Gracias, Patricio. Una crónica familiar / Víctor H. Palacios Cruz

G. Klimt, Madre con gemelos.


Si durante todos los días y las noches en que no tuvo a ese “nombre de Dios en la boca de todos los niños” que es toda madre, como decía el protagonista de la película El cuervo (1994) todos los clamores y gritos de desamparo y soledad que igualmente experimentamos los adultos y callamos por orgullo o por responsabilidad, se habían concentrado esperando la primera ocasión para salir en tromba arrasando la garganta de mi niño y cegándolo con su tempestad.

 

Patricio, mi segundo bebé, ha mostrado desde sus primeros días un mayor apego físico a mi esposa. A partir de cierto momento, por ejemplo, caímos en la cuenta de que el destete se había convertido en un suceso de pronóstico difícil. Hasta hace muy poco, ya acostado por la noche, se despertaba desde esa hora hasta el amanecer unas cuatro o más veces para pedir el pecho, a menudo con un lloro apremiante.

No hace falta explicar el dolor muscular, el mal sueño y la corrosión anímica que ello suponía para mi esposa. Un sufrimiento que el más grande amor materno no podría llegar a suprimir. Hasta que, de pronto, sobrevino lo inesperado, la oportunidad irrenunciable en la que debíamos jugar todas nuestras cartas.

Cristina experimentó una noche un preocupante dolor abdominal. No había duda. Dormido Patricio, ella debía acudir a una clínica y yo quedarme con nuestros dos pequeños. Ya recibida en la clínica, pasó toda la madrugada bajo observación. En casa, mientras tanto, yo aguardaba al mismo tiempo tenso y amorosamente dispuesto el primer desvelo de Patricio y su desconsuelo al no ver a su lado a mamá.

Dibujo hecho a los 9 años por Edward Hopper.


Y sucedió. Tuve que sacarlo de la habitación para que no despertara a Benjamín con la aguda potencia de su llanto. Quedé físicamente molido pero al fin aliviado cuando, luego de largos minutos, se serenó y en el silencio pudo escuchar mi voz y aceptó que esa noche mamá no iba a estar con nosotros. “Papito te ama y está contigo, hijito, y cuando vuelvas a despertarte yo te pasearé y te abrazaré. ¿De acuerdo, Patito?” “Chí”, contestó suavemente.

Un par de horas después volvió a abrir los ojos, lo vi sentarse sobre la cama a mi lado. Su cabecita debía recordar mis palabras, porque no solo no lloraba sino que, además, aceptó con facilidad que volviera a tomarlo en mis brazos. Lo acuné con toda mi ternura y volví a acostarlo mientras contemplaba su vulnerabilidad extrema de “niño chiquitito en una noche sin mamá”.

A Cristina le dieron de alta al día siguiente a mediodía, con sus dolores mitigados pero con la necesidad de una cirugía no tan lejana en el tiempo. Fue un día sábado en que vi tan feliz a Patricio al abrazar de nuevo a mamá. Ella se sintió mejor el resto de ese día, al punto que el domingo salimos a pasar unas horas en un restaurante campestre con piscina y juegos infantiles. Los chicos y yo dimos un paseo previo por Puerto Eten para conocer los vagones y la maquinaria de una antigua estación de tren.

Picasso, Pablo vestido de arlequín.


Recuerdo esa visita cautivante para ellos y para mí también. Después de rodear unos vagones polvorientos y en ruinas, vimos a lo lejos una construcción que alzaba con majestad la silueta de la loma sobre la que estaba emplazada. Subimos con cuidado por una pendiente árida que era un palmo de desierto, hasta que quedamos delante de un enorme hangar cuya penumbra fresca contrastaba con el relumbrante arenal de alrededor.

