¿Es separable el autor de su obra? / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Alain Delon.

 

Unos apuntes a contracorriente, desde mi experiencia de profesor y padre de familia, a propósito de una controversia sobre el caso Alain Delon, actor francés recientemente fallecido.

 

Mis alumnos dicen estar contentos, algunos muy contentos, con los contenidos y las estrategias de las clases que les doy. En el fuero de mi conciencia, pese a todo, tengo siempre dudas, tormentos e inseguridades, pero también alegrías, asombros y mucha gratitud. Disipado el torbellino, veo el buen rendimiento de mis egresados y me digo que, cuando menos, no parece que haga tan mal lo que hago en este oficio.

Ahora bien, si pudiera confirmarse esta hipotética solvencia profesional, ¿podría deducirse de ella que, en consecuencia, debo ser también bueno como esposo, como padre y como vecino? Una conciencia ni escrupulosa ni laxa diría que, más bien, es totalmente posible que, aun amando febrilmente mi trabajo (como por igual mi tarea de escritor), los esfuerzos que ponga en las demás cosas que hago, o soy, no estén a la misma altura.

¿Es no digo ya posible, sino compatible ser un buen docente con ser un mal padre de familia? Puedo decir que tanto mis alumnos como mis lectores son testigos de que en las ideas que comparto asoman determinadas experiencias que tomo de mi relación con mis dos hijos muy pequeños. En otros casos, por el contrario, bien puede pasar que ni la bailarina de ballet ni el artista plástico lleven al escenario o al atelier absolutamente nada de sus respectivas vivencias familiares. Por lo demás, el modo y el grado en que una parte de la persona impregna a otra es, sin duda, siempre indiscernible.

Retrato de Caravaggio por Ottavio Leoni.


Más complejo es definir el vínculo que existe entre, por un lado, la rectitud y la intencionalidad de una persona y, por otra, la pericia de su actividad artística, intelectual o científica. En ocasiones el talento y la entrega a la creación pueden absorber tanto las fuerzas personales y, como en el caso de los genios, llevar a la desmesura y la demencia, con efectos destructivos en sus propios creadores o en quienes los rodean.

Aunque exista un Joaquín Sorolla o un Johan Sebastian Bach, que eran inmensos en la pintura y la música respectivamente y, al mismo tiempo, seres si no ejemplares cuando menos bastante responsables en sus deberes familiares; todos sabemos que, por lo común, las personas que procuran ser parejamente buenas en todos sus costados terminan por no ser notables en ninguno de ellos.

Yo mismo, si me disculpan por contarlo, viví de manera intensa, y a veces dramática, la colisión brutal entre mi oficio de profesor universitario y mi condición de papá. Sucedió en los días de cuarentena al inicio de la pandemia de COVID-19. Tenía entonces que dar clases desde mi propia casa a la misma hora en que mi esposa daba las suyas, sin contar con ninguna ayuda de terceros. Pero, ya que en mi caso no estaba obligado a activar la cámara de la computadora, me correspondía cuidar a mi primer bebé que tenía, a la sazón, once meses de edad. Mis estudiantes fueron comprensivos e indulgentes y me permitieron hacer pausas imprevistas, así como soportaron la interferencia de la voz, a veces el llanto, de mi hijito durante aquellas sesiones vía Zoom.

Autorretrato de Joaquín Sorolla.


Alguna vez colocaba la laptop sobre una cama y daba mi clase con las manos pasando del teclado a la pelota con que mi niño jugaba a mi costado. Pero otras veces él se intranquilizaba y llamaba desesperadamente mi atención. ¡Y qué podía decírsele a un ser tan pequeño que veía cómo sus padres, con los que hasta hace tan poco jugaba todo el tiempo, ahora le daban la espalda para hablarle solamente a una máquina!

Una mañana di una clase preparando un biberón con él en brazos, luego dándole su leche y sacándole su “chanchito”; en seguida paseándolo y acariciándolo sin dejar de hablar a mis alumnos. De pie, en la cocina, me dividía entre cuidar el engranaje de un razonamiento filosófico y dirigirle a mi hijo la ternura que le debía. Cuando vino la pausa, caí en la cuenta de que llevaba buen rato dormido sobre uno de mis hombros. Fui a acostarlo sobre su cuna, y apenas vi su rostro dormidito y exhausto, rompí a llorar desconsoladamente.

Comprendí que como profesor era un mal padre y como padre un mal profesor. Pero en realidad, ¿quién, en esas circunstancias, podría haber juzgado objetivamente la calidad de cada tarea que efectuaba y, por añadidura, la relación entre las dos?

