Dibujar y tejer mientras pensamos. Sobre ciertos hábitos de mis estudiantes / Víctor H. Palacios Cruz


 

* Las imágenes de esta publicación son reproducciones de bocetos del pintor Edgar Degas (1834-1917)

Cuando volvimos a la actividad presencial –habiendo cerrado las pantallas de los días de pandemia– y mientras daba mis clases caminando dentro del aula empecé a notar, con una inexplicable sensación de encanto, cómo sobre los apuntes de los estudiantes se veía una amplia variedad de dibujos hechos a mano que iban desde figuras geométricas hasta caras, corazones y plantas pasando por curiosas caricaturas.

Cuando, poco después, vi a un alumno pintar también durante una clase, empecé a considerar más seriamente esta serie de hábitos que, al menos en estos casos, no parecían ocupaciones destinadas a compensar un aburrimiento o a procurar una distracción. De hecho, pertenecían a alumnos que participaban empeñosamente en los debates del aula y tenían notas altas en sus evaluaciones.

Para la cultura moderna, el pensar absorto que fluye en línea recta era el modo digno y correcto en que nuestra inteligencia actúa

Entonces recordé que había visto, años atrás, a un amigo hacer dibujos sobre un papel mientras escuchaba una conferencia. Por la charla posterior que tuvimos, no tuve la menor duda de que, a la vez que usaba el lápiz, prestaba atención al expositor con el mismo grado de sensibilidad y agudeza que yo le conocía. Él fue justamente el primero a quien leí esta cita de Ernst Gombrich: “las fantasías y pensamientos ocultos en los garabatos son aquellos de los que el garabateador quiere librarse, no fuera a ser que perturbaran su concentración”.

En cierta medida, es el mismo caso de quien conversa, lee un libro o escucha un podcast mientras manipula un lapicero, chupa un caramelo, bebe un café o enciende un cigarrillo. Recuerdo igualmente un pasaje de El arte de amar (1956) donde Erich Fromm decía, a contramano, que fumar es “uno de los síntomas de la falta de concentración” que aqueja a la psique “nerviosa” del mundo moderno.



Desde luego, el pensar absorto que fluye en línea recta era la imagen que tenía nuestra cultura acerca del modo digno y correcto en que la inteligencia actuaba; y sin duda nuestra especie ha justificado este estereotipo brindando a menudo las muestras más notables de su poder de concentración. Como el caso de un todavía muchacho Isaac Newton que, embebido en sus cavilaciones, volvía a casa creyendo que traía consigo un caballo que hacía mucho se le había escapado dejándolo con un resto de soga sujeto por una de sus manos; o el Tomás de Aquino que en el curso de un banquete, rodeado de copas, fuentes y la cháchara de los circunstantes, asestó un golpe a la mesa exclamando “ya lo tengo” en el instante exacto en que su cabeza, ajena a todo, había dado con el argumento que traería abajo una herejía.

Sin embargo, no hay ejemplo de recogimiento mental que supere el testimonio que dio René Descartes en su Discurso del método (1637) sobre su preferencia por la soledad al entregarse al cuidadoso tejido de sus razonamientos. Una soledad que no era tanto un aislamiento físico cuanto, más bien, un estado de ensimismamiento tal que, mudado a Amsterdam, ciudad comercial y rica, rodeado de gente muy activa, escribió que “el rumor de sus ocupaciones no turba mis ensoñaciones más de lo que lo haría el de una corriente de agua”. Según su filosofía, por lo demás, poseer ciertas ideas innatas y seguir los cuatro pasos de su método inspirado en las matemáticas nos llevaría derechamente al saber pleno que haría del hombre un “amo y señor del universo”.

Cuando la IA quiere parecer cortés y dotada de emociones parece hacer concesiones a nuestro ser "imperfecto"

Me pregunto ahora si la común comparación que se hace entre la inteligencia humana y la computadora, evidente cuando llamamos “Inteligencia Artificial” a la versión más extensa y sofisticada de su funcionamiento, no es sino la herencia de esa visión cartesiana de una facultad operando de forma lógica, certera y autónoma. Con todo lo cautivante y, también, arriesgado de un modelo abstracto, mecánico y parcial en el que sería difícil seguir reconociendo nuestra entera humanidad.

