¿Realmente pueden “formar personas” los colegios y universidades? Apuntes a contracorriente / Víctor H. Palacios Cruz

 

Rembrandt, El hijo pródigo (detalle).



Dado que el mundo causa sin cesar miedo e incertidumbre, surge el contraproducente deseo de ejercer sobre nuestra descendencia un exceso de protección y cierto grado de control. Es esa zozobra lo que torna atractiva la promesa de “formar personas” que hacen colegios y universidades, que es emitir la garantía irreal de que el estudiante estará a salvo de todo elemento maligno. Si fuera cierto que una institución “forma personas”, los méritos laborales y adultos del egresado serían de ella y no de él, y lo mismo su fracaso y sus delitos.

 

La educación, tanto la que daba un rey a su prole pagando a un preceptor como aquella a la que tienen derecho “universal” todos los seres humanos, ha respondido siempre a determinadas ilusiones individuales o colectivas, religiosas o estatales, económicas o culturales. Incluso en el doble sentido del término «ilusión», pues a menudo se le ha atribuido el poder de transformar al alumno en un ser totalmente nuevo y mejorado.

Sin negar la justicia que es la educación obligatoria y pública para todos por igual, ni tampoco las ricas posibilidades de desarrollo que propicia un entorno de enseñanza, el juicio común tiende equivocadamente a asignar a la enseñanza en todos sus niveles, desde el preescolar hasta el universitario, la exclusividad de la tarea de educar.

“Formar personas” eleva con exceso las expectativas de la educación tanto como encierra connotaciones de usurpación y violencia

Lo que, además de imponer a los profesores un encargo abrumador, supone la renuncia a responsabilidades que atañen tanto a los padres como al estudiante, protagonista insustituible de su propia educación.

Quien ha prestado atención a su camino tanto como al crecimiento de sus hijos, encuentra altisonantes y desmesuradas las promesas que hacen colegios, escuelas técnicas y universidades. “Estudiar y vencer”, reza el presuntuoso lema de un colegio; “inicia el camino de tu éxito”, dice una escuela de cocina; “formamos profesionales y mejores personas”, declaran algunas universidades.

Michael Sandel.


“A los seis años mis padres decidieron interrumpir mi educación y me enviaron a la escuela”, decía Bertrand Russell. Es cierto: las aulas pueden marchitar el entusiasmo de los niños así como asociar en sus corazones los más bellos frutos de la cultura (el teorema de Pitágoras, los versos de Homero o el arte renacentista) a los amargos recuerdos del tedio y el estrés. Hay saberes escolares que muchos años después reproducimos con exactitud porque los “adquirimos” por repetición, por hábito o por temor. Para sobrevivir, en suma. Lo realmente “aprendido” lo aprendimos con interés y con placer, dentro y fuera de clase.

Por lo demás, “formar personas” es una frase perturbadora, pues eleva con exceso la expectativa tanto como encierra connotaciones de usurpación y violencia. Si “formar” es en esencia “dar forma”, hay que pensar en seguida en las tres partes de esta acción: el sujeto que da forma, el objeto al que se da forma y el patrón o la horma que moldea la materia pasiva del alumno. Algunos impugnarán este análisis alegando que no es fácil hallar otros vocablos para referirse, por ejemplo, a una educación en valores y virtudes. Pero las palabras no son nunca inocentes del todo.

¿Cómo obtener de la honestidad, la solidaridad o el civismo evidencias que no sean demostraciones viciadas por la necesidad de su exhibición y su registro?

Dicho sea de paso, asegurar que se “forma” en valores y virtudes es vinculante y fuerza a volver curricular todo aquello que se resiste a la verificabilidad propia, más bien, de los conocimientos teóricos y las habilidades prácticas. ¿Cómo obtener de la honestidad o la solidaridad evidencias que no sean demostraciones viciadas por la necesidad de su exhibición y su registro?

Muchas veces se dice, y con razón, que las familias encomiendan a la escuela la crianza que ellas se abstuvieron de cumplir. Sucede que ni siquiera es cierto que las propias familias puedan “dar forma” a sus hijos. A no ser que hablemos de las opciones que las nuevas tecnologías brindan a quienes desean en sus niños ciertos rasgos específicos y la ausencia de todo defecto físico o mental, obviando lo que Michael Sandel recuerda en su nuevo libro Contra la perfección: que aceptar la imprevisibilidad es parte del amor incondicional que los hijos necesitan de sus padres.

Massimo Recalcati.


A nuestros hijos les enseñamos a lavarse los dientes, a usar los cubiertos, a recortar un papel, a tomar el autobús rumbo a casa. Pero la construcción de la personalidad de cada uno de ellos se adentra en una zona que nos está vedada y fluye a través de procesos de juego, silencio y soledad que escapan a toda regla y a toda exhortación. Incluso los educamos más cuando no nos lo proponemos, porque, a todo esto, no hay mecanismo más eficaz de aprendizaje que la observación y la imitación.

Como decía Maria Montessori, los pequeños son “esponjas” capaces de absorberlo todo. Lo que obliga, cuando menos, a dos cosas: a rodearlos de un espacio amable, estimulante y a su medida que, sin embargo, no los aísle de un mundo que alberga también la iniquidad; y, en segundo lugar, a ser nosotros mismos, sus padres, mejores individuos siendo, como somos, seres de un barro lleno de agujeros.

Ver al hijo como un proyecto de los padres anuncia un destino inexorablemente desdichado

Jean-Paul Sartre decía que “empezamos por ser niños antes de ser hombres, lo que significa que empezamos por ser objetos”. De hecho, comenta el psicoanalista italiano Massimo Recalcati, decidimos sus nombres queriendo imprimir sobre ellos intenciones que son más nuestras que de ellos. Pero está claro que ver al hijo como un proyecto de los padres anuncia un destino inexorablemente desdichado. “La vida del hijo es, por encima de todo, otra vida, ajena, distinta, imposible de entender”, añade Recalcati.

