Consejos (inusuales) para profesores universitarios jóvenes / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Dar consejos no es tomarse como ejemplo en el oficio,
sino haber podido ver “más” gracias a la privilegiada experiencia del error. Desde
mi largo camino en la docencia universitaria, admito que al compartirlos
imagino una clase realizable en unas condiciones ideales distantes de
la vida diaria de la gran mayoría de mis colegas. Otro día tocará escribir
consejos para quienes tienen en sus manos la marcha de la educación. Espero,
sin embargo, que todos estos puntos sean en seguida olvidados pues, al fin y al
cabo, cada cual sigue lo que su propio e irrepetible trayecto le inspira, y nada concede
más autoridad a un profesor que amar su trabajo en medio de tanta adversidad.
1. Aceptar el miedo y el nerviosismo previos
Sentir mariposas en el estómago poco antes de la primera
clase de nuestra vida no solo es natural, sino que será en adelante un síntoma
que nunca nos abandonará. La señal de que esta cita no habrá dejado de importarle al corazón.
En concreto, se trata de la intranquilidad que produce el
temor de no estar a la altura porque nos falle la voz, nos asalte un grave olvido
o el tiempo vaya demasiado a prisa. Miedo que, por cierto, no es nunca un signo
de cobardía, sino el reverso de la viva conciencia del quehacer unida a un alto
sentido de la responsabilidad. Un pensamiento que no es inoportuno mientras no
se convierta en ansiedad o en la amargura que viene del perfeccionismo.
Sería preocupante, por el contrario, entrar imperturbables en el aula como quien pasa de una tarea administrativa a otra. Lo que supondría una indiferencia que desmerecería la grandeza del momento, pues nadie acude a lo que ama sin sentir agitación o, como diría Saint-Exupéry, sin “descubrir el precio de la felicidad”.
2. Ser “alumno” no significa ser “carente de luz”
No vamos al aula para establecer una posición de poder o cautivar
a los alumnos y ponerlos a nuestros pies. En el aula, el protagonista no es otro
que el feliz acontecimiento de aprender. Un proceso en el que ellos son el
destino, aunque los frutos también recaigan en el profesor.
Nuestro público no es tampoco una masa intimidante frente
a la cual debamos tomar distancia y defendernos. No acudimos a su encuentro para
desahogar nuestro pánico celebrando sus deslices. Por lo demás, ningún alumno lo
es en el sentido de la falsa etimología según la cual esta palabra viene del
prefijo “a”, que significa “privación”, y “lumen”, luz. Es decir,
seres en blanco o a oscuras. Para ser alumno es preciso primero poseer dos
cosas: ganas y ciertas predisposiciones. Y en nada de ello veo yo alguna clase
de vacío.
De hecho el adolescente llega siempre con una determinada
relación con el mundo producto de años de juegos, emociones y experiencias. Que
necesite enriquecer y ejercitar su cabeza, no significa que no tenga ya un
caudal propio y válido por sí mismo. Ningún estudiante, al igual que ningún hijo,
es un adulto en potencia. Nadie es solo valioso por lo que pueda ser más
tarde, sino por lo que ya es ahora mismo e, incluso, por el solo hecho
de ser y nada más. Decía Walt Whitmann: “No digo que uno es más grande y el otro
más pequeño, / Aquel que llena su tiempo y lugar es igual a cualquiera” (1987,
185).
Lo que diga en la clase una chica o un chico, por
descaminado que parezca o por mucho que nos sorprenda, recoge una cierta verdad
personal que el universo entero no puede desmentir. No es que no pueda o no
deba mejorar sus ideas y habilidades. Lo hará, como a todos nos ha ocurrido. Pero
no podemos impulsar ese desarrollo partiendo de negar lo que cada uno tiene.
3. No olvidar que fuimos estudiantes primero
En los contenidos, medios de evaluación y manejo del aula
ayuda mucho el recordar que años atrás nosotros mismos estábamos delante de
donde ahora estamos. Es útil, pienso, dar la clase al estudiante que
fuimos y ser el profesor que hubiéramos querido tener. Si no tuvimos los
mejores maestros, curemos la carencia siéndolo para otros.
