¿Cuál es la parte central y más elevada de nuestra humanidad? Una crítica de la hegemonía de la razón y el cerebro / Víctor H. Palacios Cruz

La aldea y yo.


El cerebro, o lo que los antiguos llamaban tutuma, caletre o sesera, no es una parte autónoma, sino inserta en una red de sensaciones, lazos afectivos e interacciones con el espacio. Una inteligencia individual es obra de un útero así como del cariño recibido, de los hábitos domésticos, de los sucesos del camino, de la técnica disponible y hasta de la arquitectura habitada.

* Las imágenes de esta publicación reproducen pinturas del bielorruso Marc Chagall (1887-1985). 

Según Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Kant y otros, el humano es exclusiva o principalmente su inteligencia. Esa excelsa capacidad infinita que se enrolla y aprieta entre los pliegues de una “materia gris” a la que oculta y protege una caja fuerte bellamente redondeada. En correspondencia, sigue siendo universal el cerebro como imagen por excelencia de lo más admirable de nuestra anatomía y de todo nuestro ser.

En aulas de colegio y universidad se repite todavía lo que afirmaba hace cuatro siglos el Discurso del método de Descartes: que la razón, más que cualquier otro atributo, es lo que nos coloca por encima de los demás vivientes de la Tierra. Una razón idéntica en todos los miembros de nuestra especie y el ascensor por el que ésta subirá un día hasta la azotea de lo eterno. La adorada esencia que debemos resguardar de la turbiedad de los sentidos y las emociones.

El paseo.


Facultad noble que, sin embargo, tiene la desgracia de hospedarse en un entrevero de tejidos y viscosidades al que Inocencio III llamó “bulto vil y miserable” y el abad Odon de Cluny “saco lleno de inmundicias”. Por eso cuando nos falla el juicio la causa nunca está en el pensamiento, sino en las engañosas apariencias, en una falla de los sentidos, en la ceguera de los sentimientos o, si se es mujer, en las insidias de la menstruación. La culpa es siempre del cuerpo, de la materia y del mundo.

Queda mucho por delante hasta que calen en la mirada común los datos científicos que, en los últimos años, cuentan lo contrario a lo que la ciencia moderna ha narrado por tanto tiempo. Hallazgos que terminan dándole la “razón” a la sabiduría popular que esa misma ciencia había despreciado, y según la cual a veces se “piensa con el hígado” y otras “con el estómago”.

En concreto, el cerebro no es una parte autónoma, sino inserta en una red de sensaciones, lazos afectivos e interacciones con el espacio, y bien puede decirse que una inteligencia individual es obra de la estancia uterina así como del cariño recibido, de los hábitos domésticos, de las vivencias del camino, de la técnica disponible y hasta de la arquitectura habitada.

Sobre Vitebsk.


Puedo contar que todas estas ideas a la vez que me venían de artículos y ensayos, iban alzando poco a poco su rostro entre mis pasos de profesor y de papá. Pronto vi que una clase dada sin gusto ni fervor mutila al estudiante y lo ovilla como un quelonio que se endurece a la defensiva. La pobreza de circuitos neuronales y hasta la reducción de la masa encefálica ya no son solo producto de un mal genético, sino también de la soledad, el desafecto, la desnutrición y la falta de juegos en la infancia.

Asimismo, como padre lamento con amargura todas las veces en que he vedado un territorio en el andar de mis dos hijos chiquititos debido a un exabrupto, una impaciencia o una pereza; igual que salto de júbilo mirando sus aprendizajes cotidianos. El sencillo espectáculo en que la vocalización de una palabra o el salto desde un escalón equivalen a la toma de un universo.

Por ejemplo, me entusiasma cómo Benjamín, con menos de cinco años, adquiere nociones matemáticas lejos de la pizarra y el papel contando los arándanos de un plato y las cucharadas de la avena o, más aún, construyendo edificios, máquinas y conjuntos urbanos con sus pequeñas piezas de Lego.

El cumpleaños.


Patricio, por su parte, es todo música, movimiento y jovialidad y me da unos besos sonoros y abrazos que me expanden el alma lanzándome al cielo como los personajes enamorados que vuelan risueños sobre los cuadros de Chagall. Su avance en el habla es distinto del de Benjamín y me gusta que sea así. “Papá, tráeme uno vasito de agua”, me dice y no tengo deseo alguno de corregirlo explicándole que se dice “un” en vez de “uno”. Ya el tiempo traerá consigo la rectificación y se llevará, también consigo, lo que ahora no quiero dejar de disfrutar, su tierna y graciosa vocecita diciéndome: “quiero uno poquito”.

Vibrando con estas cosas, caigo en la cuenta de que la humanidad que somos mis hijos y yo no está en nuestros cerebros ni en nuestras individualidades, sino en el aire por el que van y vienen nuestras voces y miradas. Que en su crecimiento no veo únicamente el progreso de la razón, cuyo cultivo unilateral causaría, por lo demás, un desequilibrio peligroso.

Como se sabe, el cerebro no es solo una aptitud cognitiva, es también la conexión con el cuerpo, la regulación de funciones y la relación con el entorno y con los demás. Como demostró hace unas décadas Antonio Damasio, el puro funcionamiento lógico no lleva a ningún lado y, en cambio, las emociones explican tanto los descarríos de la inteligencia como sus aciertos, su tenacidad y hasta el tino de sus decisiones.

