El maltrato al profesor universitario. Sobre un artículo de Javier H. Espinoza Escobar / Víctor H. Palacios Cruz
La reciente publicación, en una revista especializada, de
un artículo del experto en derecho laboral, profesor e investigador, Javier H.
Espinoza Escobar, en el que examina la práctica, cuestionablemente habitual en
el Perú, del contrato temporal del docente universitario merece difusión entre
colegas, estudiantes y ciudadanos a quienes la educación superior concierne y
afecta. Es un análisis jurídico serio cuya notable contribución desean destacar
mis propias reflexiones a las que añado, finalmente, unas citas del artículo
mencionado y un enlace para leer el texto completo.
Degradar la educación es, en cualquier sociedad, un hecho
más grave que robar dinero público o corromper a un funcionario. Ignorar o
despreciar su incidencia en el destino de las personas y en la viabilidad social
del país, entregándola a las mismas leyes que rigen la venta de un par de
zapatos, sin los resguardos propios no del asistencialismo, sino de un Estado que
tutela responsablemente el bien común, es un acto ruin que institucionaliza la
ineptitud y lleva a los jóvenes o a la frustración o a la búsqueda
inescrupulosa del beneficio propio.
Para colmo, un problema como este no suscita la alarma ciudadana
puesto que sus estragos no tienen la estridencia de otras desgracias cotidianas.
El daño infligido a la tarea delicada y compleja de dar una buena clase no
tiene el impacto periodístico de un desastre natural, una infidelidad de
farándula o un crimen callejero. Sus efectos son silenciosos y difusos. Pero,
pasado un tiempo, el agua perfora la roca.
Es en particular el caso de la enseñanza universitaria en
el Perú, donde para empezar el número exorbitante de universidades es un hecho que no
tiene comparación en ninguna parte del mundo. Como es evidente, la explosión del
número de aulas y el surgimiento de legiones de docentes sin credenciales
éticas, científicas y pedagógicas, no ha venido precisamente a mejorar la vida
de todos los peruanos.
Incluso se diría que un egresado que termina haciendo lo
que anhelaba, y haciéndolo bien, es un verdadero milagro. Un alma a la que el
sistema no pudo ni pervertir ni desalentar, inmunizada tal vez por una vocación
a prueba de fuego unida a la huella de algunos buenos profesores que se
cruzaron en su camino.
Con honorables excepciones, hasta las universidades de cierto
merecido prestigio son, pese a todo, viveros donde se cultiva y profesionaliza la
indiferencia humana, y donde los saberes y recursos son solo insumos para la gloria
individual. ¿Exagero? ¿Serán solo casualidad los miles de licenciados para
quienes el paciente trabajo de servir al país es un aerolito errante comparado
con el sol brillante del estatus y el éxito personal?
El desierto de la honestidad política debe ser, también, producto
de una profunda insolidaridad generacional. Incluso cuando los propios padres hablan
con orgullo de la educación universitaria que dieron a sus hijos, no se
refieren a lo felices que son en lo que hacen o cuánto aportan a su comunidad,
sino a los puestos de trabajo destacados y a los excelentes salarios que ahora
tienen.
Qué extraño sería ver en el mundo civilizado lo que en el
Perú es, sin embargo, tan común: que las universidades asedien a los alumnos del
último año de secundaria, yendo a sus colegios o trayéndolos a sus campus en
animadas visitas guiadas destinadas a seducirlos con sus trillados discursos de
“éxito y liderazgo” y un bonito merchandising de regalo, olvidando que tratan
con una población vulnerable, que carece aún de los elementos de juicio suficientes para dirimir sus ilusiones.
¿Quién a los 16 años puede tener claridad sobre
aquello a lo que quiere dedicar su vida entera? Conminar al adolescente a dar
ese paso tan pronto es como imponerle un matrimonio con garantía de divorcio o resignación.
Por lo que me pregunto si el acoso de la publicidad universitaria a chicos
escolares no califica también como una nueva modalidad del abuso de menores.
Del mismo modo me pregunto en qué consiste y cómo se acredita
la calidad educativa en una universidad que somete a sus docentes a una carga
lectiva paralizante y a clases extensas y sin pausa. Peor aún, a la precariedad
del contrato temporal cuya continua renovación a lo largo de varios años se vuelve
por sí misma absurda, como observa en su lúcido análisis el experto en derecho
laboral Javier H. Espinoza (ver citas abajo). Profesores sin medios ni incentivos
para dedicar tiempo a sus alumnos y al alimento de la lectura, la investigación
y el diálogo intelectual. Profesores que muchas veces siguen recibiendo los
mismos sueldos de hace cinco años, mientras las familias de los alumnos pagan pensiones
que están perfectamente al día con la economía post-pandemia.
