no le queda ni el consuelo de seguir teniendo al lado a quien ya no es lo que era, pero al menos sigue siendo todavía. Lo he vivido, qué digo, lo sigo viviendo ahora mismo hasta en mis huesos a través de un drama horrible que tuvo, por suerte, un buen desenlace.


 

II

Casi todos los domingos hago las compras de mercado para la semana en compañía de mis dos hijos pequeños. Desde hace buen tiempo caminamos desde el parque principal de la ciudad a lo largo de varias cuadras hasta el mercado Modelo de Chiclayo que, además, atravesamos por fuera o por dentro, probando itinerarios distintos según el libre sentir de mis hijos, con todos los cuidados del caso, hasta llegar a nuestro destino que es, en concreto, una ruta invariable: parada para tomar jugo de naranja o de piña mirando hamsters, pajaritos, peces y tortugas charapitas. Luego, y en este orden, el puesto de las carnes, el de la señora de los choclos, el del amigo de las verduras, el de la vendedora de pollo, el de los huevos y abarrotes varios, el de la mujer de los quesos, el de la familia que vende frutas y, finalmente, el del señor de las paltas. Ruta que los pies de mis hijos han memorizado con facilidad al punto que casi siempre van delante de mí rumbo al siguiente punto de nuestro recorrido.

Cuando acabamos las compras, con pausas para comer chifles, mandarinas o pan de Monsefú –y algunas veces para jugar un rato con otros niños y comprar juguetes baratos en otros puestos cercanos–, avanzamos juntos: yo jalando un carrito mientras dos bolsas enormes y pesadas cuelgan de mis hombros, ellos tomando o una de mis manos o el asa del carrito, hacia la estación de bomberos donde, con el permiso y la complicidad de los bomberos, trepan a sus enormes vehículos de trabajo, y finalmente hasta una tienda de zapatos, en una esquina, por una de cuyas puertas Benjamín y Patricio entran para salir por otra en la que nos reunimos para esperar a don Carlos, nuestro taxista de confianza.



Hace un par de domingos repetíamos esta rutina y, al salir del mercado para caminar sobre una vereda rumbo a los bomberos, sentimos un fuerte sol que llevó a Benjamín, a mi derecha, a pedirme un gorrito que llevábamos en una mochila. Miré hacia atrás para asegurarme de que Patricio siguiera cerca y lo vi con su rostro entusiasta mirando alrededor. Me acuclillé, abrí la mochila, encontré el gorro, se lo puse a Benjamín, y de pronto ya no estaba Patricio junto a nosotros. Miré hacia adelante. “Patricio”, lo llamé.

Pensé que podía haberse metido, como le gusta hacer, en las tiendas que tienen corredores internos con salida a unos metros al costado. Esperé para verlo reaparecer. Pero no reapareció. “¡Patricio!” Una vendedora me dijo: “se ha metido adentro”. “¡Patriiicioooooooo!”, empecé a gritar con un primer grado de inquietud. “Benjamín no te muevas, hijito, por favor”.

Entendí que no podía entrar a buscarlo porque Patricio podría salir a la vez por otro lado sin verme, y porque además dejaría a Benjamín peligrosamente solo. “¡Patriiicioooooooo!” La chica que nos vendía los jugos dentro del mercado estaba casualmente por allí. “Voy a entrar para buscarlo. Allí debe estar”, me dijo. Pero salió al poco rato y sin él. “No está, señor”. “¡Patriiicioooooooo!” “¡Patriiicioooooooo!” “¡Patriiicioooooooo!” Miraba hacia afuera, a todos lados, a cualquier punto hacia donde no hubiera mirado todavía, “¡Patriiicioooooooo!” “¡Patriiicioooooooo!” “¡Patriiicioooooooo!”



Mi inquietud se convirtió en ese instante en el cráter más ancho y profundo de toda mi vida. Dentro de mí una especie de oscuridad hueca se expandía al instante hasta los límites de mi piel. Yo era una voz gritando “¡Patriiicioooooooo!” Una cáscara humana que vibraba preguntando a todos a cada rato por mi hijo que se había perdido. “Debe estar allí dentro todavía”, “señor, cómo se ha descuidado”, “hay cámaras de vigilancia, debe preguntar”.

Dentro de mí, entre uno y otro de mis gritos, no era yo el que imaginaba sino una fuerza ajena la que me imponía ver lo abominable: a mi pequeño indefenso padeciendo lo más innombrable, extrañándonos a nosotros y nosotros llorando todos los días por él, al punto que hasta cruzó la negrura quemante de mi cabeza el relámpago de la idea de que si iba a pasar todo eso preferiría que algo termine piadosamente con su vida para que no sufra tanto insufrible sufrimiento.

