30 años de docencia universitaria: algunos hábitos y rituales / Víctor H. Palacios Cruz

En una escuela rural, de V. Makovsky (1883).

 

Unas alumnas llegaron temprano al aula que tenía en el sexto piso de un edificio, y dijeron: “profesor, sabíamos que ya estaba aquí”. “¿Ah, sí? ¿Puedo saber por qué?” “Porque el ascensor olía a café”. Si a lo largo de los años mi oficio ha ido cobrando este aroma, que no sea porque haya querido emular al flautista de Hamelin que raptó a unos chicos atrayéndolos con la melodía de su flauta, sino porque he querido transferir a mi trabajo las virtudes propias del café, alrededor del cual se espera siempre el placer superior de la convivencia y la palabra.

* Agradezco a Charles Juárez A., gran conocedor del arte, el envío de las imágenes que acompañan esta publicación.

Que nuestros temas de interés y estilos de enseñanza puedan haber diferido con los años no resta nada a mi rendido agradecimiento al ingeniero y filósofo Luis Eguiguren Callirgos por haber decidido llamar a un recién egresado de universidad, de apenas 21 años, para ocupar el puesto de asistente de su cátedra en la Universidad de Piura, allá por enero de 1994. Un universo de alegrías, amistades, viajes y lecturas, y gran parte de lo mejor que puedo dar de mí provienen de aquella inmerecida invitación.

Pero, puesto que bajo el puente ha pasado ya el caudal de todo un río, queda poco del profesor que en agosto de aquel año tuvo por primera vez un grupo de alumnos a su cargo. Por lo común, en el inicio de una trayectoria docente la férrea literalidad de la doctrina y de las formas es una reacción natural al pasmo que produce pisar el suelo de lo inconmensurable. Ese estado abrumador en el que son tan justas las palabras de Rilke: “todo lo bello es terrible”. No miro con orgullo el profesor bisoño que fui, aunque varios alumnos lo recuerden con aprobación. Todo presente distinto pone aún más lejos su pasado, pero los primeros pasos irán siempre pegados a la suela del calzado.

En el inicio de la docencia el rigor de la doctrina y de las formas es la reacción al pasmo que produce la entrada en un territorio abrumador

En aquella etapa, como un estudiante minutos antes del examen, yo leía ansiosamente mis apuntes, mayormente extractos de manuales que poco tenían de producción propia, en tiempos en que frente a los alumnos solo estábamos mi trozo de tiza blanca y yo. Hoy, a la inversa, dado que enseñar filosofía implica no solo brindar información que ahora cualquier celular toma de la atmosfera con facilidad, sino sobre todo vivir el "acto de pensar", nada me aterra tanto como ceder mi libertad a un guion meticuloso y burocrático.

Sin dejar de cuidar la dirección que toda clase debe seguir, prefiero en definitiva, más aún en una asignatura impartida a lo largo de varios años, tener claro únicamente el punto de partida (una cita, una imagen, un vídeo) y dejar luego que todo vaya saliendo como el despliegue de un honesto “pensar” no delante de los alumnos, sino con ellos, incorporando sus consultas y sus pareceres.

La noche antes del examen, de L. Pasternak (1895).


Quiero decir que no voy al aula a reproducir un itinerario prescrito, sino a entregarme al presente de una comunión intelectual sin dejar que la responsabilidad profesional ahogue la improvisación inherente a la genuina “verdad” de la docencia. Sé bien que la mejor clase hace fracasar a la más celosa planificación curricular, del mismo modo que no hay algoritmo que pueda simular una conversación realmente humana, con sus ejemplos, sus recuerdos, las reacciones recíprocas y las señales del exterior que se cuelan no para desviar el rumbo, sino para enriquecerlo y conferirle realidad.

Pienso que el rasgo que más destaca, por contraste, la perspectiva de una introducción de la Inteligencia Artificial en colegios y universidades es justamente la disposición para la aventura por parte de un docente dueño de sus recursos y consciente de sus limitaciones. En el hallazgo de esta certeza, más intuitivo que documentado, es que fui pidiendo a mis alumnos que saquen sus sillas para contar las ideas en un pasillo al aire libre, que sigamos la clase en la cafetería tomando café o limonada, que salgamos del aula para sentarnos sobre el césped bajo el cielo, que visitemos a un antropólogo físico y, flanqueados por cajas repletas de huesos milenarios, escuchemos los secretos de su cautivante disciplina.

La mejor clase hace fracasar a la más escrupulosa planificación curricular. No hay algoritmo que pueda simular una genuina conversación

Luego de varios kilómetros de ruta, aprendí que no tiene sentido que los estudiantes paguen por contenidos que pueden conseguir por otros medios incluso gratuitamente. Precisamente lo que le da a la clase su carácter único –que ni siquiera el mismo profesor podrá replicar con otro grupo de la misma asignatura– es el arte de estar en medio mirando el mundo con el asombro y la cautela del “saber que no se sabe”. Esa aceptación de la propia pequeñez que sustenta el más leal amor a la verdad y la reverencia al universo inabarcable.

Si antes iba al aula a contar una filosofía ya escrita, ahora acudo a descubrirla, hablando y escuchando y caminando entre los sitios de mis estudiantes. Sé que no debo lamentar lo que una vez fue el amparo de mi inexperiencia. Quitar el primer peldaño haría caer toda la escalera. Así también, aquello que hacía en los inicios fue lo que me llevó, por continuidad o por negación, a lo que ahora hago más convencidamente.

Conteo verbal. En la escuela popular Rachinsky, de Bogdanov-Belsky (1895).