El carro volador.


Lo que los antiguos llamaban tutuma, caletre o sesera lo han moldeado mis papás y abuelos, mis maestros, mis lecturas y costumbres, pero también el caminar por el campo, el tratar con alumnos, el enamorarme de mi esposa, el organizar una casa y el tener dos bebés. Soy claramente una criatura de mis hijos y, sin ellos, no experimentaría la inmensidad que ha venido a añadirse inabarcable a mi conciencia.

Cerebro sentimental, qué duda cabe, tan extraño en alguien que se dedica a los libros y a la filosofía. Cerebro al que ahora remueven cosas que en el pasado rodaban como sobre una laja de piedra. Lo supe una noche, hace más de un año.

Paseaba un domingo por las calles de Piura, cuando mis hijos y yo descubrimos una feria de artesanías, en uno de cuyos puestos Patricio vio un robotito articulado de madera que decidí comprarle y al que le puse de nombre “Matías”. Patricio llevó a Matías hasta su carita cerrando los ojos, y desde ese instante no lo soltó ni cuando, al caer la tarde, subimos a un transporte que nos llevaría de vuelta a Chiclayo. Sentadito a bordo se fue durmiendo con Matías en una de sus manos. Cuando ya el autobús entraba en el terminal de destino, juntamos a prisa nuestras cosas y yo me encargué de Patricio, mientras Benjamín bajaba de la mano con mamá.

El violinista celeste.


Recogimos el equipaje, buscamos un taxi, atravesamos la ciudad, llegamos, subimos una larga escalera y en ningún instante se despertó Patricio. Ya en su cuarto, lo acosté en seguida, le cambié la ropa y le di un beso en la frente. Salí para ordenar nuestro equipaje y fue entonces que recordé a Matías y caí en la cuenta, aterrado, de que no lo había visto en todo el trayecto desde el bus hasta la casa. Empecé a buscar en los bolsillos de las mochilas, en el bolso de mi esposa y por todas partes, sin resultados. Al rato, dormido Benjamín, Cristina se tendió al lado de Patricio. Me acerqué a ella y le susurré si había visto a Matías. Cuando me dijo que no y que creía que yo lo había guardado, concluí que al tomar a Patricio en mis brazos para bajar del autobús, Matías había caído de sus manos y permanecido en la penumbra de un rincón o debajo del asiento. Lloré. Lloré mucho con una pena nueva para mí. Lloré como si yo mismo tuviera dentro el corazón de mi bebé apesadumbrado.

De inmediato escribí a mi suegro y le pedí que comprara otro juguete idéntico en la misma feria de artesanías. Al día siguiente, encontró uno y nos lo envió desde Piura por un servicio de encomienda. Fui en taxi a recogerlo con ansias y finalmente lo puse de nuevo en las manos de Patricio. Él lo miró, lo tomó por un momento y, de pronto, lo dejó por otra cosa y quedó en algún lado olvidado para siempre. Vi que mi error no había tenido ni arreglo ni perdón. Patricio parecía no haber extrañado a Matías ni haber sufrido por su ausencia, y eso fue lo que hizo más profunda mi tristeza.

Pasados los días, mi memoria volvió ya no sobre la pérdida sino sobre las lágrimas que salieron aquella noche delante de mi hijo dormido. ¿Qué podía explicar esa fuerte e incontenible reacción? Concluí que era solo la primera señal de un nuevo órgano biológico y mental que estaba creciendo en alguna zona dentro de mí.

Sobrevolando la ciudad.


Vivía una silenciosa metamorfosis y, si me costaba reconocerla, era porque seguía pensando que el cerebro era una sustancia inmutable fijamente localizada entre mis dos orejas. En realidad, el cerebro tiene allí solo a uno de sus componentes y el resto se ramifica y entrelaza con las manos, los objetos, los lugares, las personas y los sucesos. No es casual que a veces me parezca que mi esposa y yo cuando vemos una película, o mis alumnos y yo en el curso de una clase, o un amigo y yo cuando tomamos un café, formamos juntos un único órgano sensorial.

Del mismo modo que en ningún hecho de la historia hay protagonistas solitarios, sino una red de contextos y cooperaciones; que el centro de la vida no es una parte (cerebro, corazón o pulmones), sino la unión de las partes; que la vida misma no existiría sin una vastedad de seres e interrelaciones… Así también, todo lo que la conectividad neuronal percibe, procesa y responde no se debe solo a una cabeza de la que yo mismo no soy dueño por completo, sino en rigor a todo el cosmos que ella respira y en el que se detiene y en el que vuelve a navegar.

Que, en definitiva, yo no soy únicamente yo, sino también el afecto de mis padres, la sonrisa de Cristina y cada una de las jornadas con mis hijos. Que solo acariñándolos, escuchando sus palabras, pidiendo perdón y tocándolos, soy por fin la persona que lleva mi nombre. Que, por lo mismo, en cada uno de mis actos de indiferencia o tosquedad, y en todas las formas de daño que cometo, socavo al otro al mismo tiempo que pierdo algo de mí cuya ausencia ni siquiera podré saber ni extrañar.

Que, como Matías, el yo que pudo ser acabará siendo más irreal por olvidado que por desaparecido.

 

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