Reencuentros, vínculos y ausencias. Una cita con mi promoción de colegio / Víctor H. Palacios Cruz

 


Durante un reencuentro de promoción de colegio, 35 años después de egresados, le hablo a un compañero: “Ronny, recuerdo cuando hacíamos limpieza en un aula un sábado por la mañana y, de pronto, se desprendió un pedazo de luna que cayó sobre tu brazo y te hizo un corte terrible que me dejó impresionado…” “¡Sí! Mira…” y allí estaba visible la cicatriz muchos años después. “José Miguel, me acuerdo cuando nos mostrabas un hoyo en el costado de tu pierna izquierda por el que, sin ninguna venda ni nada, se veía la carne”. “Esa herida me la hice manejando bicicleta. Una abeja se me metía en la nariz y perdí el control de la bici, caí y el pedal se incrustó en mi pierna. Mira…”, y allí estaba visible la cicatriz muchos años después.

En los dos, la piel ya no era la misma, unas células habían ido sustituyendo a otras de manera natural, pero a la vez era la misma pues conservaba el registro de la pisada a veces profunda que deja una vida que no pide permiso para pasar.

Otros, por el contrario, tenían heridas posteriores y escondidas. El mismo sábado en que nos vemos de nuevo en nuestro colegio, uno de los nuestros camina con lentitud, se mueve mínimamente y se pega a una pared, quieto y contemplativo. Me acerco y me cuenta que acaba de salir de una cirugía al corazón y que se encuentra mejor y trabaja, mientras tanto, de manera remota. “Los médicos dijeron que mi corazón estaba funcionando solo al 25 por ciento”.

En nosotros cuántos vacíos y costosos procesos de reconstrucción personal debían cubrir las camisas planchadas y los rostros lavados y risueños

En todos nosotros cuántos vacíos, grietas y suturas debían cubrir esa mañana las camisas planchadas y los rostros lavados y risueños. El amigo a cuyo lado me siento, en el bus que nos lleva a almorzar, me cuenta que hace seis años lo dejó, de un día para otro, su esposa, el amor de su vida. “Ya no te quiero y deseo tener mi vida independiente”, me dice que le dijo ella secamente. “Yo aún te quiero, pero si no me quieres, no voy a mendigar el amor, no puedo pedirte que te quedes”, cuenta que contestó. Sus hijos eran adolescentes entonces.

Un rato antes, sobre al patio frente al pabellón principal del colegio, todos van y vienen y enternece el ver que cada cual conserva el mismo andar, el ritmo y el estilo inconfundibles e intactos. “Esas cosas seguramente las copiamos de nuestros viejos”, dice alguno. Con más de cincuenta años, todos siguen siendo los mismos chiquillos que iban con camisa blanca, pantalón y zapatos negros, saliendo de la cafetería con un sándwich en la mano o yendo de un salón de clases a otro.

Por el contrario, a diferencia del movimiento, las facciones del cuerpo han cambiado muchas veces drásticamente. Con disimulo dirijo una mirada inquisitiva hacia alguno tratando de entrever o deducir algún rasgo, el resto de una fisonomía que me permita recobrar la identidad de un compañero. De pronto, otro viene y me dice al oído: “oye, Palacios, ese de allá ¿quién era?” Una barba, una calvicie o una panza bastan para perder a alguien con quien habíamos compartido clases, deportes, celebraciones, aburrimientos y entusiasmos, premiaciones y castigos.



Bromeo con algunos diciendo que en el siguiente reencuentro se debe pedir a todos que porten fotocheck. Sucede que éramos numerosos y, en consecuencia, repartidos en cuatro aulas, no tratábamos a diario con todos y cada cual tenía un grupo dentro del cual entablaba sus conversaciones y complicidades.

Pero ellos, los incógnitos para los ojos de uno o de otro, eran también miembros de la promoción y, por tanto, partes vivas de cada uno de nosotros como aquellas zonas del cuerpo que no solemos ver y que la imagen de un espejo nos devuelve desde un ángulo distinto que, de paso, nos recuerda que a solas nadie puede conocerse sí mismo sin dejar nada en la sombra. Que somos más de lo que vemos y recordamos y que, juntos, nos completamos y vemos la figura de la que únicamente cada cual lleva un fragmento.

