¿Por qué se ha vuelto tan famoso, leído y amado el libro de Irene Vallejo, El infinito en un junco? Extractos / Víctor H. Palacios Cruz


 

Este blog fue uno de los primeros medios en el Perú (enero de 2020) en dar noticia de la aparición de un libro que, poco después, se convirtió en un suceso universal de reimpresiones, ventas, traducciones, repercusión y aplauso rotundo, unánime y creciente, en un ascenso estelar en el centro del cual su autora, la española Irene Vallejo, no ha perdido un ápice de su asequibilidad y sencillez, ahora que su presencia es requerida por universidades, ferias de libros, citas culturales y foros de más de medio mundo.

El infinito en un junco es un caso inusual de éxito, popularidad y excelencia que, tratando de los libros, ha honrado al libro mismo y a todos aquellos que contribuyen a su cuidado, su difusión y su existencia: editores, libreros, bibliotecarios, autores, lectores, profesores y críticos, todos reconciliados y abrazados por una obra que es, también, el objeto poliédrico y vivo que suele ser todo clásico.

Mejor dicho, una corriente de agua clara en que se vuelven distinguibles pero inseparables los afluentes del origen más opuesto: la erudición académica y la confesión personal; el conocimiento experto del pasado y el compromiso de comprensión con el presente; la exposición teórica y la pericia narrativa; la aventura arqueológica y el susurro autobiográfico; el culto del texto de papiro, pergamino o papel, pero también el verbo imbuido de una cinefilia manifiesta; la elegancia de una prosa culta y el giro coloquial pertinente; un talento de magnitud cósmica y el gesto más humildemente agradecido (hacia las profesoras a las que debe su amor por la cultura griega).

Entre tantas cosas que decir, por último, complace que la escritura de este volumen tan digno de Homero, Plutarco, Heródoto o Marcial haya escapado a la composición sistemática de los tratados académicos y los manuales de consulta, para ponerse el par de alas de una redacción que sobrevuela el ondulante límite entre lo novelesco y lo informativo, y entre lo filosófico y lo poético; y que, por si fuera poco, añade al ilustre linaje del ensayo montaigniano el tono de una conversación que renuncia al guion prestablecido para ser simplemente la vida que engendran dos voces en torno a una mesa sobre la cual dos tazas de café son un par de ojos mirando al cielo.

La genuina conversación que es como un animal sin genoma en el que, habiendo un inicio y una duración, vemos sus brotes y sus movimientos sin saber hacia qué órgano, facultad o especie se encaminan, para dejar finalmente a la vista a un ser nuevo, espléndido e irrepetible. Como acabo de comprobar yo mismo en mi segunda lectura. Dos contactos en que se han escuchado tan distintas las mismas cosas, dichas de nuevo con una calma al mismo tiempo nocturna y matinal. Misteriosa.

Aquí una selección de citas a modo de aperitivo, exhortación o recordatorio para los lectores.


 

Escrito en la piel

“El pergamino vivo no es solo una metáfora, la piel humana puede transportar mensajes escritos y ser leída. En situaciones excepcionales, los cuerpos sirven como canal oculto de información. El historiador Heródoto cuenta una estupenda historia –basada en hechos reales– sobre tatuajes, intrigas y espías de tiempos antiguos. En una época de grandes turbulencias políticas, un general ateniense llamado Histieo quería azuzar a su yerno Aristágoras, tirano de Mileto, para hacer estallar una revuelta contra el imperio persa. Se trataba de una conspiración altamente peligrosa en la que ambos se iban a jugar la vida. Los caminos estaban vigilados y previsiblemente a los mensajeros de Aristágoras los registrarían antes de llegar a Mileto, en la actual Turquía. ¿Dónde llevar escondida una carta que les condenaba a la tortura y la muerte lenta si se descubría? El general tuvo una idea ingeniosa: le afeitó la cabeza al más leal de sus esclavos, le tatuó un mensaje en el cuero cabelludo y esperó a que le creciese de nuevo el pelo. Las palabras tatuadas eran: «Histieo a Aristágoras: subleva Jonia». Cuando el pelo nuevo despuntó cubriendo la consigna subversiva, envió al esclavo a Mileto. Para mayor seguridad, el esclavo no sabía nada de la conjura. Solo tenía órdenes de afeitarse el cabello en casa de Aristágoras y decirle que echase una ojeada a su cráneo pelado. Sigiloso como un espía de la Guerra Fría, el mensajero viajó, se mantuvo tranquilo mientras lo cacheaban, llegó a su destino sin que el complot se descubriera y se rapó. El plan siguió adelante. Él nunca supo –nadie puede leer en su propia coronilla– qué decían las palabras incendiarias tatuadas para siempre en su cabeza.”

