Igualdad y diversidad de las personas: la contraposición entre Montaigne y Descartes / Víctor H. Palacios Cruz



Comparto un fragmento de mi artículo de investigación aparecido precisamente en vísperas del fin de este año (2023), en la prestigiosa revista de filosofía Thémata, de la Universidad de Sevilla (España). Es el resultado de un proyecto más amplio que parte de mis clases universitarias y, también, de una mirada de la actualidad turbulenta en que vivimos. El texto completo puede leerse aquí.

El caso es que también Michel de Montaigne celebró la igualdad de todos los mortales, una actitud manifiesta en él de muchos modos, por ejemplo en la elección de la célebre cita de Terencio, “soy humano y nada de lo humano me es ajeno”, inscrita en el techo de su biblioteca a la altura del escritorio, y tomada sin duda en un sentido que no se restringía al de la igualdad en la posesión de la misma facultad intelectual.

Pero, considerando que Los ensayos no son un tratado sistemático y sí, más bien, una colección de divagaciones amenas de aparente incoherencia y un desarrollo veleidoso, más parecido al curso de una conversación –según dice Hennig­­­­­­­­­, el simulacro de una larga conversación con el añorado amigo Etienne de la Boétie, muerto años antes (248)–, es entendible que Montaigne nunca dé una precisión, peor aún una definición, de qué es lo que nos hace iguales a otros, y que, en lugar de ello, se dedique empeñosamente a mencionar las mil y un evidencias de que lo que era bueno en otro tiempo ahora no lo es, y de que lo que es bello en tal lugar es lo contrario en otra latitud.

Sea como sea, es justamente la aceptación implícita de esta igualdad la que explica que Montaigne reciba con una inusual cordialidad los testimonios de cualquier procedencia a través de su placer declarado por los libros, los viajes y la conversación (1377-1380). Todos los juicios y modos de vida tienen valor, incluso la inagotable multiplicidad de nuestra especie es la mejor escuela para formar el carácter, como dice en Los ensayos al presentar la visita de otros países como necesaria para la educación de los niños (Ibid. 1451). La finalidad más auténtica del viajar, agrega, no es ver otros lugares con el solo ánimo de la curiosidad, sino más bien “aprender las tendencias y costumbres de esas naciones, y rozar y limar nuestro cerebro con el de otros” (Ibid. 194).

Pues bien, es esta celebración de la variedad del mundo la deducción que en el Discurso del método no se sigue inmediatamente de su propia declaración sobre la igualdad de todos. Opuestamente dice Descartes:

 

“Por lo tanto, la diversidad de opiniones (la diversité de nos opinions) no proviene de que unos sean más racionales que otros, sino tan solo de que dirigimos nuestros pensamientos por caminos diferentes, y no tenemos en cuenta las mismas cosas” (1999a 4-5).

 

Hay que decir que una observación como esta tendría sentido si concerniera únicamente al ámbito de una racionalidad pura como la de las matemáticas, pero es obvio que el método cartesiano anhelaba servir como medio para la obtención de un saber pleno y universal que abarcara y unificara a todas las disciplinas. De modo que, en definitiva, la “diversidad de opiniones” es, para Descartes, la evidencia de un extendido mal empleo del llamado “buen sentido”, un hecho preocupante para combatir precisamente el cual propondrá un conjunto de reglas que han de ser las mismas para todos, precisamente porque las cabezas son todas idénticas entre sí.

Por consiguiente, en Descartes la igualdad de los humanos –que es en sustancia la igualdad de la razón– no da lugar a una actitud de receptividad y legitimación de todos los puntos de vista humanos, sino, por el contrario, a una postura condenatoria del disentimiento y la pluralidad. Incluso entraña la ilusión de que todos, usando rectamente la razón con la inestimable ayuda del método cartesiano, llegaremos un día a una unanimidad en nuestros juicios.

Un horizonte que, a todo esto, resulta inquietante delante de los brotes nacionalistas del siglo XXI que recuerdan a los no tan lejanos totalitarismos europeos, que aspiraban a la imposición de una única visión de la historia y el universo; pero también, delante de una sociedad neoliberal mercantilista a la que, parecidamente, nada le resultaría más favorable para la marcha ininterrumpida de sus procesos que la homogeneidad instantánea, si no de las opiniones, sí al menos de los deseos de los consumidores.

Dice, al respecto, Byung Chul-Han:

 

“Lo que hoy impera no es una uniformidad de «todos los demás igual que los demás» que caracteriza al uno impersonal. Dicha uniformidad deja paso a la diversidad de opiniones y opciones. La diversidad solo permite diferencias que estén en conformidad con el sistema” (2017 48).

 

A todo esto, la periodista Anne Applebaum escribió, en un breve ensayo dedicado a la reciente emergencia de corrientes nacionalistas y autoritarias, un apunte interesante: “las personas se sienten atraídas por las tendencias autoritarias porque les molesta la complejidad. Les disgusta la división; prefieren la unidad” (106). De ahí que “una avalancha de diversidad –de opiniones, de experiencias…– les enfade. Entonces buscan soluciones en un nuevo lenguaje político que les haga sentir más seguras y protegidas” (Id.).

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