Con un gran número de docentes contratados por horas, ¿qué
clase de comunidad del saber e identidad corporativa pueden llegar a consolidarse
y madurar? ¿No es una falta denunciable que una
universidad ofrezca el paraíso cuando carece de un profesorado propio y
tan solo circula por su campus, a prisa y con fatiga, una muchedumbre de
docentes golondrinos? Profesores forzados a subemplearse y a rebajar la
calidad de su tarea, a no ser que quieran inmolarse dando a veces treinta y
pico horas de clases con la misma e idéntica pasión.
La multiplicación desaforada de universidades, con la consiguiente competencia encarnizada, crea una apabullante demanda de plazas docentes al mismo tiempo que las devalúa. El precio lo pagan los estudiantes que quedan en manos o bien de buenos docentes frustrados y exhaustos, o bien de mediocres o pícaros que crean un mercado clandestino de las notas que se paga con dinero o de otros modos más repudiables y abyectos.
Lo terrible moralmente es que los chicos a los que se les dice que ya son universitarios saben bien que no lo son. Aunque digan lo contrario, saben que no poseen todavía las cualidades académicas necesarias y saben, también, que no se les aprueba con rigor. Con el rumbo personal aún por esclarecer, ¿qué grado de pertenencia universitaria se les puede pedir? Confundidos, resuelven el dilema asumiendo lo que a diario se les transmite: que nada ni nadie tiene que ser lo que "se dice" que es. En definitiva, la normalización del cinismo y la burla de la vida.
SUNEDU fue en su momento una forma de intentar revertir
la catástrofe. Pero si en realidad hubiera podido hacer todo su trabajo, habría
tenido que cerrar muchas universidades a las que a regañadientes concedió un
licenciamiento sujeto a mejoras futuras. De hecho, otro de los grandes
obstáculos que ha tenido en su labor, aparte de los turbios negocios de los
legisladores, ha sido la ley laboral existente, que permite decir a muchas
universidades que en todo lo que hacen no se apartan de lo permitido por el
derecho (de ello también se ocupa el artículo de Javier H. Espinoza). Como si el no hacer lo que la ley expresamente
prohíbe las disculpara por no hacer todo lo que ella no manda y que, sin
embargo, es lo que le da sentido e identidad a su existencia.
Un buen músico o taxista no descuida su instrumento de
trabajo. Más bien comprende su funcionamiento y está extremadamente atento a la
menor señal de alarma. Cuida aquello por medio de lo cual brinda un servicio y entrega su talento. Una responsabilidad sencilla que haría esperar de las universidades
que se ocupen con el mismo esmero no solo de pintar sus fachadas, mimar sus jardines
y actualizar sus tecnologías, sino también de cuidar al principal
activo de su propuesta educativa, que no es la malla curricular ni el puesto en
un ránking, sino la humanidad de cada uno de sus profesores.
Un ser que no es únicamente un cuerpo que entra y habla en el aula, sino también una inteligencia, una sensibilidad, una experiencia, una salud, un estado de ánimo y una pasión con la que, más que dar conocimientos e inducir destrezas, ha de imprimir en los corazones de los estudiantes la herramienta más grande de aprendizaje y de transformación individual y colectiva que es el amor del mundo y, con ello, las ganas de comprenderlo, cuidarlo y compartirlo.
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Citas del artículo “La contratación temporal de los docentes
universitarios. Necesidad de un reexamen desde la Constitución peruana”,
aparecido en la revista Estudios constitucionales (Universidad de Talca, Chile;
vol. 22, número 2, 2023), del abogado experto en derecho
laboral, además de profesor e investigador universitario, Javier H. Espinoza
Escobar.
A partir de las dos últimas décadas del siglo XX, la universidad se ha
visto afectada por el modelo económico neoliberal que extendió su influencia en
el campo educativo. La ausencia de un ideal cultural y educativo para la
educación universitaria permitió —además— que esta sucumba a los ideales
económicos de competitividad y productividad, trayendo como consecuencia el
incremento de los procesos de privatización y mercantilización de la
universidad, convirtiendo al docente universitario en un “trabajador precario,
sometido a la flexibilización contractual y a la precarización de sus
condiciones no sólo contractuales, sino ocupacionales en general, es decir, las
físicas y materiales propias del puesto de trabajo, y de su vinculación social
a la organización”.
