Contra Sócrates. Acerca del “espiritualismo desalmado” / Víctor H. Palacios Cruz

Detalle de La Escuela de Atenas de Rafael.

 

Se habla de Sócrates como de la primera víctima de los tantos enemigos que la razón ha tenido en su camino. Un mártir. Sucede que creerlo y en consecuencia venerarlo por ello, no nos absuelve del deber de seguir pensando. Más aún, no confiere a sus ideas un estatus divino que las ponga a salvo de la crítica. Comparto unos apuntes sobre el lado menos luminoso, incluso inhumano, del por lo demás inolvidable maestro de Atenas.

 

 

El cuerpo y la imagen

Entre 1510 y 1512, Rafael Sanzio pintó la Escuela de Atenas sobre una de las paredes de las estancias vaticanas. Entre los varios sabios de la antigüedad allí retratados aparece Sócrates, cuya figura no resulta precisamente muy favorecida en el conjunto, no solo por su ubicación hacia la izquierda del centro que ocupan Platón y Aristóteles quienes, además, lucen, como otros, magníficas telas de color azul, amarillo y otros. Sócrates, por contraste, viste un modesto atuendo de una sola pieza y tonalidad opaca.

Cuenta el historiador Michel Pastoureau que, tras la Reforma protestante, se extendió por Europa contra los gustos de la burguesía renacentista la idea de que existen colores deshonestos por ser demasiado vivaces (justamente el azul, el rojo y el amarillo) y otros más honestos por ser más bien apagados y discretos.

Michel Pastoureau.


El Sócrates pintado por Rafael dista, asimismo, de los estándares de belleza física propios de la época. Lejos del trazo apolíneo, se ve a un hombre de estatura baja que curva hacia adelante el vientre y desorbita los ojos. Rasgos más fieles a la descripción que había dado de él su contemporáneo Alcibíades al compararlo con los silenos, los “seguidores ebrios y lascivos de Dionisios”, nada menos.

Sin duda, el artista de la Escuela de Atenas, que vivió dos mil años después de Sócrates, seguía una tradición. Lo que nos recuerda que las imágenes de los personajes de siglos remotos son fruto de una mezcla de estereotipos. Los que su propio tiempo proyecta sobre ellos, y los que cada tiempo posterior añade desde su propia cultura. En sus Vidas paralelas, Plutarco habla de la célebre hermosura de Cleopatra, la reina de Egipto que deslumbró a Roma, como una cualidad debida no tanto a sus rasgos fisonómicos sino a su personalidad fuerte y sagaz, en contra, por ejemplo, de la imagen que proyectó de ella la Elizabeth Taylor de la película de Joseph Mankiewicz (1963). 

 

Rechazo del cuerpo y del mundo

En ese sentido, el óleo La muerte de Sócrates del francés Jacques-Louis David (1787) dio de Sócrates una versión menos desagraciada que, sin embargo, mantenía el gesto de un anciano que discute malhumorado. Ocurre que, más allá de la escasez de fuentes, hay que decir que la persistente “fealdad” de sus diversos retratos convenía inesperadamente a los intereses del propio filósofo. En concreto, a las ideas que enseñó. Entre ellas, el repudio del cuerpo en favor de la superioridad  del alma.

La muerte de Sócrates de J. L. David.


En sus Recuerdos de Sócrates, Jenofonte dice de él que era “el más austero para los placeres del amor y la comida”, así como “durísimo frente al frío, el calor y todas las fatigas”. Hacia el final de la Apología que escribió Platón, resignado ante el veredicto de los jueces, Sócrates pide a sus conciudadanos que velen por que sus hijos cuiden de su espíritu y no cedan a las preocupaciones terrenales, de modo que si obraran contrariamente merezcan reprensión por ello.

Por otra parte, la renuncia de Sócrates a poner por escrito sus ideas –vista como una señal de que el filosofar reside en el diálogo vivo y no en los trazos inertes sobre una superficie– puede ser incluso legítimamente reinterpretada como el deseo de evitar que el pensamiento descienda del aire de lo hablado a un soporte material que envilece a la inteligencia y consumirá el agua, el fuego o la carcoma.

No fue, por supuesto, el primer sabio ágrafo de la historia. También Heráclito y Pitágoras desestimaron escribir sus filosofías. Heráclito por un franco desprecio por la humanidad, y Pitágoras por la convicción de que el común de los mortales no estaba preparado para recibir la eminente sabiduría de su escuela.

Versión de Sócrates en un conjunto escultórico en Montevideo (Uruguay).


Sea como sea, Sócrates, al menos el personaje que Platón se empeñó en construir, al vituperar la carne necesariamente renegaba del orden de cosas del que ella participaba. No es nada casual que, en el Fedro, Platón mismo juzgara los libros como un mal que haría a las almas “descuidar la memoria” y creer que el pensar viene desde afuera. Aun cuando él mismo, por cierto, fue el autor de numerosos diálogos y cartas.