Allí fui testigo nuevamente de las diferencias de sensibilidad entre mis dos hijos. Si Benjamín, de cuatro años ocho meses, es hasta cierto punto intrépido para entrar en el mar y esperar las olas, así como para subir a un juego mecánico llamado “tren minero” y sortear curvas a gran velocidad, en cambio se detiene y se pone nervioso ante espacios oscuros y desconocidos, en los que sin embargo su hermano menor no tiene reparo en entrar.

Entonces, puse en práctica lo que enseñaba tanto mi aprendizaje paterno como un cuento que el propio Benjamín me pide de vez en cuando que le lea, “Abraza tu miedo”: aceptar su temor y ponerle un nombre a lo que siente. Le pedí, en seguida, que nos esperara un ratito mientras Patricio y yo ingresábamos para apreciar unas máquinas ya inútiles pero imponentes, de partes a las que el óxido confundía y erosionaba, no sé si almacenadas o solo relegadas a un lugar de olvido lejos del estorbo. De repente, al dar unos pasos, observé que había una entrada lateral más cercana a estos vestigios de la admirable ingeniería de siglo y medio atrás. Se lo conté a Benjamín con entusiasmo, y Patricio y yo regresamos adonde él estaba para salir juntos y rodear el edificio y volver a entrar por ese otro acceso. Cuando ya estábamos allí, Benjamín de repente exclamó: “papá, ya no tengo miedo, ¡ya puedo entrar!” No solo recorrimos todo ese recinto de historia ferroviaria imperdonablemente descuidado, sino que incluso Benjamín sospechó la existencia de algo sepultado bajo una capa de tierra que removió cuidadosamente con sus sandalias. “¡Papá, mira! ¡Una vía de tren!” dijo con la euforia de un arqueólogo.

Jim Daly, sin título.


Cuando más tarde nos reencontramos con Cristina en el restaurante campestre, los cuatro pasamos un día disfrutado y divertido, de chapoteos en la piscina, castillo inflable, juegos sensoriales, música y comidas agradables. Ya de vuelta en casa por la tarde, el malestar abdominal de mi esposa regresó ensombreciendo la jornada. Se imponía una vuelta a la clínica y era claro que yo dejaría de asistir a mi trabajo por varios días. Como todavía ni Benjamín ni Patricio se dormían, pudimos prepararlos y pedirle al más pequeño en especial que comprendiera la salida de mamá y que ella necesitaba curarse y que iba a estar mejor. Que confiara en papá a la hora de acostarse y en la madrugada también.

Empezaron unos días de incertidumbre y espera, y de alternancia entre estar con mi esposa en la clínica y estar con mis bebés en casa, felizmente ayudado por la inmediata llegada de mis suegros que vinieron desde Piura y nos dieron su tiempo, sus esfuerzos y todo su cariño.

Durante la parte del día en que estaba en casa con nuestros hijos, puse toda mi energía y mi ingenio en salir con ellos a caminar e improvisar juegos, en bañarlos y darles sus comidas y todo con el mayor control posible de mis habituales impaciencias. Les hablaba de tanto en tanto sobre lo bien que iba a estar mamá gracias a los médicos y la enorme ayuda que le dábamos con nuestra espera. Nos abrazábamos mis hijitos y yo, privados de mamá, con una fuerza ansiosa y pura.

P. A. Renoir, Retrato de Lucie Berard.


Habían ratos en que no podía ni deseaba ocultar mi propia angustia y, en la intimidad entre ellos y yo, soltaba mis lágrimas y en seguida recibía el abrazo de los dos. En ello, Benjamín tiene su propia manera de llevar por dentro estas cosas, mientras que Patricio es más demostrativo y también más sensible a las penas propias o ajenas (¿será parte de ello su curioso afecto por los animales, especialmente los perros?).

Recuerdo una de esas tardes en que ponía en el celular una vieja canción del brasileño Roberto Carlos, “El camionero”, que ambos conocían. Entonces Patricio aprovechó que su hermano mayor me requería para una historia con sus bloques de Lego, para tomar el celular y saltar a otras canciones, y dio con una que mostraba en la pantalla el retrato del mismo Roberto Carlos con un rostro transido de melancolía.