Al salir de la capilla del colegio, concluida la misa con que empezamos la jornada de reencuentro, luego de unas primeras fotos juntos, abrazos sonoros y avances de lo más reciente de nuestras vidas, charlo con un compañero y seguidamente con otro y después con uno más, y entonces las sensaciones privadas se vuelven de repente comunes y reales. A diferencia de reencuentros pasados, ahora todo resulta más intenso y tenemos, al unísono, unas ganas contenidas de llorar. De llorar un llanto feliz y extraño, con sus heridas y tristezas. Las lágrimas agridulces de quienes llegan a una orilla, miran alrededor y saben que faltan algunos, que ellos son los sobrevivientes y que los demás ya solo existen en sus frágiles evocaciones, aunque a la vez estén profundamente sumergidos en sus propias vías arteriales.

Somos más de lo que vemos y de lo que recordamos; juntos nos completamos y vemos la figura de la que únicamente llevábamos fragmentos

Sin duda, aparte de una pandemia reciente y trágica, es el paso de los años y cierta vaga madurez sobre la que flota una nube de nostalgia y brilla en medio la sonrisa que irradia el cúmulo de lo compartido que, en rigor, no está poblado de grandes acontecimientos como los que conmemoran pueblos y naciones, ni por los actos admirables de los santos y los próceres, sino más bien por una muchedumbre de sucesos menudos y triviales. Hechos que, vistos de lejos, no parecen más que el relleno anecdótico de cualquier trayectoria grupal, pero que, para nosotros, sus protagonistas, tenían el significado de los sucesos enmarcados y de las verdaderas efemérides.

Quizá por eso nos hemos reído como nunca y nos hemos hecho las mismas bromas de cuando nos sentábamos en las aulas, caminábamos por los pasillos y jugábamos en los patios de nuestro colegio. Como una forma de provocar el ruido que acalle los sollozos y tal vez, también, las penas cotidianas que cada uno venía viviendo y volverá a vivir terminada la última copa de este día... o del día siguiente.

Por ahora, renuncio a mis razonamientos filosóficos, a esas vías adoquinadas de conceptos que mi manía académica tiende a trazar con una prontitud digna del mejor alcalde, a fin de transitar con claridad por ese espacio en realidad siempre inestable y oscuro que hay detrás de los hechos humanos más evidentes. Prefiero, más bien, contar las cosas pequeñas que se han reunido solas días antes y días después del reencuentro, y que, por la acción de un sesgo en mis sentidos, he reconocido y siguen a esta hora girando en mi cabeza.



Primero, en la universidad donde trabajo, un ex alumno, después una alumna de últimos ciclos, luego otra igualmente con la carrera avanzada, me cuentan por igual que ya no se ven con los mismos compañeros con quienes habían formado grupos que, entonces, veíamos como cosidos por una amistad inquebrantable e imperecedera. Grupos en los que la ayuda mutua, los abrazos y las risas eran apenas los hilos más visibles de una sintonía que iluminaba las aulas de clase, los pasillos, bancas, escaleras y mesas de cafetería. Transcurrido el tiempo y ocurridas muchas cosas en él, se hallan ahora divididos y dispersos, aferrados a solo uno o dos condiscípulos, precisamente aquellos con los que no tenían tanta proximidad en un comienzo.

Mi taxista de confianza me cuenta que hace poco llevó a una ceremonia de desfile cívico a un anciano de 96 años que le contaba, a su vez, que iba a acudir representando a una promoción de su colegio estatal. “Pero, ¿por qué está triste, señor?”, le pregunté, me dijo el taxista. “Porque ya todos se han muerto y soy el único que queda. Todos se fueron”, contestó soltando una lágrima.

La mañana en que visitaba a mis padres antes de ir al colegio donde había estudiado, para el reencuentro mencionado, abordo un vehículo que hacía taxi colectivo y, de pronto, ya sentado, reconozco al conductor. “Buenos días, disculpe la pregunta, pero ¿no manejaba usted un bus de color rojo que iba por esta avenida y pasaba por el colegio San Ignacio?” “¡Sí, señor! ¡Qué gusto!”, respondió sin dejar de mirar hacia adelante. “Guardo recuerdos de todos los que trabajaban en esa empresa. Varios de ustedes eran siempre muy amables. Hasta recuerdo que alguna vez en que no tenía plata, me dejaron subir y llegar gratis de vuelta a mi casa”.