De cualquier manera el pensamiento socrático se libraba, así, de la agitada heterodoxia a la que se expone la existencia de un libro. Como sucedió con las grandes religiones –cristianismo, judaísmo e islamismo–, la escritura fija de un texto queda sin remedio sujeta a las lecturas cambiantes de lectores de distintos presentes.

 

El espiritualismo socrático y platónico

En otro de los diálogos de Platón, el Fedón, se relatan los últimos momentos que pasó Sócrates con sus discípulos antes de beber la cicuta. Luego de haber hablado sobre la inmortalidad del alma, Critón le pregunta “¿cómo te gustaría que te enterremos?” A lo que Sócrates contesta con ironía: “Como quieran. Si es que me atrapan y no logro escapar de ustedes”. Luego de lo cual reprocha a Critón el no entender que él no será el cadáver que dejará cuando suceda lo irreparable. Que Sócrates es el que habla y razona y que, al morir, se elevará “al cielo de los bienaventurados”.

Jean Cocteau, poeta y artista.


Sea por influencia de Pitágoras, de Parménides o del orfismo que provenía de Oriente, Sócrates entendía que la humanidad se concentra en eso que los griegos llamaban psiché (alma) o pneuma (espíritu), o lo que Descartes llamará mucho después res cogitans o, simplemente, “razón”. Reunido lo humano en solo uno de sus lados, el cuerpo queda inmediatamente excluido, puesto a cierta distancia y tratado como estorbo o bulto. “Cárcel del alma”, dirá Platón, y causa de nuestra ignorancia y nuestros pleitos.

Jenofonte confirma, por cierto, que el sabio ateniense afrontó su final con admirable “calma y virilidad”. Ocurre que, coherente con sus principios, Sócrates no podía ver su muerte sino como un hecho que acaecería únicamente a la fisiología, dejando intacto su ser. Platón dirá más adelante que la muerte es la liberación de lazo que mezquinamente nos ata a la materia como a un reino de sombras.

De pronto, volviendo al relato del Fedón, sus discípulos rompen a llorar apenas se lleva la copa del veneno a la boca. Tal como recoge la obra de Jacques-Louis David, Sócrates se enfada con ellos. “Por ese motivo despedí a las mujeres, para que no desentonaran”, dice severamente. ¿A qué mujeres se refiere? El Fedón dice que entraron para despedirse, sin permanecer mucho tiempo con él, “las mujeres de su familia y sus tres hijos, uno de ellos aún pequeño”. Cabe imaginar que una de ellas era Jantipa, su esposa, de la que –¿por intención del propio Sócrates o de Platón, intoxicados por la misoginia de su tiempo?– ha quedado la fama de que tenía mal genio y solía burlarse de su ilustre marido. Diógenes Laercio cuenta que, en una ocasión, ella vació un recipiente con aguas sucias sobre la cabeza del filósofo.

Edgar Morin.


De cualquier manera, Sócrates repudia las expresiones de dolor de quienes, como dice Platón, “lloran no por él, sino por nosotros mismos, que quedaremos huérfanos de tan buen maestro”, y las considera indignas de un filósofo. En rigor, más que indignas son, en todo caso, impropias de una filosofía para la cual es inaceptable consentir que los asuntos del cuerpo interfieran en el alma.

 

Repudio del cuerpo e incapacidad para la compasión

Tan parecidamente a Sócrates, como dice Edgar Morin en su ensayo El hombre y la muerte, el estoicismo “separa sistemática y totalmente el espíritu del cuerpo, a fin de que la miseria de este no afecte al espíritu”. El estoicismo vacía de sentido, y por tanto de drama, a la muerte. Pero al precio de vaciar de valor a la vida misma.

Curtido en el rechazo de las inclinaciones carnales, Sócrates acaba por negar todo aquello que el cuerpo desata, emociones incluidas, segando con ello no solo las trampas de los sentidos, sino también la capacidad para compadecerse del prójimo. Una capacidad que empieza, insisto, en la hostilidad ejercida contra uno mismo.

Por el contrario, y sin dejar de alabar a Sócrates, Jenofonte defiende la conveniencia de cuidar nuestro organismo, cuya salud es importante para la actividad del pensar. “La falta de memoria, la desmoralización, la irascibilidad, la locura –a menudo debido a la mala salud física– invaden el pensamiento de muchos de tal manera que incluso expulsan los conocimientos”.

En suma, bien cubierto por una valentía que costaría mucho más a quien asumiera la integridad psicofísica de su ser, el espiritualismo socrático saca brillo a su temple quitando las impurezas de una sensibilidad por la cual nos llega, también, el estado de nuestro semejante (sus dolores, sus penas), en aras de una inhumana impasibilidad.

Detalle de Ángel consolando a Jesús en Getsemaní, de C. Bloch.