(p. 81)

 

Autores que salvaron a sus lectores

“Los gobernantes de la imperialista Atenas, como si no les bastase con pelear con la poderosa Esparta, lanzaron una expedición surcando los mares hasta Sicilia para sitiar Siracusa. La campaña fue un fracaso devastador: unos siete mil atenienses, con sus aliados, cayeron prisioneros y fueron condenados a trabajos forzados en las canteras de la pólis vencedora. Allí, según cuenta Tucídides, se dejaron las manos y la vida a golpe de martillo. Encerrados en las profundidades, expuestos al calor abrasador o al frío, enfermos, conviviendo con cadáveres, hediondos por sus propias heces y orines, alimentados con un solo cuartillo de agua y dos de cebada al día, fueron muriendo gradualmente. Plutarco cuenta que a los siracusanos les gustaba tanto la poesía que les perdonaron la vida y dejaron marchar a quienes fueron capaces de recitar de memoria algún verso de Eurípides. «Se dice que muchos de los que por fin pudieron volver sanos y salvos a sus casas visitaron con la mayor gratitud a Eurípides, y algunos le contaron que se habían librado de la esclavitud recitando fragmentos de sus obras que sabían de memoria, y otros que, dispersos y errantes después de la batalla, había conseguido que les dieran comida y agua después de cantar sus versos».”

(p. 200)


 

Los otros libros de los muertos

“Los arqueólogos han encontrado un rollo de papiro bajo la cabeza de una momia femenina, casi en contacto con su cuerpo. Ese rollo contiene un canto particularmente hermoso de la Ilíada. Supongo que aquella lectora entusiasta quiso asegurarse de tener libros en la otra vida y de poder recordar las aladas palabras de Homero más allá del río del olvido, que, según sus creencias, cruzaría para llegar al mundo de los muertos”.

(p. 201)

 

La palabra... 

“En el siglo V a.C., el formidable sofista Gorgias escribió: «la palabra es un poderoso soberano; con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible, ejecuta las obras más divinas: quitar el miedo, desvanecer el dolor, infundir alegría y aumentar la compasión». El eco de estas ideas griegas resuena en la que me parece una de las frases más bellas del evangelio: «una palabra tuya bastará para sanarme».

(pp. 206-207)

 

Crímenes cometidos por los libros

“Otra curiosa faceta de la muerte lectora son los libros envenenados. Que yo sepa, la aparición más antigua de estos volúmenes asesinos se remonta a Las mil y una noches. Al final de la noche cuarta y durante toda la quinta, Sherezade narra la historia del rey Yunán y el médico Ruyán. Tras curar la lepra del rey, el médico Ruyán descubre que el desagradecido monarca pretende deshacerse de él, así que urde un plan para castigarlo. Le regala un libro, «extracto de los extractos, rareza de las rarezas, que contiene maravillas inestimables». Sucede que las hojas están impregnadas de veneno y el rey acaba muriendo. «Yunán se asombró hasta el límite del asombro. Lleno de impaciencia tomó el libro y lo abrió, pero encontró las hojas pegadas. Entonces metiendo su dedo en la boca, lo mojó con saliva y logró despegar la primera hoja. Lo mismo tuvo que hacer con la segunda y la tercera, y cada una se abría con mayor dificultad. De ese modo el rey abrió seis hojas y trató de leerlas, pero no pudo hallar ninguna escritura. Apenas algunos instantes después el veneno circuló por su organismo, pues el libro estaba envenenado».

“(…) Recuerdo el bellísomo tratado de cetrería con el que la malvada reina Catalina de Médici mara por error a su hijo Carlos en La reina Margot, de Alexandre Dumas, y el tratado sobre la risa de Aristóteles, que provoca una cosecha roja en la tétrica abadía de El nombre de la rosa (de Umberto Eco). Me gusta especialmente la escena de la revelación del secreto: cuando el detective franciscano Guillermo de Baskerville resuelve el misterio de los crímenes, no puede evitar un instante de admiración hacia el asesino. Reconoce que el libro es un arma ejemplar y sigilosa con la cual «la víctima se envenena sola, justo en la medida en que quiere leer».

