Los sentimientos de culpa de un niño / Víctor H. Palacios Cruz
* Todas las imágenes de esta publicación son reproducciones de pinturas de Joan Miró (1893-1983)
Por enésima vez mi pequeño Patricio, de dos años de edad,
venía a desbaratar el juego de su hermano mayor, Benjamín; reanudado el cual, a
pesar de mis palabras, Patricio volvía a repetir su perjuicio. Me sentí
desbordado y grité regañándolo. Los dos lloraron, Patricio escondido en otra habitación,
Benjamín frustrado por no poder llevar a cabo su juego.
Pasaron varios minutos, cambiamos de rutina, nos mudamos
de ambiente. Patricio pasó un rato con mamá y luego se quedó nuevamente solo.
Yo ayudaba ahora a Benjamín con sus bloques de Lego y sus construcciones bellas y ambiciosas.
De pronto, capto un sollozo distinto en Patricio a lo lejos, giro y lo veo meterse en la
habitación de dormir y colocarse detrás de la puerta. Lo llamo, le hablo, le
pregunto qué le sucede. Dejo la mesa y camino hacia él, pero Patricio usa toda
su fuerza en impedir que abra la puerta, mientras insisto con la mayor ternura: “¿qué tienes, hijito lindo?, ¿quieres contarle algo a papá?,
¿te duele algo, mi amor?” Hasta que formulo la pregunta que actúa como la llave
que abre la puerta de las murallas de la ciudad: “¿estás triste por lo que le
hiciste a Benjamín?” Y Patricio cede y me deja pasar y, entonces, desembalsa el
llanto más grande que lo estaba ahogando. Lo abrazo sobrecogido y le hablo: “¿sientes pena por lo
que le hiciste a tu hermanito, verdad? No te preocupes, corazón, es normal estar
triste, no fue tu intención, te sientes mal porque amas a Benjamín, ¿verdad?” Y
él decía: “tiiii….”, pronunciando a su modo un monosílabo afirmativo,
prolongado y convulso. Lo cargué, tendí mi hombro izquierdo debajo de su
cabecita, sobé su espalda y seguí confortándolo mientras mi pecho sentía el
compás del hipo con el que declinaban sus lágrimas.
Una segunda vez, días después, Benjamín se adelantó a
tomar otros bloques de plástico para jugar. Patricio los había ignorado, pero
al verlos en manos de otro se convirtieron por arte de magia en objetos irresistiblemente codiciables. Forcejearon, ganó Patricio,
Benjamín se quedó furioso y cabeza gacha, y entonces Patricio le arrojó a la
cara una de esas piezas dejándole una marca que no llegó a ser, por poco, una
brecha en la piel. Esta vez no levanté la voz, respiré, le dije calmadamente a
Patricio que no estaba bien lo que acababa de hacer. En seguida salió del
cuarto de juegos y se escondió de nuevo en el dormitorio. Mientras tanto le
hablaba a Benjamín: “hijito, sé que no es bueno lo que hizo Patricio, pero tú
has hecho bien en no contestarle ni pegarle. Bien, Benjamín. Siempre se acude a
papá o a mamá. Has actuado bien. Te pondré una cremita para tu herida, mi amor.
Ven, hijito, ya pasará. Yo hablaré con Patricio”.
Al rato, escuché a Patricio que lloraba en un rincón de
la habitación vecina. Apenas dejé a Benjamín absorto en sus juegos, acudí y,
prevenido por el incidente anterior, le dije a Patricio que seguramente no
había querido hacer lo que hizo, pero que de todos modos estaba mal, porque eso
hace daño y no le hacemos daño a nadie y ante cualquier cosa hay que hablar con
papá o mamá, etc. Acuclillado yo Patricio me abrazaba, mojaba mi hombro con sus
lágrimas contritas, pero esta vez ninguna de mis explicaciones apagaba su
lloro. Sin razonarlo agregué: “hijito, sigues apenado por lo que
hiciste, ¿verdad? ¿Sabes? Las cosas malas que hacemos tienen solución y la
solución es pedir perdón. ¿Quieres ir a ver a Benjamín?” “Tiiii….” “Yo te
acompaño y le pides disculpas y lo abrazas, ¿de acuerdo?”
