Lecciones de un quequito de plátano / Víctor H. Palacios Cruz

 


Contestó mi estudiante: “mi abuelita murió un 14 de febrero, poco antes de la pandemia. Justo un día de los enamorados. Cuando yo era niña, mi mamá salía a trabajar y me dejaba con ella, y mi abuelita me llevaba a la cocina y hacía postres conmigo. Por un tiempo no quise volver a hacer postres, pero unos meses después descubrí que hacerlos era, para mí, como estar con ella nuevamente”.

 

Acabada una clase, ocupada por un intenso debate en torno al Discurso del método de Descartes, una estudiante se acercó a mi mesa y me entregó un pirotín relleno de una masita de apariencia rugosa, consistente, blanda y suave: “esta mañana, antes de venir a la universidad, me puse a hacer quequitos, profesor. Le invito uno”. Salíamos ya del aula y solo pude decir “no tenías por qué obsequiármelo, de todos modos muchísimas gracias. Será mi postre luego del almuerzo”.

Lo fue finalmente, a la vuelta de la comida en la soledad de mi despacho, donde suelo trabajar en mis asuntos sustraído al correcorre del campus universitario, a escondidas de colegas o estudiantes, en el silencio de una penumbra. Y en medio de ese teatro amplio y oculto, aquella porción de postre proyectó sus rayos solares con un alcance comparable al que deja, en el alma, el verso que obliga a cerrar el libro sin terminar a fin de no profanarlo con la irrelevancia de cualquier contenido posterior.



Un quequito de plátano sin añadiduras. Vibrante en su desmoronarse entre los dedos y expansivo por virtud propia, sin el artificio de ninguna cualidad destacada que opaque al resto de sus ingredientes. No tengo por desgracia el paladar cultivado de otros, pero me pareció tan ineludible y elocuente el sabor de este bocado –cuyo aspecto fresco y natural contrastaba con la saturación de aditivos, complementos y decoraciones de la repostería convencional–, que mi entusiasmo me llevó a pedir ayuda para localizar a la autora de esta maravilla con la idea de pedirle más piezas para llevar a las otras partes de mí que son mi esposa y mis bebés.

La alumna mandó a contarme que no tenía más en la universidad, pero que mañana traería con mucho gusto algunos que había dejado en su casa. Acordamos el encuentro, me entregó una bolsa de papel con seis quequitos y resistió educadamente mi insistencia en pagarle. De vuelta con mi familia, los repartí feliz y expectante. Mi esposa se quedó sin probar el suyo porque Patricio, el más audaz y goloso de nuestros pequeños, la sorprendió y se escabulló con su presa. A Benjamín, el más perceptivo de los dos, le parecieron tan deliciosos que pidió más que por desgracia ya no había.

Hoy volví a ver en el aula a Mariana, la artesana de estos quequitos. En un café posterior a la clase, caminando junto a sus compañeros más cercanos, charlamos sobre sus habilidades reposteras. Omito el detalle de los insumos y medidas que mencionó porque, como se sabe, un postre o un plato cualquiera no es jamás ni la sumatoria de sus componentes ni el orden de sus pasos. En cambio destaco un detalle que todo maestro de la pastelería o la panadería –incluso mi mamá, mi suegra y mi abuela, cuyas tortillas de harina de trigo son todo un prodigio– comprende mejor que todos los que nos limitamos a celebrar estos regalos de la cocina. “Yo trabajo la masa con mis manos, profesor”.



Las manos que, como en el arte de dibujar del que habla el arquitecto Juhani Pallasmah, tienen vida propia y nos llevan sobre la superficie hacia lo no planificado. Las manos con las que transferimos a la materia nuestros estados de ánimo y nuestras intenciones, la fuerza conducida por una idea o una imaginación. Las manos a través de las cuales nos llega, recíprocamente, la textura y la ductilidad de aquello que, al manipularse, en un diálogo secreto nos transmite e impone su propio estado. Las manos a través de cuyos músculos y vasos sanguíneos la herramienta, la tierra, el hilo o la harina son como una extensión de nuestro cuerpo, una parte exenta que nos prolonga, que deja una parte de nuestro ser expuesta para siempre al sol. 

“Yo hago postres cuando siento estrés, profesor”. “¡Vaya!”, exclamé mirando a los demás chicos. “Es que precisamente eso es lo que me asombra. Tus quequitos tienen tal tersura, delicadeza y expresión que, más bien, parecen obra de la serenidad, el gusto y hasta el cariño. Quiero decir que transmiten una sensación de control por donde no se adivina ni la descarga de una perturbación ni el debilitamiento de una fatiga. ¿Cómo es que pasas del estrés a la calma cuando te pones a prepararlos?”

“Es que me desestreso justo porque hacerlos hace que me concentre, que esté atenta. Me olvido de todo”. Claro, como otros que, después de un día agitado, corren al gimnasio para expulsar la carga acumulada por medio de la transpiración. U otros que superan la pérdida o la derrota por medio de una acción o un proyecto que tenga la suficiente fuerza para absorberlos, sea por la complejidad de su ejecución, sea por la satisfacción que engendra, o sea por las dos cosas a la vez. No hace falta ya ningún análisis para entender que muchas obras del arte o del conocimiento provienen de la crisis, la tristeza o la ruptura.