“Por desgracia, el último capítulo de esta historia de los libros homicidas es estrictamente verídico. Pienso en los libros-bomba, volúmenes en cuyo interior se colocan explosivos de gran potencia para a su destinatario al abrirlo. La Casa Blanca recibe año tras año cientos de libros con bombas, que desactivan los organismos de seguridad. Cientos de empleados de correos, periodistas, porteros, secretarias, y hombres y mujeres de los más variados oficios han muerto en todo el mundo por esta causa. Cualquiera podría ser víctima de ataque. El estudioso Fernando Báez afirma que decenas de manuales clandestinos en internet enseñan a fabricar libros-bomba. Al parecer, los terroristas expresan preferencias por ciertos autores y abundan las listas de títulos, categorías y tamaños. Algunos grupos consideran inadecuada la Biblia y, en cambio, quién sabe por qué, encuentran muy útil Don Quijote. El 27 de diciembre de 2003 estuvo a punto de morir Romano Prodi, presidente de la Comisión Europea, cuando abrió un ejemplar-bomba de El placer, de Gabriele D’Anunzio. Como es evidente, los políticos y altos cargos que no leen están más protegidos

(pp. 216-217)


 

Tabaco y papel

Se cuenta que, “durante los días oscuros del cerco nazi a Leningrado”, el escritor ruso Bajtín, “fumador empedernido, estaba encerrado en un apartamento bajo el terror cotidiano de los bombardeos. Tenía reservas de tabaco pero no podía conseguir papel de fumar. Entonces usó para liar sus cigarrillos las páginas de un ensayo al que había dedicado diez años de trabajo. Hoja a hoja, bocanada a bocanada, fumó gran parte del manuscrito, en la seguridad de conservar a buen recaudo en Moscú otra copia que, al final, en el caos de la guerra, también se perdería”.

(p. 225)

 

Fantasía anacrónica

“Si el poeta Marcial pudiese agenciarse una máquina del tiempo y visitar esta tarde mi casa, encontraría pocos objetos conocidos. Le asombrarían los ascensores, el timbre de la puerta, el router, los cristales de las ventanas, el frigorífico, las bombillas, el microondas, los enchufes, el ventilador, la caldera, la cadena del váter, las cremalleras, los tenedores y los abrelatas. Se asustaría al escuchar el silbido de la olla exprés y daría un respingo cuando empezasen las embestidas de la lavadora. Alarmado, buscaría dónde se esconden las personas que hablan desde la radio. Le angustiaría –como a mí, por otro lado– el pitido de la alarma del despertador. A simple vista, no tendría ni la más remota idea de la utilidad de los esparadrapos, los sprays, el sacacorchos, la fregona, las brocas, el secador, el exprimelimones, los discos de vinilo, la maquinilla de afeitar, los cierres de velcro, la grapadora, el pintalabios, las gafas de sol, el sacaleches o los tampones. Pero entre mis libros se sentiría cómodo. Los reconocería. Sabría sujetarlos, abrirlos, pasar las páginas. Seguiría el surco de las líneas con su dedo índice. Sentiría alivio –algo queda de su mundo entre nosotros–.”

(p. 316)


 

El acoso de los famosos: un fan de Tito Livio

“La imagen de adolescentes gritando, sollozando y desmayándose a la llegada de sus ídolos musicales no nació con Elvis y los Beatles. En realidad, ni siquiera es un fenómeno surgido con el rock’n’roll, sino con la música clásica. Ya los castrati del siglo XVIII despertaban pasiones sobre los escenarios. Y en las civilizadas salas de los conciertos del siglo XIX, un pianista húngaro que agitaba la melena al inclinarse sobre el teclado provocó un auténtico delirio de masas conocido como  lisztomanía, o «fiebre Liszt». Si a las estrellas de rock sus fans les lanzan ropa interior a la cara, a Franz Liszt le arrojaban joyas. Fue el icono erótico del siglo victoriano. En la época se decía que sus balanceos y sus estudiadas poses al interpretar producían en la audiencia éxtasis místicos. Primero niño prodigio y después joven histriónico, protagonizó giras multimillonarias por el continente. Durante las apariciones públicas de Liszt, sus fans se arremolinaban, chillando, suspirando y sufriendo mareos. Lo seguían por las sucesivas capitales donde ofrecía conciertos. Intentaban robarle sus pañuelos o guantes, y llevaba su retrato en broches y camafeos. Las mujeres trataban de cortarle mechones de pelo, y cada vez que se rompía una cuerda del piano estallaban auténticas batallas campales por conseguirla para fabricarse una pulsera con ella. Algunas admiradoras lo acechaban por la calle y por las cafeterías, provistas de frascos de vidrio donde vertían los posos de café de su taza. Cierta vez, una mujer recogió los restos de su puro junto al pedal del piano, y los llevó en el escote, dentro de un medallón, hasta el día de su muerte. La palabra celebrity se usó por primera vez para referirse a él.