De jugar con Benjamín a mi izquierda, pasé a girar a mi derecha para contestar el llamado de Patricio que insistía en señalarme esa imagen. “Ees tú, ees tú”. Pensé que me decía que el artista al que escuchábamos se parecía fisonómicamente a papá, algo desde luego muy discutible. Pero el propio Patricio corrigió mi malentendido. “Tá tiste. Tá tiste. Como tú, papá, como tú”. Y me miró fijamente y en ese instante los extremos de su boquita se curvaron hacia abajo y sus ojitos se entrecerraron y humedecieron. Nos abrazamos fuertemente, mientras yo musitaba: “¡Gracias, Patito! ¡Gracias, hijito lindo! ¡Qué bueno eres!”

Picasso, Maya con muñeca.


Pese a todo, las noches eran la verdadera prueba de fuego con Patricio, pues el declive mental del descanso nocturno podía liberar los reclamos más profundos de su psique. Pero, para mi sorpresa, desde la primera noche en que Cristina volvió a la clínica con él aún sin dormir, todo discurrió sin contratiempos; y lo que, al principio, parecía casual y afortunado, poco a poco se asentó como rutina. Me impresionó sobre todo que Patricio, tan en contra de sus hábitos, se despertara apenas dos veces y alguna noche solo una, y en todos esos casos levantaba su mirada en la oscuridad, me escuchaba hablarle y levantaba los bracitos para que yo lo paseara fuera del cuarto. Sin duda, dormía mejor y plácidamente.

Ello me animó a pensar, así se lo dije a Cristina, que estábamos ante la posibilidad del anhelado destete. Era también una ocasión inigualable para cultivar mi vínculo con Patricio, de modo que ello sembrara en su temperamento la naturalidad de estar conmigo tan bien como estaba con mamá.

Solo hubo una vez, tras varios días, en que a las tres de la mañana despertó llorando y repitiendo “¡Ven, mamá! ¡Ven, mamá!” Fue desgarrador y creí que el momento me sobrepasaría, que sería la peor de todas las noches. Pero en un intento por crear una situación distinta que permitiera su reacción, lo senté todavía entre lágrimas sobre un mueble de la sala, y como si hubiera pulsado la tecla precisa, Patricio dejó de llorar automática y dulcemente. Entonces pudo escuchar mi voz y se dejó acariciar y abrazar ya sosegadamente. “Papito está a tu lado, mi amor. ¿Quieres que te pasee para que volvamos a dormir juntos?” “Chí”, respondió maravillosamente.

Jim Daly, sin título.


Entre tanto, más allá de algunas demoras administrativas por parte de la clínica, los resultados de cada etapa del proceso fueron satisfactorios. Hospitalizada mi esposa, ella pasó por estudios e intervenciones que eliminaron el problema que la aquejaba. Y volví con ella a casa un domingo por la tarde y empezamos un período de tres semanas siguiendo las indicaciones de esfuerzos moderados, dieta y otros cuidados que el cirujano recomendó antes de firmar el alta.

Durante su estancia en la clínica, mi esposa había vivido la soledad, la tristeza, el cansancio, el aburrimiento y las diversas molestias que comporta el padecer ocho días que quisimos que fueran menos pero que bien pudieron ser más. Sin embargo, además de su estado, mi preocupación se centraba a la par en cómo iba a afectar a Patricio una separación particularmente dura para él, en medio de la cual por lo demás una videollamada producía consuelo tanto como remarcaba la certeza de la distancia.

Por su parte, Cristina se amparó en la recomendación médica de evitar sobresfuerzos y cargar pesos considerables, para hablarle cariñosamente a Patricio sobre lo doloroso que sería darle pecho. Pasadas varias semanas, incluso más allá del descanso de rigor, Patricio no ha vuelto a pedir lo que antes pedía a mamá.