“¡Patriiicioooooooo!” “¡Patriiicioooooooo!” “¡Patriiicioooooooo!”

“No llamaré a Cristina”, me dije. “Aún debo esperar, algo tiene que pasar. Si no, la voy a desesperar a ella y puede que sea innecesario y será más grande el daño todavía”. No sé cómo podía pero razonaba esto en esos momentos. Yo era el blanco de todos los rayos de una tormenta y luchaba evitándolos o rechazándolos, y pese a todo balbuceaba razonamientos. Mientras tanto, Benjamín lloraba: “se ha perdido Patito...” y yo lo abrazaba fuertemente: “lo vamos a encontrar, mi amor, lo vamos a encontrar. Pero, por favor, no te muevas de aquí para nada. ¿De acuerdo?”. “Sí, papá”.

“¡Patriiicioooooooo!” “¡Patriiicioooooooo!” “¡Patriiicioooooooo!”



De repente, un policía apareció. Le conté los hechos y le describí a mi hijito. Le rogué casi llorando su ayuda. “Voy a buscarlo por acá”, dijo señalando, no sé por qué, la ruta que habríamos seguido mis hijos y yo de no haber ocurrido lo que había ocurrido. Se fue y me quedé esperando. No vi nunca el reloj del celular. Mi ser no transcurría y perduraba ese mismo presente de pavor e incertidumbre endurecido, inamovible e irreal.

Una señora morena de pelo largo y rizado dijo: “señor, parece que han dicho que hay un niño solito y llorando en una tienda de zapatos. Vaya a verlo”. “Señito, gracias por contarme, pero no puedo dejar a mi otro hijito solo aquí”. “Vaya, aquí se lo cuidamos”, me decía una vendedora a mi costado. Vi al policía al que había pedido ayuda aparecer al minuto o luego de un tiempo indeterminado que mentalmente yo medí como “un minuto”. No venía con él mi hijito. Pero me dijo: “señor, parece que lo han encontrado en una tienda. Voy a verlo, espere aquí”. Mi corazón galopante que había viajado hasta otra galaxia volvió para descender lentamente sobre la tierra.

Fueron otros minutos de expectativa que el momento estiró hasta lo imposible. El tiempo estuvo a punto de romperse. Hasta que otro policía motorizado se detuvo a mi lado y me dijo: “señor, ya han encontrado a su niño, ahorita lo traen. Espere, por favor. Pero tenga siempre cuidado con sus hijos…” Otro ser humano habría sentido alivio con solo escuchar eso, pero un padre no admite otra verdad que no sea la de tocar con sus propias manos al hijo perdido. No obstante, la vaga esperanza que ese aviso despertaba bastó para que no odiara las últimas palabras pronunciadas por ese policía, seguro que con buena intención. “Benjamín, amor, dicen que ya han visto a Patito. Ya lo van a traer, cariño”.



No los vi cruzar la esquina y aparecer a lo lejos, a pesar de que no dejaba de mirar hacia allá. No sé qué alteración de mis sentidos se había producido, cuando a cuatro o cinco metros surgió de súbito la figura borrosa del policía que me había hablado primero y, en primer plano, destacado por encima del entero universo, a mi nunca como entonces tan amado Patricio. Su carita asustada y su boca manchada por un chupetín rojo que llevaba en una de sus manos y que fue, a primera vista, una señal. La prueba de que quizá alguien lo había cuidado mientras secaba sus lágrimas.

Benjamín mismo acudió al abrazo entre Patricio y yo. Lloramos los tres. Los abracé mucho más febrilmente que cuando volvía del trabajo en la puerta de nuestra casa. Acariciando el rostro de Patricio –esa suave y sólida certeza de que había vuelto con nosotros desde el país del espanto– le pregunté si alguien le había hecho daño. “Nadie, papá”, me contestó con la voz aún trémula y débil.

El policía cumplió con los protocolos, le mostré mi documento de identificación y nos tomó una fotografía que no querré ver nunca y que estará justificadamente perdida en su teléfono celular o en la computadora de alguna comisaría. “Tenga cuidado con los niños, señor”. Dejé de odiar esas palabras y abracé al tipo. Había cumplido su deber y su deber era también decir todo eso, aunque para mí fuera superfluo e impertinente.