En mis primeros años era severo en el cuidado de la puntualidad y la atención de mi público (¡llegué a tener 110 alumnos en una sola aula!). Hasta hace no tanto tiempo, impedía el ingreso de quien llegaba pasados los minutos de tolerancia. “El avión que parte a las alturas tiene una hora de despegue, y quien llega tarde pierde el vuelo. Ningún pasajero a bordo aceptaría retornar a tierra”, decía entonces.

Sonrío cuando noto la diferencia con la praxis que ahora me da resultados de un mayor compromiso por parte de mis alumnos, y que cuento en estos términos nada más empezar un semestre: “si alguien llega con retraso, por cualquier motivo que no tengo por qué preguntar, puede ingresar por la puerta posterior sin ningún problema. No debe pedir permiso para hacerlo. Por el contrario, soy yo el que lo pide para estar con ustedes, como el electricista o gasfitero al que llaman para resolver un problema. Ustedes son los dueños de la casa y yo el que viene a ofrecer una ayuda”.

La libertad responsable se aprende mejor con el conocimiento individual de las consecuencias que traen las propias decisiones, que por medio de un régimen de prohibiciones y castigos

Lo que sí puedo pedirles, añado, a fin de no lastimar el trabajo ya en marcha con quienes llegaron a tiempo y tienen derecho a que la clase empiece a la hora indicada, es que entren sin distraer a nadie. Lo mismo si se trata de salir al baño o de abandonar la clase. Pido no levantar la mano ni esperar mi asentimiento, sino tan solo salir en el entendido de que seguramente será por un buen motivo que sería indiscreto preguntar. Diría que la libertad responsable se aprende mejor con el conocimiento individual de las consecuencias que traen las propias decisiones, que por medio de un régimen de prohibiciones y castigos.

Aprendí que existe una amplia variedad de situaciones personales, que algunos estudian a la vez que trabajan, que hay alumnas que son mamás, y tantos que tienen una situación familiar difícil o una economía precaria. Lo que he obtenido de todo ello no ha sido el desorden, sino más bien el funcionamiento, el respeto y la confianza. En cualquier caso, prefiero que alguien cometa un abuso de confianza a que otro sufra un daño innecesario.

La clase de escuela con la maestra dormida, de J. Steen (1672).


Con el paso del tiempo, he notado también que mis temarios se han reducido y que hay textos de autores que por años fueron parte de mis clases de filosofía, antropología filosófica y filosofía moderna, y que extraño con un confuso remordimiento. De pronto entiendo que se debe a que he ido introduciendo secciones de repaso al comienzo y al final de cada clase, y el tiempo se acorta, y no me arrepiento en absoluto. En esta progresiva reducción de volumen, reconozco la tendencia a un rumbo más selectivo con el que gano un desarrollo más respirable y dialogado de las ideas y, de paso, también la simplificación de estímulos que la neurociencia contemporánea recomienda para un aprendizaje esencial y duradero, en el sentido de que atiborrar a los alumnos de contenidos y tareas finalmente solo produce cansancio, hastío y una gran cantidad de residuos neuronales.

En mis evaluaciones mantengo el formato clásico del examen escrito u oral con preguntas argumentativas, y excluyo otros encargos (monografías, exposiciones) que juzgo prematuros para las prestaciones de muchachos como los de los primeros ciclos de cada carrera, en el duro contexto de la educación nacional. Ellos andan ya bastante atareados con los pedidos de otros colegas, de modo que conmigo lo tienen más sencillo, lo que aumenta la posibilidad de que disfruten y dirijan todas sus fuerzas hacia las actividades que propongo.

Mi ceremonia es llegar veinte minutos antes del inicio de la clase, de forma que pueda incluso caminar por el salón y fuera de él paladeando mi café

Por el camino, asimismo, he ido aumentando el trato cálido y acogedor con mis estudiantes, y he puesto especial empeño en que sientan que nadie pasará vergüenza por un error cometido y que todas las voces, discrepantes aun, merecerán la bienvenida y la gratitud. Cuando alguno vuelve después de haber faltado el día anterior, en vez de un reproche digo delante de todos que echamos en falta su punto de vista y sus aportaciones. Quizá un síntoma de que me siento cada vez más a gusto dando una clase sea el que, con los años, ha crecido el humor, la amenidad y una diversidad de ocurrencias que mis chicos graciosamente repiten de memoria.

No quiero olvidar jamás lo que una vez me dijo una alumna que decía extrañar la asignatura que acabábamos de compartir: “sus clases eran mi zona segura, profesor”. Tampoco me opondré a que alguien vea en la evolución de mi tarea la actuación silenciosa de mi experiencia de la paternidad.

En la puerta de la escuela, de Bogdanov-Belsky (1897).


Por último, así como el poblador andino realiza el rito de un pago antes de entrar en la montaña, igualmente no hay clase a la que acuda sin la ofrenda de un café entre las manos. En mi actual universidad, luego de dejar los equipos listos en el aula, paso por una máquina provista de un magnífico grano tostado y entero que da una bebida sabrosa y fragante. Mi ceremonia es llegar veinte minutos antes del inicio de la clase, de forma que pueda incluso caminar por el salón y fuera de él paladeando mi café.

Alguna vez ocurrió que unas alumnas llegaron temprano al aula que tenía en el sexto piso de un edificio, y dijeron: “profesor, sabíamos que ya estaba aquí”. “¿Ah, sí? ¿Puedo saber por qué?” “Porque el ascensor olía a café”. Si a lo largo de tres décadas mi oficio ha ido cobrando este aroma, que no sea porque haya querido emular al flautista de Hamelin que raptó a unos chicos atrayéndolos con la melodía de su flauta, sino porque he querido transferir a mi trabajo las virtudes propias del café, alrededor del cual se espera siempre el placer superior de la convivencia y la palabra.

 

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