En defensa de una inclusividad universal / Víctor H. Palacios Cruz


 

Es difícil, si no incoherente, practicar la “inclusividad” con quienes poseen “habilidades diferentes”, si antes no lo hemos hecho con las diferencias evidentes de quienes nos rodean más cotidiana y numerosamente, pues, al fin y al cabo, quién entre nosotros es un individuo completo y sin fisuras. No hay tejido humano que no haya sido nunca perforado por algún error, herida o carencia. Todos poseemos habilidades distintas, todos tenemos alguna discapacidad cuya orgullosa negación nos ha privado del abrazo que en el fondo ansiamos con desesperación.

* Las imágenes de esta publicación pertenecen a Twelve angry men (Doce hombres en pugna, S. Lumet, 1957).

En el clásico del cine Doce hombres en pugna los doce miembros de un jurado, instancia característica en el sistema judicial norteamericano, deliberan sobre la inocencia o culpabilidad de un adolescente acusado de haber matado a su padre. El veredicto debe ser unánime y, de ser incriminatorio, conllevará la pena de muerte.

Los doce realizan una primera votación. Once de ellos coinciden en que el muchacho es culpable y solo uno dice tener dudas. Entonces, empieza un nuevo examen de las pruebas a lo largo de un debate en que la intervención de cada cual va dejando entrever los rasgos personales que la condicionan. Ya en el clímax de la película se invierte la situación del inicio: todos cambian su voto y admiten la inocencia del acusado excepto uno de ellos, que alega que el resto ha sido víctima de la manipulación y la sensiblería, y que las pruebas, desechadas una a una por los otros, bastan para que caiga sobre el chico todo el peso de la ley.



En otro pasaje de la película este personaje cuenta, amargamente, que tiempo atrás había tenido una pelea con su propio hijo, al que había educado con rigor a fin de que “se hiciera hombre”. En el final del relato y cuando los otros le exigen que sustente su insistencia en la culpabilidad del acusado, se pone de pie, vocifera, mira con furor a todos y arroja su billetera sobre la mesa que desborda de notas entre las que aparece una foto en que se le ve junto a su hijo adolescente. Se derrumba sobre la mesa, toma esa fotografía y la desgarra desahogándose: “malditos hijos por los que uno da la vida”, antes de pronunciar la palabra que vuelve unánime el veredicto: “inocente”.

Es el desborde de un padre que trató a su vástago con la fuerza que, según él, aseguraría su virilidad, en el supuesto de que mostrar afecto a los hijos tiene el indeseable efecto de tornarlos débiles y pusilánimes. Personalmente puedo contar una breve experiencia que confirmó, al menos ante mis ojos, la falsedad de este parecer tan desdichado.

Salía con mi hijo de cuatro años a caminar y al poco rato él se detuvo y escaló sobre el muro de la jardinera de una casa vecina. De pronto, dio un paso en falso, resbaló y el borde del muro raspó la canilla de su pierna derecha. Jamás había visto su carita tan desencajada, los ojos desorbitados, por no saber cómo expresar el dolor que lo asaltaba. De inmediato lo abracé, acaricié su cabeza, lo acerqué a mi pecho, traté de darle todo el consuelo de que era capaz y le dije, como en otras ocasiones, que estaba bien llorar, que ese dolor que tenía era realmente terrible, que ya iba a pasar, que respirara hondo y mientras tanto “papá está contigo”. En menos de un minuto se serenó, tomó un poco de agua y, como si hubiera hecho retroceder el tiempo y acabara de llegar, volvió a subir sobre el muro que hacía tan poco lo había lastimado.



No solo no evitaba el lugar, sino que volvía a jugar allí sin el titubeo que da la memoria del temor. Y en ningún momento había escuchado advertencias como “los niños no lloran” o “aguanta porque eres hombre macho”. Por el contrario, la compasión y el cariño, lejos de haberlo acobardado, habían reducido su sufrimiento físico y afirmado la confianza con que ahora repetía el mismo arriesgado juego con renovada entereza y alegría.

Dándole vueltas al suceso, entendí luego que decirle a un niño o adolescente que no es cierto lo que siente (temor, tristeza, angustia) tiene cuando menos dos nefastas consecuencias.

En primer lugar, supone invalidar sus emociones (que, aunque con los años haya que aprender a sujetar a la voluntad, no dejan de ser reales) y, con ello, instalar en su mente la duda sobre lo que experimenta que tarde o temprano recaerá sobre su propia existencia. Puesto en contra de sí mismo, instado a no escuchar su cuerpo, un día llegará a plantearse si todo su ser es real (es decir, “si es real para los demás”).