Por tanto, no hay que contrariarse por que los chicos nos
pidan repetir o aclarar una explicación, o nos cuenten sus dudas y
dificultades. Al hacerlo, no interrumpen sino que ayudan a nuestro trabajo,
cuyo sentido no es otro que llegar a ellos con eficacia y claridad. Una clase
es un acto de comunicación y no una performance individual. Un andar juntos y
no el espectáculo de un artista al término del cual se aplaude.
Desde luego, nuestra clase es solo una parte de lo que le
sucede cada día a un estudiante. No podemos abstraer nuestra asignatura y
convertirla en el único deber de quien, fuera del aula, tiene otras ocupaciones.
Sin bajar la exigencia y seleccionando adecuadamente lo que se ha de impartir,
nuestras clases deben producir hacia dentro un disfrute memorable y hacia
afuera una armonía con el resto de sus actividades. La memoria gana cuando el aprendizaje
se graba no con agobio, sino en el curso de una experiencia animada y
gratificante.
4. La era digital obliga aún más a aceptar nuestra
ignorancia
Reconocer inequívocamente, delante de los alumnos, que no
sabemos algo no arriesga nuestra reputación. No somos ni héroes ni dioses ni
modelos de nada a no ser de lo que más educa, que es el afán de seguir
conociendo. Todos los humanos somos seres minúsculos en medio de la inmensidad.
Es arrogante llamarnos homo sapiens. Somos más bien seres interrogativos
sacudidos por el constante asombro.
La misión del profesor es señalar la ausencia que
llevamos dentro y apuntar hacia adelante, siempre más allá. Como dice Massimo Recalcati,
“el maestro no es el que posee el conocimiento, sino aquel que sabe entrar en
una relación única con la imposibilidad que recorre el conocimiento, que es la
imposibilidad de saber todo el saber” (2023, 13). El crecimiento de
un aprendiz se estancaría no solo con un maestro sin competencias didácticas,
sino también con uno que, imbuido de talento y carisma, pretendiera ser él
mismo el final del recorrido.
Por consiguiente, un maestro no puede aspirar a ser un
líder. No puede esperar que los alumnos lo sigan a él, que está hecho de barro.
De ser así, podríamos conducirlos a nuestros propios errores y hacerlos caer en
nuestros propios abismos. Nuestro papel es contagiar el amor a lo superior (la
verdad, el bien, la belleza, la justicia), aunque incluso nuestro propio ser se
halle lejos de ello. En realidad todos estamos por igual lejos del Sol aun
parados sobre el pico más alto de la Tierra.
En un tiempo en que la conectividad digital permite a todos
disponer al instante de abundante información, buscar el lucimiento de nuestra erudición
es exponernos más temprano que tarde al ridículo, al mismo tiempo que defraudar el oficio, puesto que nadie paga ya por recibir lo que fácilmente puede lograr con un solo click en Internet. No sé si vivimos en una era del conocimiento,
pero en términos educativos la nuestra debería ser la era de “la ilusión de saber”.
Por supuesto, no ayuda a ello mostrar el saber como un bloque
compacto e inatacable, sino más bien dejando ver los procesos que lo generan, y
compartiendo una actitud crítica ante los contenidos, así como la comprensión
de las consecuencias y la renovación de las preguntas que todo hallazgo trae
consigo.
Como dijo David Gross en su discurso al recibir el Premio
Nobel de Física, en 2004: “me hace muy feliz anunciar que nada indica que se
esté agotando nuestro recurso más importante: la ignorancia” (P. Burke, 2024,
113).
5. Damos la clase con todo el cuerpo y no solo con la voz
Es preciso prepararse físicamente antes de la clase, y
reponerse tras ella. Actuamos con la totalidad del cuerpo. Con nuestros
músculos y huesos, con toda nuestra sangre. Somos seres encarnados y el mensaje
es más creíble cuando parte de alguien que se mueve, se exalta y se fatiga. Un
ser vivo con sus declives y entusiasmos, y no un mecanismo que discurre en
línea recta. La humanidad que enseña es una humanidad física, vocal y gestual. Con
su figura y su andar en el aula, el buen profesor es el mejor trazo en la
pizarra y su brillo es superior al relámpago de cualquier tecnología.
