Violencia en las aulas o la educación violentada por la sociedad / Víctor H. Palacios Cruz

 


Hace unos días, en un colegio de la ciudad de Piura, un adolescente se puso de pie y con la réplica de una pistola, doblando la muñeca como hacen los asesinos del cine, apuntó a su profesora que escribía sobre la pizarra. Sus compañeros tomaron una foto que, luego, se difundió alarmante y exitosamente a la vez. El colegio tomó medidas y el chico fue denunciado a las autoridades. Pero la imagen se ha instalado en nuestro sistema nervioso donde circula punzante todavía. No podemos borrarla como hacemos con cualquier archivo de nuestros dispositivos electrónicos.


* Las imágenes corresponden al film The Wall (1982), basado en el álbum homónimo de la banda de rock Pink Floyd.  

Actos de violencia estudiantil los hay, por desgracia, a diario. Violencia verbal, pero también física como en los varios casos de colegiales y universitarios que, en Estados Unidos, disparan contra profesores y alumnos a menudo con la sola intención de surgir ante la mirada de los demás por una vez en la vida, aunque sea por la vía del delito sangriento.

Incluso los padres vivimos el creciente temor de enviar a nuestros hijos a la escuela, aunque se trate de aquellos centros que tienen el prestigio que da su gestión privada en países que, como el nuestro, descuidan a sus colegios públicos (causando, por cierto, una injusticia contra gran parte de quienes serán los adultos que tomarán las decisiones que crearán el futuro).

Un análisis apresurado y superficial de la escena del colegio piurano podría emular lo que hacen los candidatos electorales, presidenciales y municipales, cuando anuncian que combatirán la inseguridad urbana con una serie de medidas de vigilancia y punición. Pero, en rigor, todo ello actúa sobre las manifestaciones de la violencia pero no sobre sus causas. La verdadera lucha contra la delincuencia, dicen los expertos, pasa por la acción sobre sus raíces sociales, familiares y hasta urbanísticas.

El Estado que descuida a sus colegios públicos causa una injusticia contra gran parte de los adultos que mañana tomarán las decisiones importantes

Por tanto, más allá de las decisiones inmediatas que el colegio en cuestión ha tenido que tomar (cambiar de aula a la docente agraviada, denunciar al estudiante, prevenir a sus compañeros), la tarea de contrarrestar la violencia es de mayor envergadura y supera los medios de esta institución, porque en realidad es una tarea que concierne a todos los colegios, a toda la educación y a toda la sociedad.

Me explico. Hechos como este no son repentinos. Mucho tiene que haber ido sucediendo poco a poco, sigilosamente, antes de que asomen y nos dejen sorprendidos. Propongo algunos elementos de juicio para discernir lo que tenemos por delante.


 

El estudiante agresor

El que un adolescente simule asesinar por la espalda a su maestra, utilizando un arma de juguete, es un suceso que tiene varios componentes. Para empezar la sola existencia de ese objeto. Las averiguaciones del caso confirmaron que se trató de un juguete incautado con anterioridad, hurtado posteriormente por el chico que lo utilizó de esta manera.

¿Son inocentes los juegos que permitimos en los niños? ¿Por qué seguimos validando juegos que recrean actos reprobables como el crimen y la guerra? Por lo demás, ¿no existe ya una violencia incubada en el alma de nuestros hijos cuando, además, de tratarlos con dureza, los forzamos a competir y a mirar al prójimo con recelo y ferocidad, puesto que él es quien puede quitarles el premio y exponerlos a la vergüenza de verse derrotados? “Odio a los perdedores”, decía el hombre desfachatado y ruin que fue presidente de un enorme país hace poco. Ganar es “patear traseros” en el habla vulgar del mismo país de donde con tanto ahínco importamos esa mentalidad insolidaria, esa carrera de ratas tan cancerígena para el bienestar humano y la civilización.

Nadie quiere morir y hay muchas formas de dejar de existir: ser ignorado o marginado, por ejemplo

En un clima tóxico como el que la competencia encarnizada fomenta es natural sentir miedo. Y el miedo es siempre un resorte de la agresividad. Nadie quiere morir y hay muchas formas de dejar de existir: ser ignorado o marginado, por ejemplo. Entonces, cuando los ruidosos animadores de fiestas infantiles preguntan a su pequeña concurrencia quién es más fuerte, “las niñas o los niños”, ¿no están acaso inculcando en ellos un primer aprendizaje de la rivalidad antes que de la cooperación? Se trata, en realidad, del mismo deseo ansioso de estar por delante de los demás que alienta esa sospechosa “formación de líderes” que tan alegremente anuncian colegios y universidades.