En segundo lugar, decirle a alguien que su pena o su miedo no tienen sentido –más aún si se trata de alguien con la inmadurez inherente a su corta edad– es abrir una división entre lo que vive por dentro y lo que le llega de fuera, de modo que la no-concordancia entre él y el mundo llevará al chico, en algún momento, a esta disyuntiva: o someterse en adelante a lo que los demás digan que él debe sentir, pensar y hacer (abdicando de la experiencia de vivir por sí mismo); o a aferrarse fuertemente a su yo recelando de la sociedad y resuelto a renunciar a sus normas.

Como sugería el zoólogo Desmond Morris en su famoso ensayo El mono desnudo, destacar nuestra humanidad por encima de la naturaleza nos ha llevado a creer que, para valorar ciertas cualidades presuntamente superiores, era preciso repudiar la parte biológica y animal que también nos acompaña. Muchas veces, observar la conducta de vivientes a los que situamos por debajo de nuestra especie nos entrega verdades de un valor extraordinario.

Por ejemplo, la reacción de una mascota al volver a casa podría bien recordarnos la profunda necesidad que tenemos por igual los “seres racionales” del inmenso bien que proporciona un abrazo. Cuando abre la puerta su amo, un perro bien cuidado acude a prisa, corre, salta, gira y agita su cola movido por cierta incontenible felicidad. Si eso es lo que siente un mamífero cuánto más sentirá, con un poco de cariño, alguien que posea la sensibilidad y la comprensión que los humanos nos atribuimos a nosotros mismos.



Hace poco escuché decir a una mujer entrevistada en una radio argentina: “estoy más contenta que perro con dos colas”. En efecto, pareciera que la intelectualización de la felicidad nos ha llevado a olvidar la importancia del bienestar corporal y, más aún, el don inenarrable que produce el arrimarnos al ser amado para brindar y recibir esa irremovible solidez de la existencia que es la tibia blandura de una piel humana que palpita con nosotros. Besamos tiernamente a nuestros hijos que no saben cuánto nos devuelven y qué clase de poder sin límites confieren a los seres de barro que los aman.

Sucede que, después de todo, una mala relación con nuestras propias emociones nos incapacita para entender las que experimenta el prójimo, y esa carencia de empatía agrieta la convivencia, al descuidar el hecho decisivo de que la otra persona tiene su sensibilidad, su historia y su punto de vista. Que, sencillamente, su existencia es otra y no la mía, y que los humanos no vemos la realidad sino desde la vida que tenemos, y que solo una abstracción aberrante puede creer que la diversidad de miradas es, como creía Descartes, fruto de un mal empleo de la razón y que la aspiración al saber debe suprimir la subjetividad de nuestros juicios (una subjetividad que es nociva solo cuando creemos que ella sola es suficiente), cuando, por el contrario, como sucede en Doce hombres en pugna, lo más humano que hay detrás de cada perspectiva es lo que precisamente ayuda a la obtención final de la verdad. En este caso, la verdad no de la inocencia probada del muchacho, sino la de la ignorancia de los miembros del jurado. El descubrimiento de que desconocían lo que antes creían saber con certeza (vieja y socrática lección).



En Los ensayos, el libro que más ha celebrado la diversidad humana como impulso de la conversación, la lectura y los viajes, en sonriente reconciliación con nuestra pequeñez que nos previene de la arrogancia, “enemiga pendenciera de la verdad”, Michel de Montaigne escribe de repente: “cuando juego con mi gata, quién sabe si ella se divierte más conmigo que yo con ella”.

Si un pequeño animal doméstico, que se acerca o se esconde según su capricho, tiene la percepción de las cosas que la naturaleza le concede, con cuánta más razón cualquiera de nuestros semejantes tendrá derecho a expresar su propio parecer. “Cuando alguien me contraría, no despierta mi ira sino mi atención”, decía Montaigne.

Incluir el punto de vista del otro en la modulación de nuestros juicios, como contaba Hannah Arendt, prueba la utilidad de la imaginación para la vida política. El problema es que la importancia especial y hasta legal que damos a la inclusión del otro, la tan manida “inclusividad” –desde el diseño de espacios públicos hasta la educación escolarizada– ha terminado por confinarla al trato compadecido de las deficiencias físicas y las disparidades psíquicas, a fin de adecuar accesos, cuotas y medios que los acerquen a los servicios comunes, la cultura y a todo aquello que los demás, supuestamente, disfrutamos con plenitud. Todo ello, según parece, con el soterrado propósito de autoexculparnos de nuestra poca disposición para ponernos en el lugar del otro, por ejemplo del migrante, el habitante del campo, el que no gusta de lo que todos gustan o el que tiene una opción política contraria a la nuestra.