Lo llevé a la sala donde ahora estaba su hermano mayor. “Benjamín,
Patricio quiere decirte algo”. Patricio balbuceó sus disculpas y abrió los
brazos hacia él y, por fortuna, Benjamín correspondió a su gesto en una de esas
instantáneas familiares que son imperecederas justo porque no se las roba ningún medio fotográfico.
En la soledad de mi oficina en el trabajo me quedo, esa
mañana, meditando en todo esto. Le doy vueltas a los sentimientos de culpa de
un niño tan pequeño como Patricio. ¿Qué clase o qué nivel de conciencia de lo
cometido puede tener alguien de su edad para manifestar de esa manera desatada
e incontenible el remordimiento, el dolor y la tristeza?
Hannah Arendt daba del arrepentimiento una descripción a
medio camino entre la filosofía y la psicología. Según ella, es la congoja que aqueja
a un sujeto que, al mirar atrás, reconoce un acto o una omisión vividos por él
como un hecho proveniente de su voluntad y no impuesto por la dirección
invencible de una fuerza exterior o interior. Mejor dicho, que se trató de una
acción que estuvo en su alcance poder evitar y que es totalmente atribuible a él,
puesto que surgió en una estricta indeterminación de sus movimientos. Añadía
Arendt que, ante la irrevocabilidad de lo ocurrido y ante la certeza de que a la
voluntad le está vedado actuar sobre el pasado, a los seres humanos nos queda
el perdón como una forma no de alterar lo realizado, pero sí de resignificar
nuestras relaciones con ello y con las personas afectadas.
Lo sé muy bien. Los análisis académicos producen artefactos
bonitos y complejos como estos, en cuyos vericuetos las realidades pierden su
calor original y se dividen en trocitos que adquieren, cada uno en su casillero, la comodidad de lo inocuo y lo justificado. Este era el motivo por
el cual, desgarrado, Primo Levi decía oponerse a cualquier intento de
comprensión de los sufrimientos infligidos a las víctimas de los campos de
concentración nazis.
Pero, más allá de estos debates, ¿cuánto de lo que la
razón nombra y señala pudo verdaderamente pasar por la cabeza de mi bebé de solo dos
años de edad? Creo que en rigor nada. Absolutamente nada. Que las lágrimas
quemantes y el cuerpecito trémulo de Patricio fue una consecuencia no
tanto de la unión de unas ideas, sino que tuvo unas raíces más hondas, más terrosas
y orgánicas. Quiero decir que fue algo que saltó desde el subsuelo que oculta
la superficie lisa de esa cuadrícula de normas, argumentos e ideales
con que intentamos, con variable fortuna, domesticar y hasta civilizar a
nuestra orgullosa especie.
Veo en la sensibilidad compungida de mi hijito, luego de
haber agredido a su hermano, una capacidad inmediata y pura de reconocimiento y
reacción que no tiene, todavía, los subterfugios y las excusas de
un empleo más adulto de la razón. “¿Cómo, de qué manera –me digo ante el espejo–
he perdido yo mismo esa facilidad primordial para lamentar y sentirme abatido por mis
propios errores, por las mil maneras, gruesas o finas, de causar un mal incluso
a mis propios hijos con mis repudiables exabruptos, impaciencias y
brusquedades?” ¡Rayos! “¿Cómo puedo salir tranquilamente de casa rumbo al
trabajo con tan solo decirme que aquello fue un grave error y que pidiendo
perdón y proponiéndome enmendar restauraré la línea recta de la vida cotidiana?”
“¿Cómo no me derrumbo sobre una almohada o sobre los brazos de mi esposa para sollozar,
como Patricio, dándole a mi arrepentimiento el justo tamaño de lo cometido?”
Fue a la vista de mi primer hijo, Benjamín, pequeñito y
frágil al lado de mi esposa en la cama del hospital donde media hora antes acababa
de salir a los ojos de las estrellas, que sentí una repentina e indescriptible transformación
interior, una especie de rediseño de mi propio cerebro, al margen de cualquier
consideración lúcida de mi mente y mi voluntad. Un cambio que me volvió en
adelante más sensible y temeroso, como se vuelve todo aquel que cae en la
cuenta de que ama a otra persona cuya vida empieza a importarle mucho más que
la suya. Nada de ello fue intencionado o racional, insisto. Debió provenir de
la misma zona recóndita y común que hacía decir a mi mamá, lo recuerdo con
nitidez y temblor: “hijo de mis entrañas”.