Pienso en todo esto cuando leo, en la prensa internacional, que la reciente muerte de Alain Delon –actor francés tan famoso por su talento como por su belleza, con un expediente de episodios de homofobia y violencia física contra sus parejas (admitida por él mismo)– ha encendido de nuevo el debate sobre si debemos separar al autor de su obra. Aunque toda discusión es siempre saludable, además de legítima, pienso que en este tema hay un profundo malentendido que intento examinar, precisamente, desde mi propia experiencia de profesor y de papá.

Woody Allen.


Si reprobáramos las ideas de Heidegger no por sí mismas sino por el horrible daño sentimental que infligió a su discípula Hannah Arendt, así como por su conocida complicidad con el nazismo; o las películas de Woody Allen por los abusos sexuales que presuntamente perpetró (hasta ahora no probados en los tribunales de su país), entonces, llevando todo hasta sus últimas consecuencias incurriríamos en distintos graves errores. Entre ellos, creer que es aceptable la calidad de la obra solo cuando ella deriva de la probada presencia de virtudes morales en su autor. Algo a menudo difícilmente demostrable, por lo demás.

Dejando al margen la distinción filosófica entre praxis (acción individual que tiene su fin en sí misma) y poiesis (la actividad que se mide por el producto en que concluye), es evidente que veneramos con menor incomodidad el legado de artistas cuyas fechorías y desvergüenzas ha vuelto inocuas el paso de los siglos (François Villon, Caravaggio o Mozart, por ejemplo). En rigor, la obra no es separable del “autor”, pero el “autor” sí es separable de la “persona”, aunque se trate del mismo individuo y exista un lazo recóndito entre lo uno y lo otro, puesto que lo que juzgamos en el arte son las cualidades intrínsecas de sus resultados, del mismo modo que cuando evaluamos el examen de un estudiante universitario seguimos criterios o rúbricas y no un imposible estándar de nobleza o de bondad individual. Por ello una nota no es nunca una calificación personal, sino la determinación del valor de un producto académico concreto. De hecho, los profesores consideramos irrelevante toda otra variable de la realidad del estudiante (situación familiar, salud física, colegio de procedencia, etc.), sin ser desalmados por ello.

Roman Polanski.


Si, en otro caso imaginario, el director de orquesta humilla e inflige un severo daño físico a sus músicos a fin de obtener cierto rendimiento, el aplaudir su interpretación de una sinfonía no es incompatible con denunciarlo donde corresponda ni con decidir unas reglas que en adelante impidan que semejantes hechos se vuelvan a producir. Pero a quien recriminaremos y llevaremos a la justicia no será a las capacidades específicamente musicales sino a la persona del director en cuanto tal.

A todo esto, ¿cuántas veces disfrutamos de una comida sin saber absolutamente nada de la vida y milagros del cocinero? ¿Quién no ha apreciado las piezas de artesanía confeccionadas por presos de una cárcel que cometieron los más horrendos delitos? Con más claridad, solemos decir que las virtudes de alguien en la práctica del fútbol,  los negocios o la mecánica, no lo vuelve por fuerza virtuoso en los restantes roles y facetas de su única existencia, a no ser en la imaginación afiebrada de sus fans. Del mismo modo que tampoco el poder, la fama o los premios exceptúan a un deportista, político o escritor de su cumplimiento de la ley. 

Eso es lo singular de nuestra humanidad: la posibilidad de hacer algo grandioso (en el arte, la ciencia o la profesión) aun a pesar de nuestras fracturas y miserias. Por supuesto, faltaba más, que los jueces juzguen debidamente a Polanski o a quien sea, pero que nada de ello nos impida seguir apreciando sus películas. ¿Acaso algún lector o investigador se fija en la persona más o menos buena o mala que realmente fue Miguel de Cervantes al leer su Don Quijote de la Mancha? ¿Existe alguna instancia terrenal que pueda saber con transparencia qué clase de ser humano es en definitiva cada uno de nosotros? No hay que olvidar que, incluso, una sentencia penal no condena nunca a las personas sino únicamente a sus actos.

Eso es lo más sorprendente y paradójico: transcurrido el tiempo, las personas se empequeñecen hasta desaparecer y solo queda, de un modo misterioso, la obra que los trascendió, que no deja de hablarnos y que, aún más misteriosamente, sin importar de qué clase de ser provino y en qué condiciones se hizo, es capaz no solo de brindarnos un placer impagable, sino incluso de enriquecernos y volvernos más profundamente humanos.

 

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