Incluso cuando, a través de bots o de robots, la IA quiere parecer cortés y dotada de emociones parece estar haciendo concesiones a nuestro ser "imperfecto", aún necesitado de ayudas subalternas como la empatía. Un ser cuyo cuerpo además, como quiere el transhumanismo, debe llegar a ser suprimido por medio de la reducción de la persona a una red cerebral y de ésta, por último, a una versión traducible al lenguaje digital que nos convertirá en entidades etéreas inmunes al dolor y a la muerte.



Yendo por esta vía, muchas veces en la historia, desde Platón hasta Averroes, la certeza de que la mente alcanza “verdades universales y eternas” ha dado motivos para creer que nuestro ser era algo así como el apéndice de una dimensión divina, al punto de ver en el “intelecto agente” (Aristóteles) el lazo que redimía nuestra pequeñez uniéndola al orden de lo trascendente y superior. Bella ilusión que, sin embargo, ha tenido a veces el efecto contraproducente de provocar el rechazo de nuestra igualmente verdadera materialidad y de despreciar los ingredientes terrenales y sociales que también componen lo que somos.

Esa atracción poderosa ejercida por nuestro espíritu y sus logros a lo largo de los siglos es la que llevó, hace un tiempo, a intelectuales como el zoólogo Desmond Morris y el neurocientífico Antonio Damasio a coincidir en la necesidad de reivindicar, a través de la investigación, todo aquello de lo cual habíamos renegado y aceptarnos como el “mono desnudo” (diría el primero) o el ser “frágil, finito y único” (diría el segundo) que en buena cuenta seguimos siendo todavía.

No vernos como ángeles o espíritus puros no significa abandonarnos a la ciénaga de nuestras vísceras

Con todas sus interacciones internas y externas, nuestro cuerpo –que la fe cristiana enseña que recobraremos tras la muerte (“creo en la resurrección de la carne”, reza el Credo)–, es el sustrato irrenunciable de nuestra vida. No vernos como ángeles o espíritus puros no significa abandonarnos a la ciénaga de nuestras vísceras, y por lo mismo, acostumbrados a mirar hacia lo alto de nuestras creaciones no debemos olvidar que ya existe grandeza en cada una de las células y, más aún, en la coordinación entre miles de ellas en un órgano como el cerebro, tan continua y profundamente unido al resto del cuerpo y al entorno. Como concluye Damasio en su libro El error de Descartes (1994), la mente no habría existido sin la evolución del cerebro y de toda nuestra biología, al punto que puede decirse que “el alma respira a través del cuerpo”.

“Yo pienso con mis pies”, decía Montaigne. “No creo en pensamientos que no hayan sido concebidos al aire libre”, decía Nietzsche. Balzac mismo hizo una descripción delirante de la actividad mental que inducía el consumo febril de café. Quiero decir que, en definitiva, no estamos hechos de compartimentos estancos. No tenemos una inteligencia como una caja guarda una herramienta en su interior. Pensamos no solo con el cerebro sino con todo aquello con lo que éste se vincula: oxígeno, sangre, proteínas, neurotransmisores, las sensaciones de nuestra anatomía y los lazos con el medio y con los demás. Como dice el psiquiatra holandés Jim Van Os, la ciencia actual está aprendiendo que la mente es más compleja y no, como se creía, “algo que podemos predecir”, como una secuencia de “causa y efecto”.



En un famoso diálogo con Borges, Ernesto Sabato citaba la poesía pronunciada sin querer por el campesino que, mirando las nubes, decía “el cielo está pensativo”. A la inversa, también hay quienes piensan unas cosas u otras y de un modo o de otro según salga el sol o no, según haga frío o calor, incluso según el orden o desorden de sus espacios. No solo el cielo está pensativo o triste; también los pensamientos se nublan o llenan de luz, están secos y áridos o, por el contrario, florecen y se cargan de frutos. Pensamos con nuestras facultades hechas de paisajes y de estrellas.

