Por una universidad más humana, flexible y abierta. Una crítica de la “cultura del éxito” / Víctor H. Palacios Cruz


 

Ya es hora de cambiar el modelo de educación superior y aspirar a unos estudios más abiertos y transversales. Michel Serres decía que es más estimulante colocar el departamento de psicología junto al de arquitectura, o el de economía junto al de filosofía. Se consiguen miradas más amplias producto del intercambio. Así también, la carrera de un estudiante debe poder ser interdisciplinaria, sin dejar de ser especializada. Para impulsar sus conocimientos, pero también para permitirle equivocarse, retroceder y volver a empezar. Al estudiante no se le debe negar el discutir el rumbo elegido. Incluso debe facilitársele el trámite administrativo que derive de ello, así como animársele a seguir asignaturas de otras carreras y compartir actividades con otros alumnos. Solo así, cruzando umbrales, podrá alcanzar un mejor encuadre de sus pasos y sus anhelos. Habiendo entrado en la universidad, sentirá que no ha perdido la libertad para descubrir dónde quiere finalmente estar, trabajar, comunicarse y ser feliz.


 

“No bajes la meta, aumenta el esfuerzo”. Frases como esta se repiten en la publicidad de las universidades y de sus programas de pregrado y posgrado: “Busca el éxito, sé un triunfador, alcanza tus sueños”. Eslóganes manidos e imperiosos que planean sobre el tráfico urbano y asoman con insistencia cuando navegamos por la red.

A la mentalidad exitista que los inspira le va muy bien la imagen de una autopista o de una cinta transportadora en una fábrica. Hay que ir derecho al destino, sin demoras ni desvíos. Cualquier obstáculo será arrollado. Cuanto más rápido, mejor. Para qué distraerse con teorías. El movimiento debe ser constante y sin retrocesos. (Díganles a los filósofos que lo que enseñan debe “servir para algo”, que se trata ante todo de actuar y producir. Pensar es el opio del pueblo.)

Este envenenado optimismo celebra un extraño matrimonio con la muerte, puesto que al exaltar la meta mira hacia el fin del proceso y aplaude solo cuando éste ha concluido. En la ética del éxito, es mejor escoger las cosas que tienen un término y no las que se abren a lo imposible o inabarcable. Nada de ideales que impongan rutas abiertas e indefinidas. Hay que amar no el camino, sino el resultado.



Contaminados por esta mentalidad, muchos padres miran a sus hijos y ven solo vidas incompletas. Creen que solo serán personas cuando cumplan ciertas metas, cuando es evidente que ya lo son a todos los efectos y que, ahora mismo, pueden sentirse los seres más felices de la Tierra si son amados como tales al margen de sus logros.

Por cierto, exitus en latín significa “término” o “salida”. Vaya, los apóstoles del “éxito” –no en las empresas, sino en colegios y universidades– aman la llegada antes que el trayecto. Aman morir antes que vivir. Por ello, tácitamente validan el cinismo de ganar sin que importe cómo se juega y sin que importe que no se juegue. Si hay atajos, mejor, ¿verdad, señor Mourinho? ¿Verdad, señor Bilardo? ¿Verdad, Lance Amstrong?

Mientras tanto, el adolescente vive en el aire, inestable, expuesto a la mínima corriente de aire, pues ya no es un niño pero tampoco un adulto. Para colmo las hormonas lo confunden. Por un lado, varios turbios negocios se disputan sus propinas; por el otro, ciertas voces lo hacen sentir culpable por ser solamente humano.



En medio de la borrasca, las señales del éxito traen consigo un efecto disipador y tranquilizante en el ánimo de un muchacho. Es la flecha y el horizonte que brillan con alta definición más allá de la niebla. Por ejemplo, la imagen de su propio futuro en alta definición en que se le ve con un birrete, sonriente, blandiendo el pliego enrollado de un título que anuncia un trabajo seguro, un sueldo generoso y la plenitud irreprochable.

Ese es luego el estudiante que, en la vida diaria, no tolera una mala nota como parte del aprendizaje. El que no acepta no aprobar una asignatura porque es un fracaso y la humillación más grande. Ese es el estudiante que más que leer y disfrutar de hacerlo, pasea su mirada hambrienta buscando sobre las páginas la presa con la que habrá de redactar un ensayo o una tesis. Ese es el que corre de las clases de la facultad a las de idiomas y luego al gimnasio, puesto que si no colma su agenda será menos, será poco o será nada. Es también el egresado que aceptará a regañadientes ser enviado, en su inicio laboral, a un humilde colegio o a la posta médica del último rincón del país al que no volverá nunca más.

En el universo exitista, el alumno vive ansioso porque se sabe comparado de continuo con sus compañeros y medido no por lo que aprende sino por lo que acumula. Si flaquea, el equipo de psicólogos lo ayudará a recuperar el ritmo y volver a la pista. El rumbo no se toca. La producción no debe parar.



Ese es el estudiante que bebe café no para captar su sabor, sino para no sentir su cansancio y para no sentirse a sí mismo. De ahí que termine prefiriendo un energizante que va directo a la vena antes que un buen café que recorre ceremoniosamente su organismo y entra en tertulia con su espíritu.

Para la mentalidad exitista no importan las ideas, los intentos y las exploraciones. Solo cuenta la ganancia que todo ello traiga consigo. A mi alrededor las universidades seducen a los adolescentes para que vengan a sus aulas. Estando allí los adulan para que no renuncien, y los tientan con los beneficios de sacar notas altas (descuentos, becas, convenios de viajes). Pero ¿acaso dedican tiempo y espacios para escucharlos y acompañarlos en sus temores, dudas y vacilaciones?

En la moral del éxito, copiada de la industria, el esfuerzo se asocia no con la conquista de cualidades, sino con la entrega de un trabajo o la superación de un examen. No con el crecimiento de los sentidos, la inteligencia y el corazón, sino, en todo caso, con un crecimiento puramente individual (nada de bien común y solidaridad, por favor) entendido como un récord de certificados y calificaciones.



“No bajes la meta, aumenta el esfuerzo” significa, pues, que no está permitido mirar atrás. La meta es incuestionable, tiránica. Solo hay que buscar los medios a prisa y deben ser los mejores. Solo nosotros los tenemos, dice cada universidad al oído. Tú solo sigue adelante. No es bueno equivocarse. Peor aún, creer que te has equivocado. No consientas esas tentaciones. Expulsa de tu rutina los silencios y vacíos donde se oye a esa otra parte de tu yo que hace preguntas y mira la vida.

No cambies de carrera ni de universidad. Eso cuesta. No importa que, avanzando en línea recta, te estrelles contra un muro o caigas a un precipicio. Importa aún menos que quien llegue hasta el final y se gradúe con lindos selfies para la inmortalidad, no seas tú sino tu yo superior. El ser exitoso, radiante y con plata que seguirá usando tu cuerpo y tus latidos para existir.

 

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