Con tacto y naturalidad, lo preferible es abolir la
distancia y moverse por todo el espacio del aula. Circular, acercarnos a los
lugares de los estudiantes. Hablar desde todos los puntos posibles. Inyectar
energía y luz a todos los rincones. Coser una y otra vez el aula con nuestros pasos
y la voz saliendo de los espacios más próximos a los alumnos, como si la clase
los envolviera o como si ellos y el profesor fueran dos personas mirando juntos
un cielo estrellado.
6. Naturalizar la discrepancia
En filosofía, que es lo mío, pero en rigor en toda
disciplina, importa decisivamente el diálogo. Es la sustancia de la
clase. Lo preferible es que pongamos todas las condiciones técnicas y expositivas para que los mismos alumnos conciban y expresen las ideas hacia las que nos dirigíamos; para que planteen nuevas preguntas y tracen puentes entre
distintos temas y distintas asignaturas, y entre éstas y sus propias vidas.
Es deseable irradiar sobre ellos el hechizo que el tema
que venimos a contar ya ejerce sobre nosotros, para mantener vivo un fuego antiguo
que no se apague nunca. No hay por qué asustarse con la posible discrepancia y,
más bien, darle una acogida efusiva y no solo cortés. Decía Montaigne: “cuando
alguien me contradice, no despierta mi ira sino mi atención” (2007, 1380).
Que un alumno formule una objeción sincera y educada debe
ser un motivo de orgullo para el profesor, pues entraña varias cosas buenas a
la vez: que el alumno siente confianza para decir lo que piensa, que sabe que no
será humillado por hacerlo, que el tema tratado suscita su interés y, más aún,
que está cumpliendo el cometido más genuino de la educación que es aprender a pensar
por sí mismo.
Se podrá equivocar o razonar con lagunas, pero a debatir
se aprende solo debatiendo. No lo ayudaremos censurando su posición o lamentando
que la unidad de ideas que queríamos cuidar de pronto se divida. El mundo es
bastante complejo y cambiante como para esperar que pueda ser abarcado por una
sola teoría o una sola cabeza. Por el contrario, recibiendo y pensando su
propia aportación ayudaremos al alumno a seguir buscando y a no conformarse ni
siquiera con sus propias opiniones.
7. Enseñar también con la evaluación
Ser coherente con los términos de la evaluación. No solo
no alterarlos para hacer excepciones particulares, sino aún antes diseñarlos a
partir de los fines de la asignatura. En ello, cuidar la transparencia de los
procedimientos sin improvisar oportunidades solo en respuesta a casos personales.
Pienso que es más formativo que el estudiante aprenda y vea que lo que hace, o no
hace, tiene consecuencias.
Si nuestra forma de evaluar soñada es provisionalmente
irrealizable por determinadas situaciones (número de estudiantes, tiempo
disponible, instalaciones materiales, etc.), sería bueno que los instrumentos a
los que nos resignamos apunten, pese a todo, en esa dirección.
Sin duda, bajo la sombra de la nube tecnológica pierde
interés medir en el alumno la retención de datos y crece, más bien, la conveniencia
de elaborar un producto nuevo a partir de ellos. En suma, no pedir evidencias de
la posesión sino de la capacidad de uso de los contenidos.
Por supuesto, el patrón de medida de toda evaluación es
siempre la excelencia. Es preciso subrayar que, por el bien de todos y también
de la sociedad, se trata de un criterio innegociable. Pero la objetividad
estricta de esta parte crucial de la enseñanza no significa que no debamos
estar del lado del estudiante antes y después de las evaluaciones. Desde luego,
el grupo se fortalece al compartir con ellos el análisis de todas las variables
de contexto y de orden personal que puedan explicar unos malos resultados, por
sí mismos invariables.
Conclusión
El alumno debe ver en el profesor la sintonía natural
entre la amabilidad acogedora y el riguroso seguimiento de las normas. La auténtica
integridad profesional no es adusta, distante y fría. Será
el alumno quien tenga que aprender que la cordialidad y la calidez de una
persona, su profesor, no equivale a saltarse las reglas y consentir lo ilícito.
La vibrante alegría del aula tiene motivos más profundos que la sola
conveniencia de sentirnos a gusto.
Así, de paso, aprenderá no solo a amar el conocimiento y
la excelencia, sino a amar también.
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