Para mis adentros, creí que la experiencia de haber dejado de tener cerca a mamá, por un período de tiempo matemáticamente breve pero interminable en esa otra medida también irrefutable de las emociones, produjo en el talante de nuestro bebé un golpe de crecimiento, un salto repentino de maduración.

Berthe Morisot. La cuna.


Así las cosas, a los dos días de haber regresado a casa mi esposa, Patricio pidió un video que no era adecuado concederle. Insistió a pesar de las explicaciones y las estrategias de distracción de mamá. Y elevó el volumen de su obstinación y en pocos segundos sus gritos se convirtieron en un estruendo de llanto y rabia. Me sobrecogió el grado de su berrinche inaudito. Mi esposa no lograba disuadirlo de su propósito, y entonces intervine, cargué a Patricio para alejarlo y tratar de que se fuera apaciguando. Pero su furia crecía y se retorcía en mis brazos corriendo el peligro de golpearse.

Llegado este punto, y habiendo fracasado en todos mis intentos, lo metí en la tina del baño para hacer algo que podía salir mal y empeorar las cosas, y hacerle daño como le haría daño una agresión física cualquiera. En fin, afronté el riesgo con el alma estrujada y empecé a verter sobre todo su cuerpo abundante agua atemperada, mientras le decía que eso lo tranquilizaría y le haría mucho bien. Él seguía gritando a lágrima viva hasta que, transcurrido medio minuto, empezó a atenuar su furia y ya solo sollozaba entrecortadamente. No dejé pasar esa tregua bendita y le hablé de nuevo. Le dije que comprendíamos su ira, su frustración, que no era malo sentir esas cosas, que estaba bien que nos contara que tenía miedo, vergüenza o lo que sea. Le pregunté si se sentía mejor. “Chí”, dijo quedamente.

Al rato lo saqué envuelto en dos toallas para cambiarlo en una cama. Llamé a Benjamín, que llegó de inmediato preocupado. Le dije que su hermanito había tenido un trance difícil y que debíamos entenderlo y amarlo. Nos abrazamos los tres como en los días en que mamá estaba hospitalizada. Vi el rostro de Patricio como el de alguien que acababa de ser rescatado de una posesión, exhausto, apenado y perplejo. Lloré hablándoles a los dos. Vi de pronto los ojos húmedos de Benjamín. Después abrazamos a Cristina para completarnos y curarnos juntos.

Tiempo después comprendí lo que le había sucedido a Patricio. Él, con sus dos años y nueve meses de vida, había sido la víctima de su propio berrinche arrollador. Sin poder explicarlo, no podía dejar de vivirlo, pues se trataba de la explosión de lo acumulado. Si durante todos los días y noches en que no tuvo a ese “nombre de Dios en la boca de todos los niños” que es toda madre, como decía el protagonista de la película El cuervo (1994) todos los clamores y gritos de desamparo y soledad que igualmente experimentamos los adultos y callamos por orgullo o por responsabilidad, se habían concentrado esperando la primera ocasión para salir en tromba arrasando la garganta de mi niño y cegándolo con su tempestad.

Durante esos ocho días de Cristina internada en la clínica, el comportamiento de nuestro bebé, que tanto me sorprendía, era en realidad la obra de una fuerza oculta en su ser, una estrategia de sobrevivencia, que salía al paso de cualquier dirección opuesta con el fin de mostrar su aceptación de la ausencia y concederme a mí, que tanto lo necesitaba, su solidaridad, su cooperación, su docilidad y hasta la alegría de una normalidad en la que yo no había sabido leer entre líneas las palabras que su boquita aún no tenía al alcance, pero sí vocalizaba el resto de su cuerpecito: “no te preocupes, papito, yo te ayudaré a que me ayudes”, hablándome a mí con la incipiente pero clara sabiduría de su enorme pequeño corazón. A mí, que soy un papá imperfecto, desvalido y tan desamparado de mí mismo.


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