El mundo desde las barandas de un camión / Víctor H. Palacios Cruz



* En esta nueva edición del texto se incorporan fotografías del artista chiclayano Juan Gil Salvatierra, a quien agradezco muchísimo la generosa cesión de estas imágenes. 

Recordar con gratitud, orgullo y placer no equivale a hacer del pasado un elogio o una reivindicación. La nostalgia sana no idealiza. A menudo recordar es solo volver a ver por dónde ha venido uno, reencontrar sitios y sucesos que enhebran lo que somos como los átomos dan forma a un cuerpo. Aun sabiendo que el transcurso del tiempo y los dedos de la fantasía tienden a retocar lo recordado, porque en realidad nadie rememora las cosas y los lugares que vivió, sino las percepciones que tuvo de las cosas y los lugares que vivió. Y de uno mismo, además.

Por ello, no diría nunca que haber dejado de viajar a la sierra piurana, como hacía en una etapa que la distancia de la edad va dorando poco a poco, subido y acomodado de cualquier manera en la tolva de camiones de carga atestados de pasajeros y de sacos, cajas y barriles, haya sido una pérdida que deba lamentar. Cuando era pequeño y viajaba dentro de esos vehículos tan inadecuados, todos nos parábamos o sentábamos donde buenamente podíamos. Las dos tablas paralelas ajustadas a ambos lados de la tolva eran la zona VIP, diríamos ahora, que cedíamos a quienes más lo necesitaban. Pero, ya que donde unos ven la carencia otros la aventura, jóvenes y niños más bien codiciábamos la parte superior de las barandas laterales y, más temerariamente, la caseta situada sobre la cabina del conductor.

Nadie rememora las cosas y los lugares que vivió, sino las percepciones que tuvo de las cosas y los lugares que vivió

Eran las ubicaciones que desafiaban nuestra capacidad de riesgo y que unas mínimas medidas de seguridad habrían vetado razonablemente. El salir desde la ciudad de Piura poco después del desayuno permitía pasarlo allí expuestos a la intemperie, encendidos por los rayos del sol y luego lavados por las suaves manos del aire deshaciéndose en la cara, sin necesidad de protegernos del frío o de la lluvia que, en todo caso, caía recién al atardecer.

En aquellos años no existía el actual asfaltado que, aun roído e incompleto, abrevia considerablemente el trayecto, de modo que la marcha era lenta y los viajes más largos. Ese tiempo extendido era el que creaba una suerte de comunidad a bordo y era imposible ser ajeno a los relatos animados de chismes, anécdotas y chistes. Los chiquillos que ya estábamos en la sierra nos asomábamos para ver de cerca esos camiones, apenas crecía en nuestros oídos el ruido de su acercamiento, y veíamos no solo el paso de una caja repleta de gente, sino una especie de cyborg, se diría, mitad ruido jadeante de motor y mitad vocerío humano trenzado de risas que se desvanecían conforme al camión lo iba escondiendo el séquito de polvo levantado a su paso.


 

Cruzaban mi cabeza estas imágenes justo cuando detenía mi lectura de las ideas sobre la conciencia y la percepción del neurocientífico Antonio Damasio y el filósofo John R. Searle para caminar rumbo a un baño, primero, y luego rumbo a una máquina donde recoger otra porción de mi alma en un vaso de café.

Al andar, miraba cómo cambian los costados de los edificios con cada pisada comprendiendo que no hay mejor ejercicio para aprender la conveniencia de juntar, sin excluir, las distintas visiones de pueblos y personas que el solo hecho de moverse en el espacio, pues cada instante altera el ángulo de la observación y la aparición de cada vista no desmiente a ninguna de las anteriores.

En medio de estos pensamientos vinieron a mí, como frescos brotes de hierba, las sensaciones que tenía cuando viajaba de chico en un camión desde el cual eran las montañas las que variaban sus costados, trepado en las barandas de metal en un estado tan indudablemente inseguro como inobjetablemente feliz. Dejo a Damasio y a Searle respetuosamente a un lado, y me pongo a escribir para tratar de saber qué era lo que en concreto entonces sentía. Lo que ya no podré volver a sentir nunca más.