“Chicos, vamos a retomar nuestra ruta habitual para ir a esa tienda de zapatos donde siempre paramos para esperar taxi”, dije a mis hijos. “Vamos a averiguar allí cómo ha estado Patito. ¿De acuerdo?”. “Sí, papá”, respondieron los dos. Y caminamos. Como siempre. Ellos a mi lado, yo tomando nuestro cargamento de compras en ese momento repentinamente tan ligero de peso.

Vimos la estación de bomberos inesperadamente cerrada, lo que me hizo pensar que Patricio al verse sin su hermano y sin papá tal vez había querido detenerse allí para esperar y, al no poder hacerlo, siguió adelante hasta la tienda de zapatos. Es decir, había tomado una decisión. La rutina escrupulosamente repetida mil veces lo había salvado. De inmediato caí en la cuenta también de que mi esposa y yo habíamos hecho bien en enseñar a nuestros hijos, al pasear por la calle, a reconocer a todos los policías que encontráramos al paso con el fin de que supieran que podían acudir a ellos en caso de peligro. Fue tal vez esa confianza la que llevó a Patito a hacer caso del uniformado que lo llevó finalmente con papá. En suma, se me había perdido mi hijito, pero yo mismo lo había salvado con esa serie de recaudos y precauciones.

Mientras caminábamos, Patricio avanzaba lamiendo su chupetín que luego invitó a Benjamín. Lo que era otra buena señal que, sin embargo, no impedía notar que caminaba sin el entusiasmo de horas antes. Nada más natural tras lo vivido. Entramos al fin en la tienda de zapatos y fue instantánea mi sensación de alivio al notar, primero en un chico y luego en otra chica, que reconocían a mi hijito y lo saludaban con cariño. Yo me deshice en agradecimientos, quería besarles las manos y debí hacer más, sin la menor duda. Pedí, por supuesto, la información que podían darme a la vez que atendían a la clientela: “llegó llorando, pobrecito. Lo sentamos en un puf y yo le invité el chupetín para que esperara tranquilo”.



Salimos finalmente a buscar un taxi por la otra puerta de esa tienda donde siempre nos reunimos cuando ellos entran felices por allí. Allí estaba otra chica que llamaba clientes usando un micrófono. Fue balsámico verla a ella también reconocer y saludar con dulzura a mi hijito. Ya no había duda, él había estado seguro en ese bendito local. Más tarde, contándoselo todo a mi mamá, me dijo que el micrófono había sido importante. Con él pudieron llamar más rápidamente a la policía. De paso, ello explicaba por qué la señora morena de pelo largo y rizado, antes que los mismos policías, se había acercado a decirme que mi niño estaba allí.

Ya a bordo del taxi, Patricio se acomodó como le gusta para mirar hacia adelante, de pie, y empezó a decir: “mira, papá”, señalando algo que veía fuera del vehículo. Fue otra señal. Volvía a ser el de siempre sin ser ya el mismo para siempre. Cuando se puso a reír con Benjamín, mi tranquilidad pasó de ser una planta a ser una huerta.

Al llegar a casa y abrirnos la puerta mi esposa que nada sabía, me abalancé sobre ella llorando y contándole todo entrecortadamente. Sin darnos cuenta, los chicos ya estaban instalados en el cuarto de juegos jugando con sus cosas. Cristina no me hizo reproches, por el contrario intentaba calmarme y fue tan comprensiva conmigo. Cuando poco más tarde vimos la primera disputa entre los dos hermanos, comprendimos que ese era definitivamente nuestro amado Patricio. Sin ser ya para siempre el mismo.

En adelante quedamos atentos a las manifestaciones de su comportamiento, pero todos los hechos de los días siguientes no arrojaron motivo alguno de preocupación. Miramos todo su cuerpecito y no había rastro de ningún daño. Por la tarde volví a preguntarle cómo había sucedido todo y dijo: “vi algo que daba vueltas adelante. Yo pensé que Benjamín y tú iban conmigo, y seguí caminando”. Pero luego añadía: “ya no me acuerdo más, papá”. “¿Alguien te lastimó?”, volví a preguntarle. “Nadie, papá”, dijo esta vez con una voz serena y sonriente. Y nos abrazamos de nuevo.

Al día siguiente, mientras yo estaba en el trabajo, mi esposa no sé si arriesgadamente o no volvió a salir al mercado con nuestros dos pequeños para hacer unas compras en otro sector que también ellos conocían. Ella me dijo: “Patito absolutamente normal, muy bien te diría. Entretenido y curioseando por aquí y por allá, como si no le hubiera pasado nada”. Maravillosa noticia.