Quien piensa no es la Razón sino un ser individual condicionado y enriquecido por sus estados, circunstancias, recuerdos y relaciones. Y eso no hay IA que pueda imitarlo ni con el más vasto acopio de datos. Aunque la mente puede engendrar reinos exentos de contingencia, como las matemáticas, vale recordar que, según Einstein, conforme más se acerca la ciencia a la exactitud matemática “más alejada se halla de lo real”.

Quien piensa no es la Razón sino un ser individual condicionado y enriquecido por sus estados, circunstancias, recuerdos y relaciones

No existe, pues, una jerarquía de inteligencias, sino personas diversamente inteligentes, y quizá éste haya sido el mensaje principal de la teoría de las “inteligencias múltiples” de Howard Gardner. De modo que, contra nuestra vanidad, los escritores y profesores universitarios no somos más inteligentes que los pescadores, comerciantes y artesanos que hacen bien su oficio. Puesto que existe una inteligencia específica para la ciencia, existe otra para cada deporte, otra para cocinar y otra para el teatro; y ninguna es superior a las demás, solo son distintas, y todas se entrecruzan. Aunque mi abuelo campesino dijera que yo era el más inteligente de sus nietos, solo porque había hecho un posgrado fuera del país y daba clases en una universidad, en verdad era él –que sabía hacer adobes, “parar” casas, trabajar la tierra, trenzar sogas y mucho más– quien poseía, para mí, una estatura humana imposible de alcanzar.



Ahora que veo a dos estudiantes (A. y D.), que siguen atentamente mis clases, hacer dibujos preciosos y a otra (S.) tejer a crochet, del mismo modo que otra (G.) no toma apuntes casi nunca y sigue las ideas sentada e imperturbable delante de su mesa vacía; comprendo que no estoy delante de “inteligencias trabajando”, sino de personas pensando con sus distintos gestos, gustos, posturas y manías, y cada una con su propia forma de disciplina. Mientras yo mismo camino y hablo moviendo mis manos sin parar.

Casualmente, al hacerles mis consultas, responden que dibujar o tejer no solo no las distrae sino que, por el contrario, las ayuda a evitar las distracciones propias de un aula llena de gente. Claro, siempre que no se trate de figuras o de puntos de tejido que demanden una atención que compita con la actividad de escuchar la clase. Dicho sea de paso, a estas alturas es bastante obvio que, a diferencia de dibujar o tejer, la utilización de un celular plantearía, en cambio, consecuencias totalmente diferentes.

En el aula no estoy delante de “inteligencias trabajando”, sino de personas pensando con sus distintos gestos, gustos, posturas y manías, y con su propia forma de disciplina

Viéndolo bien, esta situación invierte y a la vez confirma lo que, por ejemplo, hacían mis abuelos en el campo: escuchar la radio mientras desgranaban el maíz, amasaban la harina o envolvían tamales con retazos de hojas de plátano atados con tiras hechas con filamentos de cabuya. Alberto Manguel, en Una historia de la lectura (1996), cuenta el caso de los obreros de una fábrica de puros que pagaban, de su bolsillo, a un lector para que les leyera poesía y novelas mientras enrollaban las hojas de tabaco. Les conmovió tanto una de las obras de Alejandro Dumas que, contando con su permiso, decidieron llamar Montecristo a una serie de sus cigarros.

(Por cierto, ¿no decía Julio Ramón Ribeyro que “escribir es un acto complementario al de fumar”?)

Volviendo a mis estudiantes, en un inicio vi que S. tejía debajo de la mesa para mantener oculta su afición extra académica. Una vez descubierta, más bien felicité su arte ante su sorpresa. En adelante tejió a la vista de todos, aunque siempre sentada en la última fila. “Mi mamá me enseñó a tejer durante la pandemia, profesor”. “Entonces, ¿tejer es para ti un modo de seguir teniendo cerca a tu mamá estando lejos de tu casa, de vuelta a la presencialidad?” “Así es, profesor”.



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