La “inclusividad”, noble en el nivel de sus intenciones, ha resultado cuando menos irónica, si no hipócrita, en una sociedad como la nuestra proclive a la exaltación del éxito, a la tiranía de los modelos arbitrarios de belleza y sobre todo al aplanamiento de la inagotable variedad humana a través de mediciones, estándares y ránkings. Como enseña el documental La educación prohibida (2012), ¿no ha tendido la escolarización a clasificar a los estudiantes por edades y sexos exigiéndoles a todos no solo el mismo desempeño, sino el mismo tipo de actividades para llegar a los mismos objetivos como si las personas fueran todas monocromáticamente iguales?

A veces fijarnos tanto en las presuntas limitaciones o debilidades de los demás, incluso asignarles eufemismos políticamente correctos, acaba por subrayar las diferencias entre unos y otros, entre normales y anormales, entre afortunados y necesitados. Recuerdo las palabras de una alumna de universidad que tenía sus manos parcialmente inhabilitadas por culpa de unas horribles quemaduras: “profesor, solo le pido que no me tenga lástima y me exija lo mismo que al resto de mis compañeros”.

Pienso que es difícil, si no incoherente, practicar la “inclusividad” con quienes poseen “habilidades diferentes”, si antes no lo hemos hecho con las diferencias evidentes de quienes nos rodean más cotidiana y numerosamente, pues, al fin y al cabo, quién entre nosotros es un individuo completo y sin fisuras ni desequilibrios ni vacíos. No hay tejido humano que no haya sido nunca perforado por algún error, herida o carencia. Todos poseemos habilidades distintas, todos tenemos alguna discapacidad cuya orgullosa negación nos ha privado del abrazo que en el fondo ansiamos con desesperación.



A lo mejor nos importa caritativamente más la opinión del chico en silla de ruedas de la clase, que la que pueda emitir nuestro vecino de vivienda, haciendo abstracción de todas sus condiciones ventajosas o no. Si no tenemos por hábito acoger los gustos y pensamientos de quienes tenemos al lado, la inclusión de la voz del “discapacitado” será antes un cumplimiento social, una concesión a la parte disminuida de nuestra humanidad, que la convicción esencial según la cual todos somos diversos y tenemos derecho a expresar lo que vemos, sentimos o valoramos desde las circunstancias que vivimos (y que tampoco podemos ignorar, faltaba más).

Ya mi ojo izquierdo disiente de lo que ve el derecho, y viceversa, y no hay solución más sensata, universal e incuestionada que reunir lo que ambos ven antes que excluir a uno de ellos por diferir del otro.

Comentarios

  1. Quediro Víctor, me gustó mucho el planteamiento sobre la inclusividad y la aceptación de las diferencias humanas. Por supuesto, la referencia a la película "12 Angry Men" (en España se tradujo como "Doce hombres sin piedad") para ilustrar la importancia de considerar diferentes perspectivas en la búsqueda de la verdad es excelente.

    Me interesó mucho la experiencia personal en la que consuelas a tu hijo después de haberse lastimado. A través de este relato, demuestras la importancia de la compasión y el cariño en el desarrollo emocional de los niños.

    Estoy muy de acuerdo en la idea de que la sociedad tiende a excluir y clasificar a las personas en función de sus diferencias y discapacidades. Si bien, considero que la sociedad contemporánea ha avanzado significativamente en términos de inclusión y aceptación de las diferencias, con leyes y políticas destinadas a garantizar la igualdad de oportunidades y el respeto a la diversidad. Claramente existe la necesidad de incluir el punto de vista del otro y muestra una comprensión de la importancia de la empatía en la convivencia humana.

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    1. tal cual, queridísimo Raúl. De hecho la inclusividad está también en la forma cómo construimos un espacio, una ciudad, un entorno cualquiera. Justo allí, en la posibilitan del encuentro, la horizontalidad y el intercambio es donde yo veo la intersección entre la arquitectura, la filosofía y la vida cívica. Una saludable vida política va en consonancia con un verdadero amor por la verdad que, a su vez, es inviable sin hábitos de integración mutua, y sin el interés por la mirada del otro que lleva la mía, finita y fragmentaria como toda mirada humana, más allá de sus límites naturales, pero no hacia la plenitud y la claridad absoluta, sino hacia el rumbo de un acercamiento paulatino e inacabable a la comprensión de una realidad, por último, inagotable y cambiante. Por fortuna, además

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