Los que se quieren forman un organismo simbiótico. Una sola existencia cuyos miembros están más unidos entre sí que las partes que componen a cada uno por separado

Una estudiante me visita, se sienta y, luego de varias noticias recíprocas, me cuenta que hace poco se acordó mucho de mis clases. Sobre todo de ciertas ideas que ahora guardan una relación inesperada con un hecho reciente. La muerte de su amiga más querida en un espantoso accidente de tránsito en el que todos se habían salvado menos ella. Vi de inmediato esos ojos húmedos y achinados delante de los cuales callo y luego digo algo y en seguida me arrepiento de lo que acabo de decir.

Al día siguiente del reencuentro colegial, vuelvo donde mis padres y me entero de la muerte de un vecino, padre de un amigo del barrio y de la adolescencia. Un hombre mayor que había enviudado hacía seis meses y que, según relata mi mamá mientras desayuno con ella, en una reunión reciente con otros en nuestra calle, se le acercó a ella para abrazarla lloroso diciendo: “extraño mucho a mi Genarita”. Mi mamá dice que lo consoló con palabras que en sus labios siempre suenan más creíblemente cristianas que en otros. “A los seis días se murió, mi hijito”, dijo finalmente.

Me pregunto, en seguida, si esta partida no fue, más bien, el último paso en la partida de su esposa. Luego de cuarenta, cincuenta o sesenta años juntos, dos seres unidos incluso por sus diferencias y sus peleas, con los gestos, palabras y estados de ánimo de uno suscitados y recibidos por el otro, forman una especie de organismo simbiótico. Una sola existencia cuyos miembros están más unidos entre sí que las partes que componen a cada cual por separado. ¿No se sabe, incluso, de casos de gemelos en los que el fallecimiento de uno es seguido poco más tarde por el del otro?



Un inexorable dejarse morir o, más bien, un deterioro psico-inmunológico precipitado por el paso que da uno y que provoca el del otro, por la misma fuerza que tienen los lazos de sangre y de amistad, y que tan concisa y bellamente recoge la jerga peruana que, como las de otros lados, tiene pasajes de metáfora y de poesía, en la palabra “pata” con que designamos a alguien que nos es muy próximo y querido.

Como la pieza de una mesa o la extremidad de un animal, “pata” es la persona que me sustenta y me mantiene en pie, y que al moverse me hace avanzar, puesto que una pata no avanza sin la otra, como si los dos sostuviéramos algo superior a nuestras respectivas individualidades. Un ser invisible cuyas palpitaciones se oyen recién cuando nos reunimos y descubrimos, de pronto, que una misma vía circulatoria nos integra de modo que, perdida una de las partes, el circuito se interrumpe y el resto se va desecando poco a poco.

Un “pata” es la persona que me sustenta y me mantiene en pie, y que al moverse me hace avanzar, puesto que una pata no avanza sin la otra

Quizá por eso nos vimos todos, en este reencuentro, más sensibles y sentimentales. 35 años después, subimos ya a una altura tal en que miramos con más amplitud el paisaje abarcado y al abrazarnos los unos a los otros, aún en nuestras distancias de ciudades, trabajos y opiniones, nos recomponemos mutuamente de un modo que ningún mecanismo biológico puede reproducir.

A través de nuestro grupo de WhatsApp nos seguimos comunicando afectuosa y vivamente, como si prolongáramos ese volver a vernos de hace unos días. Como si, perdidos algunos compañeros de viaje, quisiéramos impregnarnos los unos a los otros aún más para que, cuando nos envíe el universo su cita inaplazable, esos vínculos, temblorosos, erren entre el polvo de las estrellas sin dejar de sentir el calor uterino y materno que emana la buena convivencia. El traje exacto que la rutina, esa suma de instantes, termina por calarnos a fin de protegernos cuando quedemos expuestos a la gélida inmensidad que, sin remedio, habrá de volver pequeño hasta lo imperceptible el tamaño vibrante y alborotado que tiene, todavía, la existencia para cada uno de nosotros.

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