“Se necesitan señoritas de buena presencia”. Sobre ciertos falsos elogios de la mujer / Víctor H. Palacios Cruz

P. Rego, Amor (1995)

 

* Las imágenes que acompañan esta publicación reproducen pinturas de la artista portuguesa Paula Rego (n. 1935)

 

Usamos gestos y palabras, conductas y rituales, que recibimos de otros. De vecinos o de ancestros. Sin estos recursos prestados, casi siempre irreflexivos, nos costaría tener respuestas rápidas para ciertas situaciones o expresiones disponibles para nuestros sentimientos. Vivimos adoptando herencias que olvidamos que lo son. Prolongamos sin querer, y sin mérito ni culpa, señales de un mundo que ya no existe, vestigios de asombros que ya no tenemos y hasta creencias que reprobaríamos sin dudar.

A menudo levantamos el dedo pulgar de la mano derecha, o el emojik equivalente en un chat digital, sin reparar en que este ademán remite al cruento espectáculo de un circo romano. Los biólogos llaman a la extinción de una célula “apoptosis”, que en griego significa “desprendimiento de los pétalos de una flor”. Mi abuela paterna se llamaba Leticia y no sé si sabía que su nombre equivale, en latín, a “alegría”. Un alumno mío se llama “Kazúo” y me cuenta que, en japonés, su nombre quiere decir “hombre de paz”. Por todas partes, historias y sorpresas ocultas detrás de todo lo que vemos o escuchamos.

Cualquiera que diga, en inglés, “I’m falling in love” (“me estoy enamorando”) no está viviendo necesariamente el dramatismo que la frase señala al pie de la letra. Los peruanos decimos que un buen amigo es un “pata” sin darnos cuenta de que esta palabra, nada vulgar, es más elocuente que cualquier página que Aristóteles y Cicerón hayan dedicado al tema de la amistad, pues si alguien es mi “pata” es porque me sostiene y, puesto que una pata no se mueve sin la otra al andar, mi “pata” es alguien sin el cual no iría a ningún lado.

A familia (1988).


Así también mi abuela materna decía “se la ha metido el indio” para aludir al berrinche tremebundo de un niño, y me consta que ella jamás habría consentido pensamientos ni actos de carácter racista. A veces se dice que expresiones como esta, y otras parecidas, se abandonan porque cambia la sensibilidad de una época. Prefiero pensar que el no decir ya lo que decía mi amada abuela tiene que ver con un cambio en nuestro entendimiento más que con una mera modificación del gusto.

Así como la invención de la cuchara, el libro o la electricidad son avances en el orden de nuestros medios y herramientas, también un cambio en las ideas puede ser un paso adelante que permita, por ejemplo, abolir instituciones como la esclavitud, para siempre ojalá. Todo lo cual es una señal de que, quizá, no está mal someter el lenguaje a una revisión constante que permita, en unos casos, decir más vivamente lo que decimos; y, en otros, juzgar si es apropiado seguir usando ciertas fórmulas al uso.

Sin tener que adoptar el odioso papel de policías del lenguaje, pues en cualquier momento uno mismo podría ser el reo, conviene recordar que lo que decimos con facilidad (“voy volando”, “trabajé como negro”) puede tener unas veces connotaciones poéticas y otras, por el contrario, recuerdos denigrantes.

Sin título, 1998.


De modo que no sería mala idea evitar todo lo que se oponga al progreso que supone el haber conquistado –con la aportación del cristianismo en su inicio y el posterior impulso de la Revolución Francesa– la idea de que todos los seres humanos somos iguales ante los ojos de Dios, o bajo la luz del sol. Ello, incluso a despecho de que con frecuencia personas y Estados hayan pronunciado estas palabras sacándolas, como diría Montaigne, “más de la boca que del corazón”.

Fue afortunado, en ese sentido, que la Defensoría del Pueblo rechazara en el Perú, hace justamente diez años, la inclusión de “requisitos discriminatorios en los anuncios de ofertas laborales”, a pesar de lo cual todavía mis estudiantes de universidad dicen haber leído o escuchado avisos como este: “Se necesita señorita de buena presencia”, para un puesto de recepcionista o camarera.

Cuando de niño escuchaba a mis mayores decir que alguien tenía “buena presencia”, entendía que se trataba de otro modo de decir, discreta y educadamente, que era una persona “bonita”. Con los años fue inevitable preguntar qué significaba en sí misma una “buena presencia”. ¿Se refería solo al brillo que irradian ciertos rasgos físicos según una variable valoración social? ¿Quería decir, al mismo tiempo, que era “mala” la presencia de quien no los tenía y que, por ello, más le valía tener una “buena ausencia”? Y, por cierto, ¿qué tan relevante era para el trabajo ofertado la “buena presencia”? ¿Qué aportaba profesionalmente esta cualidad? ¿O acaso era un modo de encubrir la trata de personas en cualquiera de sus grados?

La artista en su estudio (1993).


