Duchamp, Picasso y la mirada de los niños/ Víctor H. Palacios Cruz

 

Duchamp, Fuente (1917).

Este texto fue activado por la lectura del libro Proyectos encontrados. Arquitecturas de la alteración y el desvelo, de Juan José López de la Cruz, con réplica de Ángel Martínez G. (Sevilla: Recolectores Urbanos, 2012).

 

En 1917 y bajo seudónimo, Marcel Duchamp decidió enviar una obra de arte a la Sociedad de Artistas Independientes de París. Ante el estupor del jurado, la pieza resultó ser un urinario de porcelana comprado en un almacén que llevaba por título “Fuente”. La obra fue rechazada, pero el hecho supuso todo un impacto para el arte y la cultura, en el cual algunos vieron un lúdico intento de resignificación de “objetos encontrados”; y otros, una crítica al museo como espacio que otorga la categoría de arte a todo aquello que cobijan sus instalaciones.

Sin embargo, cabe otra posible interpretación: ver arte en un urinario –como verlo en una botella, una lámpara o un tanque industrial–, no es única y necesariamente un acto de rebeldía contra lo establecido. Puede tratarse de pronto de un gesto más pura y primordialmente artístico, en el sentido de que encierra no tanto un deseo de innovación sino de retorno. La vuelta al origen de toda creación artística que es el hecho extremadamente natural, y humano, de no ver solo lo que “en realidad” vemos. No contentarse con que esto es una manzana, una piedra o una mancha en la pared.

Tal vez Pablo Picasso entendió en esos términos la irreverencia de Duchamp cuando, años después, presentó su escultura “Cabeza de toro”, que no era más que la unión del manillar y el sillín de una bicicleta desechada. El principio era el mismo: no ver el manillar sino un par de cuernos; no el sillín sino la testa de un vacuno. Algo parecido a cómo muchos, y no precisamente en estado de delirio, ven en un árbol una silueta humana y en las nubes del cielo las más variadas figuras.

Picasso, Cabeza de toro (1943).


Es incluso un cliché tomar estas “alteraciones” como ensoñaciones de poetas, locos u holgazanes. Pero en verdad se trata de la misma actitud que llevó a Cezanne o Magritte a ver algo más donde otros miraban lo ordinario o simplemente no miraban; y la misma que permitió a Da Vinci ver en pájaros y murciélagos los mecanismos con los que diseñar una máquina para volar, y la que llevó a los arquitectos griegos a reflejar en las columnas de sus templos los troncos de los árboles que cedían ante el peso de los follajes.

Ver más allá, bifurcar líneas, cambiar el contexto. ¿No es eso también lo que nos hizo ver en el vapor que levantaba la tapa de una tetera la fuerza que podía mover a una locomotora? ¿No fue así –mirando con libertad, añadiendo, quitando o reordenando– que nuestros ancestros descubrieron una jabalina en la rama de una acacia o un arma en el fémur de un cuadrúpedo?

Sucede que esa mirada imaginativa, libre de prisas y necesidades, es la que también tienen nuestros niños en su primera relación con lo circundante, al punto que yo mismo siento que echo a perder algo en mis hijos pequeños cuando, por ejemplo, me preguntan qué es o cómo se llama algo que les parece nuevo y, en lugar de pedirles que me digan qué ven ellos, les doy una respuesta. Al decirles que es un “engrapador” o un “montacarga”, les regalo una nueva palabra que los ayudará a vivir, pero al precio de reducir bruscamente su visión de los objetos a solo la forma y la función que éstos tienen en esa manera tan adulta que tenemos de clasificar lo que vemos.

Magritte, Golkonda (1953).


Me fascina que mis hijos, Patricio de casi tres años y Benjamín de casi cinco, sabiendo ya para qué sirve un tubo de pastillas no renuncian a ver en él una aplanadora o una torre. Benjamín dice que el felpudo junto al umbral de la puerta es un pozo profundo que debemos sortear, y salir de casa se convierte en una aventura. Luego le da un mordisco a un pan, toma el resto, lo eleva y dice: “es una Luna”. Cuando salimos a caminar, arranca una flor para llevársela a mi esposa. Pero una tarde en lugar de una flor, escogió una hoja. Una ribeteada con un color verde más claro. “Es para mamá”, dijo. Su sentido de la belleza crecía y ya no eran precisos una forma o un color llamativos para que algo pudiera ser el digno obsequio que entregar a quien ama.