No hay mejor ejercicio para aprender la conveniencia de juntar, sin excluir, las distintas visiones de pueblos y personas que el solo hecho de moverse en el espacio 

Al viajar encaramado a las barandas de la tolva de un camión, el uso de las piernas quedaba sustituido por una múltiple fuerza corporal dirigida a fijar un apoyo y un equilibrio sometidos, a su vez, a los giros y brusquedades del desplazamiento del vehículo. Una coordinación que exigía un estado de alerta sin parpadeos, el reconocimiento del soporte disponible para manos y pies, y unos reflejos de readaptación postural, en todo lo cual se involucraba una continua conciencia de la anatomía en que chispeaban por igual funciones perceptivas, mecanismos musculares y flujos de adrenalina.

Una vez logrado un dominio aceptable, se activaba un piloto automático que liberaba a la mente de las tareas de cuidado para abrirse a posibilidades crecientes e irresistibles de contemplación e introspección. Llegado un momento se volvían inseparables, como dos cintas entreveradas, la visión del exterior y la sensación de uno mismo. Felicidad absoluta.



Los recuerdos recientes, los sentimientos en curso y los variables deseos, toda esa sopa tibia que llamamos conciencia se unía, como el alma al cuerpo, a la totalidad del paisaje: a su amplitud y su proximidad, a los claros y las sombras, a las formas y el desorden, a lo inerte y lo vivo, a la polvareda del camino y la fragancia de una flor, a la dureza azulada de una montaña que permanece lejana pese a nuestro avance y al olor de una cocina de leña que, como la cintura de una bailarina de vientre, se curva para escapar entre las tejas de una casa y penetrar hasta el pecho sin pasar por el olfato, como la taza que se invita al desconocido que no tiene tiempo de quedarse, pero que pasa volando junto a la morada donde unos campesinos hacen café y, sin saberlo, dirigen al extraño una hospitalidad inolvidable y fugaz. Y, así, todo era diverso, móvil e indivisible, como si mi cuerpo fuera dejando con el trazo grueso del camión el bello dibujo de una galaxia que en ese instante cualquiera hubiera podido ver a la distancia.

Ser pasajero no es solo pasar por un sitio determinado y ver que las cosas pasan, es también pasar uno mismo

El desfile de los espacios no era una continuidad geométrica, sino una sucesión de desvelamientos, desniveles y líneas torcidas provocada por las curvas estrechas, la aparición de un bache o de un ganado, o la propia reacción de la cabeza esquivando una rama de árbol. Con más intensidad que en el andar a pie, el marchar a bordo de un camión permitía que el cielo sobe y desmelene la cabeza mientras la incesante modificación de la vista le daba a cada punto su propia irrepetible perspectiva. Como al escuchar las notas sucesivas de una canción, no tenía sentido desear que una sola vista se detuviera, y aceptábamos la desaparición de las cosas y, a cambio, la llegada de un pasto o de un maizal, de un perro que se rezagaba persiguiéndonos o de un campesino que nos saludaba mientras sujetaba a un burro o a una vaca. El mundo estaba hecho de infinitas composiciones de mundos. El mundo era infinito por lo que contenía y también por la suma de miradas que concedía a la suma de viajeros que era, a su vez, cada viajero del mundo.



En cada fracción de la carretera la visión nunca era la misma: el entorno variaba sus colores, unos arbustos crecían desviando los sonidos, los cultivos florecían, alguien construía un segundo piso con un balcón de madera; pero también el pasajero que volvía ya no era el mismo. Recordaba, imaginaba, hablaba y sentía de otro modo.

Sucede que todos somos pasajeros, pasamos por los lugares en distintos presentes en cada uno de los cuales no está ya la persona que estuvo antes allí. Ser pasajero no es solo pasar por un sitio determinado o ver que las cosas pasan. Es también pasar uno mismo. Como diría Heráclito, ser dejando de ser al mismo tiempo.





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