De estas disposiciones interesa analizar aquella que autoriza, de
manera genérica y sin referencia causal específica, la contratación a plazo
determinado de los docentes “en los niveles y condiciones que fija el respectivo
contrato”. Se trata de una nueva modalidad contractual a plazo determinado que
se suma al gran abanico de modalidades introducidas por la reforma laboral
flexibilizadora de la década de los noventa del siglo pasado. Si bien esta
disposición es aplicable tanto para las universidades públicas como privadas,
el análisis se centrará en las universidades privadas. Se plantea que esta
disposición “especial” vulnera derechos constitucionales y principios
laborales: el derecho a la estabilidad laboral, el principio de continuidad, el
principio de causalidad y el principio protector. Asimismo, afecta el principio
de igualdad y el principio de reserva legal. Se coloca a los docentes en
situación de precariedad, condicionando el disfrute de los demás derechos
laborales, afectando su prestación de servicios y, como lógica consecuencia, la
calidad del servicio universitario.
La estabilidad laboral como derecho reconocido en los instrumentos
internacionales y la Constitución36 se fundamenta en el principio de
continuidad. Este “expresa la tendencia actual del Derecho del Trabajo de
atribuirle la más larga duración a la relación laboral desde todos los puntos
de vista y en todos los aspectos”. Constituye un mecanismo que proscribe “la
extinción caprichosa ya sea esta […] basada en el despido o en el uso
arbitrario de un término contractual”. Implica la “subsistencia necesaria de un
contrato de trabajo mientras se mantenga la causa que le dio origen y no
sobrevenga otra que justifique su conclusión”.
La estabilidad laboral de entrada y de salida generan todo un sistema
de protección que se construye en torno al principio de continuidad. La
protección al trabajador sería ineficaz si se consagrase la estabilidad de
salida y no la de entrada. Si se dejase la contratación a plazo fijo a la
voluntad del empleador, previsiblemente, optará por esta “sustituyendo así los
rigores y contingencias propias del despido mediante el expeditivo recurso de
la no renovación del contrato de trabajo celebrado a plazo determinado”. La
estabilidad no significa la “imposición al empleador de la continuidad a toda
costa de la relación laboral”, pues de lo que se trata es de “garantizar el
mantenimiento de dicha relación en tanto persistan las condiciones que le
dieron origen y no surja ninguna circunstancia que lo impida”.
La actual regulación —sin mayor justificación— vuelve inoperante el
principio protector y el derecho a la estabilidad laboral, al autorizar la
libre contratación temporal sujeta al solo arbitrio del empleador y no a una
causa o razón objetiva que contemple unas circunstancias específicas,
determinadas y concretas que la sustenten. Viene a colación lo establecido por
el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, para el cual “una disposición
legislativa o reglamentaria nacional que se limitara a autorizar de manera
general y abstracta la utilización de sucesivos contratos de trabajo de
duración determinada no se ajustaría a las exigencias que se han precisado”.
Estas exigencias —que también han sido contempladas en la norma laboral general
peruana— implican que los contratos a plazo indeterminado “son y seguirán
siendo la forma más común de relación laboral entre empresarios y
trabajadores”; y que, para prevenir los abusos relacionados con la utilización
sucesiva de los contratos a plazo determinado, se debe “obligar a los
empleadores a aportar razones objetivas para la renovación de un contrato de
duración determinada, limitar la duración máxima de la sucesión de tales
contratos o establecer un número máximo de renovaciones”.
La ley universitaria no se encuentra al margen de la Constitución. Por
tanto, en consonancia con el artículo 103 de la Constitución que autoriza una
norma especial “por la naturaleza de las cosas” debe exigirse una justificación
objetiva, razonable y finalista que genere consecuencias prácticas en el ámbito
universitario y que contribuya a la consecución de la calidad del servicio
educativo universitario, a partir de garantizar los derechos laborales
fundamentales de uno de sus actores más trascendentes: el docente.
El texto completo está disponible en este enlace https://www.scielo.cl/pdf/estconst/v21n2/0718-5200-estconst-21-02-117.pdf
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