Hace poco, en mis clases universitarias, mis alumnos admitieron sentir desde sus años escolares la presión de tener que ser exitosos y triunfar. Algunos dijeron no tener gratos recuerdos de esa actividad escolar denominada “el día del logro”. No hay duda, una cultura individualista separa a los sujetos de su inserción comunitaria y los expone a la intemperie de la desprotección que, luego, los empuja a tener que usar cualquier medio, lícito o no, para destacar que es, para ellos, el único modo de subsistir. Con qué lucidez muchas sabidurías ancestrales ven en la soledad una forma de muerte, en la certeza de que nadie existe por sí mismo y todos estamos hechos de los demás y del entorno que nos rodea.



Cuando ungimos el éxito como la cima de la felicidad, inducimos en los miembros más vulnerables de nuestra sociedad el ansia de figurar y merecer la aprobación, y la idea de que importan más los resultados que las formas de obtenerlos. De esto se ocupa ampliamente el libro La tiranía del mérito de Michael Sandel.

¿No es también el despotismo de los estándares de belleza otro móvil de la angustia adolescente? Qué decir de nuestra insistencia adulta en las desgracias de nuestra época durante y después de la pandemia que, repetidas en los oídos más sensibles, pueden haber infundido en nuestros hijos el terror a ser adultos. Un terror que vuelve a unos más susceptibles ante la ofensa y el fracaso, y a otros más dispuestos a escoger atajos para obtener las tranquilidades materiales que da el ser una estrella on line o, incluso, el involucrarse directamente en la actividad delictiva.

La insistencia adulta en las desgracias de nuestra época, repetidas en oídos sensibles, infunden en los niños el terror a ser adultos 

La profesora agredida

Aun antes de la posibilidad de recibir un objeto lanzado por un alumno, los profesores escolares y universitarios ya vivimos, en general, un estado de agresión constante. Hace unos días, una profesora de educación primaria de Corea del Sur, se suicidó luego de escribir estas palabras: “siento una presión muy fuerte en el pecho. Me ahogo. Siento que me voy a caer Ni siquiera sé dónde estoy”. Sus colegas organizaron protestas para exigir más protección para su trabajo declarando que “somos acosados por padres prepotentes que nos llaman a todas horas del día y fines semana, quejándose de manera injusta e incesante”.

Si esto es lo que siente alguien que trabaja en Corea del Sur, donde su puesto es bien remunerado y reconocido socialmente, imaginen ustedes lo que sentirá alguien que, en el Perú por ejemplo, sufre las mismas presiones de los padres y, sin embargo, no solo recibe un pésimo sueldo, sino también el maltrato de sus superiores y el juicio peyorativo de la sociedad en su conjunto.



A nivel universitario (con el agravante de la envenenada competitividad que provoca el injustificado número de universidades que nos legó una ley de la dictadura de Alberto Fujimori, que tantos estragos ha causado en la educación superior, y en la secundaria por extensión), muchos docentes soportamos a duras penas el desgaste físico y laboral que nos infligen nuestras propias instituciones: 1) una carga lectiva aplastante que impide preparar con rigor e ilusión nuestras clases y atender personalmente a los alumnos; 2) unas obligaciones administrativas discutiblemente útiles para la enseñanza, que devoran nuestras fuerzas y corroen nuestro ánimo; 3) así como autoridades que no entienden la preparación que supone una sola hora de clase, y que desoyen el testimonio de quienes estamos en el lugar donde ocurre aquello que la institución dice ofrecer: la enseñanza.

No ayuda mucho, en esto, la influencia perniciosa de los ránkings y las acreditaciones. Por lo común, como demuestra Alain Deneault en La mediocracia. Cuando los mediocres llegan al poder, la sujeción a parámetros termina favoreciendo más al profesor que se contenta con cumplir las exigencias mínimas del diseño de una asignatura, que al profesor de vocación que enseña valiéndose también de su aportación personal y del don para improvisar.

La sujeción a parámetros termina favoreciendo más al profesor mediocre que al profesor de vocación

Por último, no puedo dejar de mencionar que la imposibilidad del sustento familiar derivada de un salario injusto, lleva a buscar ingresos complementarios que terminan por mermar la energía y la capacidad para disfrutar de lo que hacemos. Al final, son los alumnos los que padecen las consecuencias de esta cadena de estropicios. Ellos, que tienen derecho a tener delante a educadores en óptimas condiciones de salud física y emocional, de conocimiento y de pericia pedagógica.