Otro día, Patricio tomó un rastrillo de plástico como si fuera una guitarra eléctrica que tocaba mientras sonaba una canción de rock. Después encontramos en una tienda una guitarra de juguete, sin cuerdas pero con botones para pulsar sonidos. Patricio la quiso, la compramos y de inmediato jugó con ella. Pocos días después la dejó a un lado, y volvió al viejo rastrillo de plástico que hasta ahora sigue prefiriendo cuando se trata de repetir ese juego.

¿La forma del rastrillo le recordaba a una guitarra vista en algún video? ¿Despertaba en él un apego del que no quería deshacerse? Quizá Patricio sentía que, a diferencia de la guitarra de juguete, el rastrillo no lo privaba del esfuerzo de simular el instrumento musical, y ese acto de imaginar era lo que volvía más divertido su juego.

Bruno Schulz, retratado por N. Swietzer.


Las reacciones conservadoras que se ven en un tiempo de agitación y novedades como el nuestro, son en realidad el recordatorio de una conducta atávica. Pequeños y solos ante el universo, el espectáculo de lo que sin cesar se mueve y varía nos intranquiliza al evocar las incertidumbres de nuestra remota etapa de nómadas y recolectores. Un día decidimos acampar y, al hacerlo, quisimos que el resto de las criaturas igualmente se establecieran y organizaran a nuestro alrededor.

Por eso el filósofo de una Atenas civilizada, Aristóteles, no podía soportar al ermitaño Heráclito que declaraba que todo se movía y nada era permanente. Vértigo y caos que el autor de la Metafísica creyó disipar tendiendo una trama de nociones y taxonomías que sujetaran a los inquietos seres de la inmensa realidad.

Herederos del Estagirita, llevamos con nosotros esa tendencia posesiva y nerviosa a que las cosas se detengan y limiten a ser solo lo que decimos que son, convirtiendo la percepción ocurrente e inventiva en un fallo propio de la inmadurez que, de paso, impediría colocar etiquetas sobre los productos de un supermercado.

Silo-granero de la Butler, y prototipos de vivienda de Buckminster Fuller.


Detrás de este afán de control, está la suposición, o más bien la “imaginación”, de que nuestra cabeza es capaz de obtener copias fieles y completas de lo existente. La soberbia de creer que abarcamos el universo gracias al aire de nuestras abstracciones acabó en la teoría de Descartes, según la cual tenemos ideas innatas que, al asegurarnos el saber necesario, nos eximen de consultar nuestras experiencias y las de los demás, como si se tratara de esquemas de origen divino capaces de dictar a la realidad su aspecto y su comportamiento.

Desde Antonio Damasio hasta Francisco Mora, nuestros neurocientíficos se han ocupado de desmantelar educadamente todas estas presunciones concluyendo que nuestra mente no es un espejo de las cosas, sino que más bien elabora una versión a partir de una variedad de señales físicas que el cerebro traduce a redes y mapas que una estructura orgánica distinta habría compuesto también de una forma distinta.

Hallazgos que veo tan favorables a la buena convivencia, ya que muestran que no es extraño que otra persona o nosotros mismos veamos algo diferente en las mismas cosas que miramos. Que las discrepancias no son ocasiones para la fricción, sino para el intercambio y el impulso de los lazos personales. Que cuando Patricio dice de una botella de plástico grande que es su bebé y la abraza en consecuencia, no tengo que corregirlo o ver en ello un hecho preocupante al que solo la ternura infantil puede disculpar, cuando bien puede tratarse del asomo de una futura capacidad de cuidado y de cariño.

Juan José López de la Cruz.


En su bello libro Proyectos encontrados. Arquitecturas de la alteración y el desvelo, Juan José López de la Cruz cita el caso de Buckminster Fuller quien, durante un viaje por el estado de Misouri, vio al lado de la autopista, junto a unos campos de trigo, enormes depósitos de aspecto circular y plateado destinados a recoger y transportar la cosecha. “Esos bidones de grano poseían suficiente espacio para alojar a una familia con un 80% de ahorro con respecto al coste de la edificación en la industria de la construcción”. En otoño de 1941, el patio de MoMA de New York acogía la exposición de la casa-depósito de Buckminster Fuller, que luego inspirará la reutilización de partes industriales en la difícil tarea de satisfacer la demanda de viviendas creciente años después de la Segunda Guerra Mundial.

Quizá el más genuino progreso humano no consista en mirar hacia adelante sino, como decía Bruno Schulz, en “madurar hacia la infancia”.

 


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