Encontramos cuando dejamos de buscar. Incluso llegamos cuando creemos alejarnos en la huida. El Isaac Newton del estudio de la óptica y la luz que perdió el manuscrito de su vida por culpa del fuego causado por un descuido de su concentración intelectual, decidió no seguir en aquello que investigaba y, pensando que escapaba por completo a su congoja, se pasó a los tratados de alquimia y teología, a través de las cuales recaló en el dominio del magnetismo donde una serie de asociaciones lo llevó, finalmente, al vislumbre de su teoría de la gravitación universal, nada menos.

De pronto, cuando el café se estaba terminando en nuestro itinerario peripatético en que yo era también un alumno que escuchaba, Mariana dijo: “en realidad, profesor, yo amo a mi mamá, por supuesto. Pero mi abuelita fue también importante para mí. Ella se murió un 14 de febrero, poco antes de la pandemia. Justo un día de los enamorados. Cuando yo era niña, mi mamá salía a trabajar y me dejaba con ella, y mi abuelita me llevaba a la cocina y hacía postres conmigo. Por un tiempo no quise volver a hacer postres, pero unos meses después descubrí que hacerlos era, para mí, como estar con ella nuevamente”.

Quedamos conmovidos.



Qué difícil es preservar la esencia de un producto (artesanía, danza, libro o comida) cuando hay que envolverlo y llevarlo a una vitrina, darle un nombre, anunciarlo y, en suma, empequeñecerlo dentro de una producción en serie. Qué difícil no traicionar la identidad de un proceso y de su resultado cuando se quiere multiplicar un capital por codicia o por necesidad. Me pregunto si no será mejor, si será realmente posible en todos los casos, trazar una barrera entre el artífice y el negociante, aun si se tratara de la misma persona, y dejar que cada uno haga lo que mejor sabe hacer. (Como escritor, a mí mismo me digo claramente que durante la escritura no cuenta obedecer a los deseos de mis posibles lectores; pero en el trato con mi editorial me comporto como una fiera hambrienta de ventas y notoriedad, aunque no llegue nunca el resultado. Hasta ahora.)

Cuánto cuesta hallar en el mercado y la industria hacedores de cosas que, tomando su legítima ganancia, mantengan una relación respetuosa con el consumidor, más aún si aparece al costado una competencia experta que ha dado con el pasaje por el cual acceder directamente a la sala de máquinas de la clientela y manejarla a su antojo. ¿O será acaso el público el que termina por imponer a todas las partes la tiranía de sus temores y sus debilidades?



Otra estudiante de hace años vendía chocotejas en los recesos de las clases y me contaba que se agotaban las que llevaban dentro otros ingredientes azucarados, en lugar de pecanas o maní que supuestamente actúan como contrapeso del dulce del chocolate. Del mismo modo, mi esposa y yo no dejamos de lamentar que sea casi imposible encontrar en nuestra ciudad un auténtico queque de zanahoria que, para empezar, no se llame innecesaria y huachafamente carrot cake, y no tenga tantos rellenos y revestimientos de merengue, cremas y glaseados, que prácticamente desaparecen del paladar el trozo de queque que a duras penas sobrevive bajo tamaña inundación de glucosa. De modo que resulta imposible comerse entera una de esas orgías de dulce a no ser que, claro, ya no importen ciertas claudicaciones de la degustación, la cordura y la salud.

En otras palabras, la ceguera de la adicción aliada de esa praxis empresarial para la cual el fin en sí mismo es el comercio y nunca ni el bienestar del otro ni tampoco el orgullo del fabricante, el cocinero o el artista.

Por eso me conmueven los emprendedores que ponen un límite a su producción, precisamente con la finalidad de no comprometer la calidad del producto o el servicio, y evitan la ampliación de una cadena en la que, tarde o temprano, la excelencia cedería al estándar y la atención personal a la fórmula prestablecida.



He conocido a distintos dueños de restaurantes que, ante mi consulta, contestaron sin titubeos que preferirían abstenerse de extender sus negocios multiplicando locales o creando franquicias, puesto que entonces lo que llegaría al corazón de sus comensales ya no sería más la obra de sus manos.

Ignoro el futuro de la estudiante de los quequitos de plátano, pero es significativo que no quiera venderlos. Entonces tendría que cotizarlos y hacer presupuestos y balances y como, para ella, el amor de su abuela a la que tanto extraña es algo que no tendrá nunca expresión monetaria, un equivalente cartesiano y matemático, termina siendo mejor prepararlos libremente, sin los plazos y prisas de una inversión o una urgencia económica, regalándolos a amigos y conocidos.

Sin recibir nada de vuelta, apenas las gracias y ninguna retribución material que, por el contrario, corrompería su arte y rebajaría al orden de lo terrestre algo que a ella la pone de alguna manera en contacto con el Cielo. Como decía Julieta a Romeo, “sería pobre si pudiera contar todos mis caudales”.

Comentarios

  1. Me encantó 💕 cada palabra cuidadosamente cuidada para mostrando el sentimiento que pudo causar un simple gesto y la significativa historia que hay detrás de un quequito de plátano, es hermoso ❤

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    1. gracias, Estefanía, por tu lectura y tu comentario. A mí me asombró muchísimo encontrarme con la experiencia de que, cuando atravesamos un momento difícil en cualquier sentido, corremos hacia donde sentimos amor, o donde lo podemos recordar al menos. Nuestra zona de seguridad no es el éxito, el triunfo y la ganancia, como impone nuestra sociedad, nuestra época, sino el sentirnos acogidos, aceptados e incluso amados más que admirados.

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