 

La sociedad agresora

En un medio tan clasista como el peruano (un lugar adonde el mensaje cristiano vino a contarnos que, supuestamente, todos somos hijos de Dios e iguales a todos los efectos), los oficios que tienen menor retribución son objeto de estigmas más o menos encubiertos. Por extensión, quienes viven en los lugares menos provistos de servicios públicos, alejados de las grandes ciudades del país, son de una categoría inferior en la percepción del habitante capitalino que, en muchos casos, desciende de inmigrantes que provinieron de allí.



El caso reciente más visible al respecto es el de Pedro Castillo, ex presidente del Perú, incriminado periodística y socialmente no tanto por inepto y corrupto en su función (que lo era, sin duda), sino por ser “chotano, campesino y profesor”. Adjetivos que, por supuesto, él mismo utilizó a conveniencia con el fin de conquistar adeptos entre todos los que en este país se sienten postergados y humillados, que son numerosos además.

Por todo esto y más, muchos padres de estudiantes de colegios de una reputación más socioeconómica que propiamente educativa miran a los profesores con el mismo desdén con que miran –es odioso decirlo– a sus empleadas domésticas y asumen, más allá de los saludos y regalos en el día del maestro, que el pago de las costosas pensiones de sus hijos les confiere una autoridad de patrones sobre ellos. Son cómplices los directivos de cada centro educativo, y lo sé de primera mano.

Muchos padres delegan en los maestros la tarea de “enderezar” a sus hijos que ellos mismos incumplieron en la etapa decisiva de la crianza familiar

Incoherentemente, muchos de estos padres delegan en los maestros de escuela la tarea de “enderezar” a sus hijos que ellos mismos incumplieron en la etapa más decisiva de la crianza familiar, atareados como estaban por trabajos absorbentes a los que no podían renunciar por las altas exigencias de consumo propias de su estatus. Como enseñan pediatras, pedagogos, neurocientíficos y sociólogos, los primeros años son cruciales en el crecimiento de una persona (en cuanto a la adquisición de aptitudes cognitivas, emocionales, atléticas y sociales), de modo que aquello que dicen colegios e incluso universidades, “formamos personas”, hay que matizarlo tanto que ya el verbo resulta insostenible y es prueba patente de una publicidad en parte engañosa.

Todavía hay familias que creen que un colegio militar o religioso volverá disciplinados o buenos a sus hijos, cuando en verdad la acción que ejerce un espacio educativo, en algunos aspectos fundamentales, llega tarde al corazón de un ser humano (sin estar de más, desde luego) en el que el trato paterno ya ha dejado huellas imborrables. Todos conocemos a egresados de colegios y universidades capaces de actos indignos de la imagen que la gente asocia con las aulas por donde pasaron. Olvidamos, en ello, que, aparte de la libertad humana, hay un sustrato inmune a los mejores esfuerzos docentes y a los ambientes más idóneos de enseñanza, aunque por el camino deje resultados brillantes en las fichas de evaluación.



Cada uno de nosotros lleva consigo, inalienable, una dimensión honda y esencial producto del trato paterno. La ausencia de afecto por parte de los seres que dan al niño la bienvenida en nombre del mundo causa daños irreparables, que van desde el odio a uno mismo y una incurable inseguridad interior hasta el cinismo y el endurecimiento que comprende que esa carencia es la señal indudable de un mundo hostil que no merecerá, más tarde, ni respeto ni reciprocidad.

Para finalizar, muchos padres presionan a sus hijos y a los profesores con la obtención de los recursos personales que los capaciten para el triunfo profesional, precisamente porque están obnubilados por la ansiedad de sobresalir a la vista de los demás. Hay datos escalofriantes sobre la alta tasa de suicidios estudiantiles en la misma Corea del Sur y que, sin duda, tiene relación con la alta demanda de éxito que esa sociedad fomenta.

El “exitismo” siembra en la piel unos folículos invisibles de los que parten las afiladas púas que luego lastimarán o amenazarán a quien se acerque. Son los actos reflejos de una violencia real o –como en la triste noticia del colegio piurano– simulada, que no es que tarde o temprano “aparecerá”, sino que ya existe, ya está presente y comenzó quizá en nosotros mismos en un tiempo pasado de infeliz negligencia.

 


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