La verdadera prueba de fuego la viví yo al salir el reciente domingo de nuevo con ellos al mercado. Repetimos nuestro itinerario desde el parque principal. Sentía débiles mis piernas y era el miedo, la memoria profundamente física de la pesadilla. Salir de nuevo del mercado para caminar hacia la estación de bomberos y la tienda de zapatos fue el momento más difícil. Hice un rodeo para no pasar por la misma vereda donde perdí por un tiempo a mi hijo. No estaba preparado para soportarlo.

Al ver de nuevo cerrado el local de los bomberos, recalamos en la tienda de zapatos para volver a agradecer a los chicos que cuidaron a Patito, pero no los vimos y, en su lugar, vimos a otros empleados. “Hijos, salgamos, no están los chicos que ayudaron a Patito”. “Pero papá, tenemos que agradecer que lo salvaron”, insistía Benjamín. “Amor, deben haberlos trasladado a otra tienda. Probaremos de nuevo la próxima vez. ¿De acuerdo?” “De acuerdo, papá”, respondió Benjamín.


 

III

Ahora, al terminar este texto, me pregunto qué recuerdo tendrá, qué relato podrá hacer con el tiempo el propio Patricio de una experiencia que ya pasó para él, pero que para mí no ha pasado del todo y he querido, al escribirla, que termine de pasar por fin. Comprendo que mi crónica de aquel domingo es inevitablemente egoísta. Pero como en cualquier tribunal, el juez de la vida no puede pedirnos otro testimonio que el que podemos dar desde el punto en que vimos los hechos y desde la persona que fuimos cuando los presenciamos.

¿Algún día Patricio me contará lo que vivió, pensó y temió aquella vez? ¿Quedará todo ello con el tiempo sepultado bajo la suma de otros acontecimientos dichosos o, incluso, por alguna tristeza mayor que todavía no es posible saber? ¿Se perderá para siempre en su memoria, aunque el hecho siga ocurriendo en alguna zona oculta de su ser?

Perder a un hijo es un trance apabullante que puede sumirnos en el abandono, la parálisis y hasta la locura. Cuántas personas cambiaron y cuántas creencias se derrumbaron tras la pérdida de un ser que, siendo otro, es tan nosotros al mismo tiempo. El sentimiento de culpa que se experimenta es más imponente e insoslayable que la pena más amarga que sentimos por cualquier otro pecado cometido contra una ley divina o terrena.

Pero, a la inversa, la pérdida del padre es también una carencia arrolladora y, a veces, lentamente arrolladora. En la ciudad donde vivo, el loco más ilustre, el loco Chete, cayó en el estado en que hasta ahora se encuentra luego de ver, impotente, a su padre perecer consumido por las llamas de un incendio. El propio escritor Julio Ramón Ribeyro decía ver en la muerte de su padre, cuando adolescente él, uno de los momentos más decisivos de su vocación literaria. Aún muy adulto confesaba, en una entrevista, que “el sentimiento de orfandad hasta ahora me acosa”, puesto que con él perdió “a una especie de guía, consejero, modelo, que no he vuelto a encontrar ni en las lecturas ni en las personas ni en nadie” (Coaguila, 2021, 65).

Yo mismo ahora extraño a mi padre. Ya quiero correr a visitarlo, y mejor aún de la mano de mis dos hijos. Y después subir a las montañas a visitar la tumba de mi abuelo materno al que perdí hace muchos años y al que nunca pierdo un segundo en mis adentros.

Abrazados así, volveré a sentir la paz inexplicable que proporciona no la más súbita emoción ni tampoco un acto de la voluntad o un argumento filosófico o un dogma teológico, sino el solo contacto físico. El suceso vivamente táctil de la reunión, de la vuelta al origen, que acontece como la inserción de nuestra precaria individualidad en un curso superior, en una cadena y en una pertenencia. En la misma inmensidad.

 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

La amistad según Michel de Montaigne (1533-1592) / Por: Víctor H. Palacios Cruz

¿Por qué lloramos cuando vemos las fotos de nuestros hijos más pequeños? / Víctor H. Palacios Cruz

Una pequeña historia de Navidad (de Eduardo Galeano)

¿Cuánto nos representa a todos “El hombre de Vitruvio”? Discusiones y reflexiones en torno al célebre dibujo de Da Vinci / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Ser patriota es ser primero un buen vecino / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Carta de despedida a mis alumnos / Por: Víctor H. Palacios Cruz