 

La humanidad encarnada y amorosa de Jesucristo

A menudo se ha comparado la condena a Sócrates con la que otros, como Mahatma Gandhi, Martin Luther King o Jesucristo, sufrieron trágicamente de parte de una sociedad que no soportaba sus prédicas. Sin embargo, existen graves diferencias entre el filósofo ateniense y el Maestro de Galilea. Al menos el que conozco de los Evangelios no se avergonzó jamás de las lágrimas que la muerte suscita y, él mismo, lloró ante la tumba de Lázaro. Llegó incluso a derramar lágrimas de sangre durante la visión de su propio sufrimiento en la noche de Getsemaní.

De hecho, la lógica indica que la ofrenda de su propia vida en la Cruz tenía sentido solo desde una afirmación sin reservas de su intrínseca grandeza. Según el Nuevo Testamento, la falta de esa imperturbabilidad socrática y estoica ante lo terrible no le llevó, sin embargo, a retroceder en su determinación de encarar su destino y beber el cáliz “hasta la última gota”.

En lo alto del Gólgota, Jesucristo tampoco pide que alejen a las mujeres que lo lloran y permanecen al pie de la cruz. Allí están María, su madre, y María Magdalena, la mujer sorprendida en adulterio a la que Él libró de ser lapidada por una turba de hombres más preocupados por la ley que por las personas.

Si Cristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hizo carne al hacerse hombre “y habitó entre nosotros”, no puede quedar nunca más, para quien se llame cristiano, la duda de que todo lo que se toca en nosotros es parte no denigrante sino esencial de lo que somos. Que atacar el cuerpo es despojarlo de su dignidad y validar su maltrato.

Al fin y al cabo, los milagros narrados en los Evangelios tratan todos acerca del cuerpo: devolver la vista a un ciego y el andar a un paralítico, convertir el agua en vino y multiplicar los panes y los peces para una hambrienta muchedumbre. También devolver a la cabeza de Malco la oreja cortada por la espada de Pedro. Para un creyente, el más grande de los Sacramentos es la Eucaristía, que es la celebración de una comida en la que se pronuncian las palabras de la víspera del Viernes Santo: “este es mi cuerpo, ésta es mi sangre”.

El mismo Maestro que vino y partió como hombre, se despidió de los suyos advirtiendo que la gran virtud que los distinguiría como tales no sería el no ser lujuriosos ni glotones. Tampoco el ser sabios y no equivocarse en sus opiniones, sino más bien, el “amarse los unos a los otros”. (Caridad a la que se lastima cada vez que se entresaca la Verdad de su contexto evangélico para dividir a la gente entre correctos e incorrectos, sabios e ignorantes, y superiores e inferiores.)

La hospitalidad más elemental se dirige siempre a la persona a través de la ineludible instancia del cuerpo: dar posada, ceder un asiento, ofrecer un café. Y no se atreva nadie a decirle a una madre o un padre, como yo, que sus hijos son solo espíritu. Nosotros, que no amamos si no es acariciando; curando y lavando sus cuerpos; dando besos y abrazos con la mayor fuerza posible que ratifique la verdad de que ellos existen y nosotros con ellos.

Michel de Montaigne.

 

Conclusión

No es extraño, pues, que la conducta más insolidaria ante las tristezas ajenas provenga de esa forma más refinada de egoísmo de quienes, confundidos por sus miedos y por su holgura material, se jactan, como Sócrates, de poner a raya el cuerpo y sujetarlo por medio de ayunos y suplicios, así como por una mirada enérgicamente dirigida hacia lo celeste. Un perfeccionismo moral o ascetismo riguroso que los vuelve, de pronto, “desalmados” con sus vecinos, impermeables al clamor de quienes no tienen sus privilegios ni sus conocimientos. “¿El mayor pecado contra el Espíritu no es ser espiritual?”, preguntaba Jean Cocteau.

En todo caso, prefiero a un Michel de Montaigne que, coincidiendo con Sócrates en la aceptación del “solo sé que nada sé”, por tanto en la reconciliación con la finitud de nuestro ser que nos ahorra la odiosa tentación de vernos como dioses, no tiene reparo en festejar la existencia de los libros (que Sócrates no quiso escribir), los viajes que nos ayudan a “rozar y limar nuestro cerebro con el de otros” y, sobre todo, la conversación, al punto que “preferiría perder la vista antes que el oído”, por el que nos llega el testimonio del prójimo.

Nada resume tan sencilla y encantadoramente la humanidad del autor de Los ensayos que estas palabras tan llenas de sentido común: “detesto que nos prescriban tener el espíritu en las nubes mientras nuestro cuerpo se encuentra en la mesa”. Así, “cuando bailo, bailo; cuando duermo, duermo”, del mismo modo que cuando rezo, rezo, y cuando medito, medito. En resumen, un saber vivir que es un saber situarse en cada ocasión y, primero que nada, en cómo somos por todos nuestros costados. Sin impaciencias ni reniegos, moderando lo que haya que moderar sin desollarnos la piel en ello. Afirmar una sonriente finitud, únicamente desde cuyos límites es posible lanzar una mirada lealmente devota hacia la lejanía y la inmensidad.

 

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