Como contaba en sus libros el zoólogo británico Desmond Morris,
hace más de medio siglo, las obras indudablemente espléndidas de nuestro
espíritu –en el saber, el arte y la cultura– nos han llevado a
creer que eso era todo lo que nos distinguía de los demás vivientes. Y nos
apresuramos a encerrarnos en ese piso alto de nuestro edificio tirando la
escalera, creyendo que allí arriba lo tendríamos todo y que, en adelante, debíamos
ver con recelo nuestro organismo animal, relacionarnos con él como con una cárcel (Platón), un “cuerpo de
muerte” del cual debemos librarnos (San Pablo), una máquina semejante a un
reloj mecánico (Descartes), o la última barrera que hay que derribar para
convertirnos en invictos seres enteramente digitales e impalpables (el
transhumanismo dataísta de nuestros días).
Infectados por un narcisismo tan fácil de justificar con
nuestras por lo demás legítimas inclinaciones hacia lo celeste, sugería Morris,
empezamos a tratar esa otra región de lo que también somos como una capa
inferior, vulgar, primitiva e impura. Como el pariente pobre que afea la fotografía
familiar, como el vecino réprobo que desluce la cuadra. Como una costa que las blancas
velas de nuestra digna embarcación han dejado atrás para siempre, como una
tierra antigua de la que hay que despercudirnos una y otra vez porque desasea nuestra
impoluta alma racional.
Las ciencias de nuestro tiempo –cuyos resultados el
tiempo irá poniendo en su lugar, por supuesto– van reivindicando poco a poco el
cuidado necesario de la faceta emocional, neuroquímica y visceral de nuestro
ser que los idealismos filosóficos, tanto como los conductismos positivistas,
habían desdeñado o incomprendido. Ahora hablamos de cómo incluso una mala dieta
afecta el comportamiento y la performance intelectual, y de cómo los intercambios
visuales con la madre afianzan ciertas conexiones fundamentales en el cerebro
de un bebé. Hace mucho que los psicólogos clínicos no reciben en sus consultas ya
solo a los casos más extremos y, faltaba más, la experiencia de encierro y
soledad de la pandemia reciente puso de nuevo en primera línea los beneficios para la salud física y mental que producen la cercanía interpersonal y los abrazos afectuosos.
Ese contacto corporal que antes veíamos, en nuestra vanidad metafísica, como
concesiones a nuestra debilidad, recaídas en una inferioridad desamparada o,
desde una mirada inhumanamente puritana, como oportunidades de peligro para la
virtud.
En los Evangelios Jesucristo tiene cólera en el templo y
llora la muerte de un amigo, pero también tiene hambre y sed, y sufre la ferocidad de unos azotes y unos clavos herrumbrosos rompen sus extremidades causándole un
dolor indecible. Al resucitar, después de saludar a sus muchachos, pide tan
encantadoramente un poco de comida. Si, en consecuencia, al hacerse humano él
se hizo carne, qué duda queda ya de que el cuerpo, su estado y sus condiciones,
no es por sí mismo ni ajeno ni repudiable, y que el pecado no procede de su
sola existencia sino del daño que con él podemos hacer al prójimo. Daño que empieza
en la verdadera raíz de todo pecado que no es la lujuria ni la gula sino la
soberbia. La soberbia de creernos dioses, de denigrar nuestra finitud e imaginarnos flotantes y
superpuestos, inmunes a las flaquezas de lo terrestre, como espíritus que no
conocen límites para su poder.
Como Benjamín en otras cosas, Patricio es mi hijo y, al
mismo tiempo, mi amado maestro. Sus sentimientos de culpa, sobrecogedores e inobjetablemente
verdaderos, son también los de una pequeña persona tan efusiva y jovial, que
salta con los dos brazos en alto con la más pequeña alegría, que abraza con
fuerza y nos cubre de besos, que posee una gestualidad vivaz que nos hace reír
y deshace el corazón de todos.
Después de estas líneas, quiero pronto correr a abrazarlos
a los dos y, con ello, estrechar y venerar mi propia semilla, mi sustrato. Aquello
primigenio, escondido y noble de donde yo mismo vengo. Abrazando y besando a
mis hijos quiero abrazar y besar, finalmente, a mi madre y a mi padre más
profundos. Aquello inaccesible y próximo sin lo cual todo lo demás sería la
cometa perdida en lo alto, a la que un niño que llora en la playa ha perdido
para siempre.
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