Yendo más lejos, comprendí que el problema no estaba en reconocer la belleza de un rostro o una figura, sino en utilizar esta peculiaridad, de por sí discutible y diversa según tiempos y culturas, como la condición sin la cual no solo no se puede acceder a una oportunidad laboral sino, incluso, al estatus de mujer. Porque, claro, decir que esta o aquella mujer son bellas es un asunto, y otro distinto que la mujer lo es por definición, en lo que sinceramente no veo tanto una cortesía con las mujeres que en el mundo han sido y serán, sino la afirmación de una cualidad que, al generalizarse, se convierte en una exigencia y una imposición.

Nadie lo dijo tan lúcidamente como Susan Sontag en un artículo publicado en 2003 (“Un argumento sobre la belleza”, Letras libres). Decir de toda mujer que es “bella”, más que un cumplido, termina siendo la validación de un “requisito” que infunde en toda niña, joven y adulta una serie de obligaciones a menudo onerosas e inoportunas no tanto de cuidado personal, sino de composición de la apariencia y, por tanto, de sujeción a estándares ajenos y, por lo demás, bastante lucrativos. Dicho de otra forma, es el regalo envenenado o el caballo de Troya que, en lugar de halagar a la mujer, acaba por inocular en su cabeza la ansiedad por compararse, el terror a dejar de verse bien y la angustia por el paso de los años.

Sleeping (1986).


Porque, a todo esto, ¿qué hace de la “belleza” un atributo exclusivo y esencial de lo femenino? En rigor, nada impide decir lo mismo del varón y, de hecho, en muchas comunidades ancestrales, amazónicas por ejemplo, ellos más que ellas tienen el deber de adornarse y lucir bien. Que en muchas especies de aves (desde el petirrojo hasta el pavo real pasando por el gallo de corral) el macho sea más vistoso recuerda la arbitrariedad de adjudicar la belleza a solo uno de los sexos. Asignación que, entre los humanos, actúa con la apariencia de una distinción a la vez que con la presión de un imperativo, con todos los prejuicios y marginaciones consiguientes.

Me temo que es dentro de la mentalidad machista en que esta adjetivación encaja muy bien e, incluso, conecta con otras evidencias. Si, como todavía escucho decir a ciertas autoridades sociales, en el ámbito doméstico la mujer es "la que manda" –de modo que el varón queda cómodamente absuelto del cuidado del hogar y de los hijos–, entonces fuera de esos dominios su contribución es irrelevante puesto que, como es sexo débil (según, por supuesto, una comparación falaz e interesadamente parcial), ella es débil en todos los campos de la actividad humana que no sean la maternidad y la cocina.

Como resultado de lo cual, en la academia, la función pública, el arte, el deporte o la ciencia la mujer solo “aparece” y a la pasividad de su presencia le toca, como consuelo o como norma implacable, no actuar sino aparecer “bien”, reduciendo la feminidad a una función decorativa (“belleza plena que engalanas día con día”, dice el cantante Eduardo Antonio) que además, como escribe Sontag, despierta en otros "la fantasía de la posesión". Por supuesto, también los varones conocen, por la fama de su dedicación a la música, el cine o el fútbol, o incluso la política, la fatiga de tener que contentar a diario las expectativas cosméticas de otros.

La pintora Paula Rego en su estudio, 1987.


Decir que ellas son “bellas, dulces y amorosas” y ellos “fuertes y valientes” –como sugería el título aberrante del famoso libro de John Gray, Los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus (1992)– es repartir requerimientos opresivos y, de paso, exculpar a unas por no ser valientes y a otros por no ser bonitos y, por tanto, por no ser aseados y cuidadosos. Es decir, sexualizar unas cualidades que son humanas y no únicamente femeninas o únicamente masculinas. Porque, sin duda, es enfermizo que a una mujer dotada de valentía la tengamos que llamar, o peor aún, que se llame ella misma “macha”, en lugar de, simplemente, “valiente”.

Sucede que, salvo en un área biológica muy restringida (embarazo, parto y lactancia), no hay entre padres y madres, ni entre varones y mujeres en general, roles naturales y predeterminados sino, en último caso, tareas consensuadas. El esposo que cambia pañales y baña a los hijos no ayuda a su esposa. Cumple su deber, y está bien sin que tenga que parecer heroico o admirable.

En mi país, que profesa un machismo patológicamente contumaz, se oye decir, con ocasión del día de la madre o de la mujer, que ellas son “trabajadoras, luchadoras y sacrificadas”, y me impresiona que no pueda notarse el silencio cómplice que hay tras este falso elogio. Porque, desde luego, cómo no van a ser muchísimas mujeres tan trabajadoras, luchadoras y sacrificadas si la holgazanería, la ebriedad, la agresión o la súbita ausencia de un varón que no honra sus deberes, las obliga, y qué remedio, a dar un rendimiento multiplicado que la sociedad no puede tener la desconsideración de retribuir solo con flores y discursos, cuando el deber más urgente e ineludible de sus instituciones es el recordar decidida y repetidamente el cumplimiento de las responsabilidades más elementales a todos por igual.

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