Para “formar personas” sería preciso llegar con la mirada hasta la cámara sagrada y secreta de un ser humano y, no sabiendo nosotros mismos quiénes somos con toda nitidez, menos podríamos arrogarnos el don de ver a la “persona” sobre la que vamos a actuar. Decir que se “forman personas” coloca al hijo o al estudiante delante como un objeto sobre el cual va a intervenir la ejecución de la enseñanza.

Jean-Paul Sartre.


Delante de los milenios de trayectoria cambiante de nuestra especie y delante del sendero sinuoso de cada uno de nosotros, la vieja definición de Boecio de la persona como “sustancia individual de naturaleza racional” se deshace como un trozo de hielo al sol, inútil en su deseo de apresar la humanidad en un bloque delimitado e inmutable.

En su lugar, me adhiero a José Antonio Marina cuando dice, en su Teoría de la inteligencia creadora, que “la inteligencia no existe”, que en todo caso existe un querer inteligente, un recordar inteligente, un obrar inteligente, etc. Porque, agrega, lo que cada uno de nosotros es no consiste en una suma de funciones, condiciones y suministros, sino en lo que hacemos con todo ello. La persona es ese sujeto que se adueña de lo que recibe y lo que da, y su centro, o su estructura carente de estructura, no es otra que la libertad. Si en algo consiste la formación personal es en el crecimiento de esta cualidad que solo puede correr a cargo de uno mismo, y que se pierde no cuando uno elige mal una vez, sino cuando cualquier cosa, incluso buena, lo posee y arrastra consigo, como sucede con la adicción al alcohol o al trabajo o a la perfección.

Uno pierde su libertad no cuando elige mal una vez, sino incluso cuando las cosas buenas lo poseen y arrastran consigo

Por eso, dice Recalcati, el mayor regalo que puede hacer un padre a su vástago es la libertad, como enseña la parábola del hijo pródigo de San Lucas, y acepta con tristeza, pero acepta al fin y al cabo que el hijo pida su herencia y se vaya, del mismo modo que celebra con júbilo su regreso. Pero, claro, dado que el mundo causa sin cesar miedo e incertidumbre, surge el contraproducente deseo de ejercer sobre nuestra descendencia un exceso de protección y cierto grado de control. Por eso Michel Foucault tenía motivos para ver la escuela como un lugar de vigilancia y poder.

Es esa zozobra lo que torna atractiva la promesa de “formar personas” que hacen colegios y universidades, que es emitir la garantía irreal de que el estudiante estará a salvo de todo elemento maligno. O que el hijo descarriado se recompondrá con solo ingresar en una escuela militar o religiosa. A no ser que nos parezca preferible la conducta correcta que es consecuencia del temor al castigo o, peor aún, de un reflejo condicionado a la manera del método Ludovico en la escena más atroz de la película de Stanley Kubrick, La naranja mecánica (1971).

Michel Foucault.


Si fuera cierto que una institución “forma personas”, los méritos laborales y adultos del egresado serían de ella y no de él, y lo mismo su fracaso y sus delitos. Michel de Montaigne observaba en estos términos la diferencia entre las criaturas de nuestro espíritu (los libros que escribimos) y las criaturas de nuestra sangre (nuestros hijos): las primeras “nos proporcionan mayor honor si tienen algo bueno, son más nuestras”; por el contrario, “el valor de nuestros hijos es mucho más suyo que nuestro”. Nuestros libros “nos representan mejor que nuestros propios hijos”.

La creencia de que se “forman personas” asegurando con ello que quedarán apartadas para siempre del error y del mal, envuelve una lógica inhumana que llevaría a ver en el pecado la prueba de que el mismo Dios del Génesis no fue capaz de “formar” bien a su criatura predilecta al concederle la posibilidad de tomar sus propias decisiones, es decir la libertad. Al concederle, en suma, la capacidad de amar.

Si fuera cierto que una institución “forma personas”, los méritos laborales y adultos del egresado serían de ella y no de él, y lo mismo su fracaso y sus delitos

Por lo demás, ¿qué imaginamos cuando pensamos en las “buenas personas” que queremos que sean nuestros chicos? Contra lo que diría el exitismo de nuestro tiempo, Kant respondería que una buena persona no es una suma de triunfos y medallas, sino una “buena voluntad”. Ocurre que amar al prójimo y amar todo lo que merezca ser amado, humano o sobrehumano, no es algo que “se enseñe”, pero sí algo que “se enseña”. Solo aprendemos a amar y a amar bien cuando somos amados de la misma manera. Cuando vemos y recibimos ese amor.

El amor no se predica. Se contagia. Lo inculca mejor el ambiente de un colegio o universidad (con todo lo que ello supone), antes que una estrategia didáctica o un examen de unidad. Sin ser suficiente, es sin duda indispensable que nosotros seamos en primer lugar la primera encarnación del amor sincero de todo aquello que deseamos que amen nuestros hijos. La ansiedad de que ellos sean rectos y se porten bien es, en el fondo, una extensión de la inseguridad que tenemos ante la persona que somos.

Por último, ¿cómo esperar que una persona llegue a estar ya “formada”, si el trazo que cerrará su figura final lo pondrá el último de todos sus momentos? Entonces su retrato definitivo dejará de pertenecerle para quedar en manos de esa otra forma de amor que es la memoria de los otros.

El hijo pródigo, de B. E. Murillo.


 

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