A pesar de ello, todavía podemos retroceder en el tiempo. Seguramente, las primeras estrellas internacionales fueron un grupo de escritores de la época imperial romana (Tito Livio, Virgilio, Horacio, Propercio y Ovidio).

De hecho, el primer fan conocido de la historia fue un hispano de Gades, obsesionado por conocer a su ídolo, el historiador Tito Livio. Nos cuentan que a comienzos del siglo I emprendió un peligroso viaje «desde el rincón más remoto del mundo», o sea, la actual Cádiz, hasta Roma para ver de cerca, con sus propios ojos deslumbrados, a su artista favorito. Suponiendo que hiciese la ruta por tierra, el devoto gaditano necesitó más de cuarenta días de trayecto para realizar su peregrinación idólatra, sufriendo las pésimas comidas y el suplicio de los piojos en las fondas polvorientas, traqueteando a lomos de jamelgos y en carros viejos, temblando por miedo a los salteadores de caminos en los bosques solitarios. Recorrió las calzadas del imperio, bordeadas por los cadáveres de bandidos ejecutados que se pudrían empalados en estacas allí donde habían cometido su delito. Por las noches rezaba para que los esclavos que lo escoltaban no huyesen o se volviesen contra él en tierra extranjera. Vació varias bolsas de monedas por el camino. Él mismo adelgazó a causa de unas gigantescas diarreas provocadas por el mal estado de las aguas. En cuanto llegó a Roma, preguntó por el famoso Livio. Consiguió verlo de lejos, tal vez se fijó en su forma de peinarse y vestir la toga para imitarlo y, sin atreverse siquiera a dirigirle la palabra, dio media vuelta, de regreso a su hogar. Plinio el Joven contó la anécdota en una de sus cartas, sin saber que estaba describiendo al primer perseguidor de celebridades conocido.”

(p. 338-339)


 

Séneca: un rico exhortando a la pobreza

“La imagen consagrada e intocable de los clásicos nos impide imaginar el enorme cuestionamiento sufrido por algunos de ellos y los tremendos alborotos que organizaron con sus obras. Si hubo un personaje polémico fue el multimillonario Séneca. Avispado inversor, organizó lo que hoy llamaríamos un banco de crédito y se enriqueció gracias al cobro de intereses desorbitados. Compró fincas en Egipto, el paraíso de la inversión inmobiliaria por aquel entonces. Multiplicó varias veces su patrimonio y, a través de prebendas y redes de contactos, llegó a amasar una de las mayores fortunas del siglo, más de la décima parte de la recaudación anual de impuestos de todo el Imperio romano. Hubiera podido dedicarse al lujo, a exhibir su riqueza en inmensas y costosas mansiones (…), a coleccionar antigüedades, esclavos y trofeos de caza. Pero le apasionaba la filosofía, la filosofía estoica, para mayor ironía. Dedicó páginas rebosantes de convicción a sus ideas, páginas donde afirmaba que un hombre es rico cuando sus necesidades son sobrias. Sin necesidad de listas de la revista Forbes, sus contemporáneos sabían que su fortuna alcanzaba niveles extravagantes. Era muy tentador hacer chistes y tomarse a guasa todas aquellas apologías del desapego, la frugalidad y las ventajas de conformarse con pan tosco. Una y otra vez, Séneca fue ridiculizado por defender su credo de parquedad y filantropía mientras administraba sus negocios con métodos de capitalista desenfrenado. Es difícil saber a qué atenerse con este ambivalente personaje, banquero y filósofo, que nunca llegó a resolver la contradicción entre lo pensado y lo vivido. Sin embargo, algunos de los textos que tantas burlas le granjearon en vida nos siguen desafiando hoy. Un pasaje de sus Epístolas a Lucilio marca un punto sin retorno en la historia del pacifismo occidental. «Los homicidios individuales los castigamos, pero ¿qué decir de las guerras y del glorioso delito de arrasar pueblos enteros? Hechos que se pagarían con la pena de muerte los elogiamos porque los comete quien lleva insignias de general. La autoridad pública ordena lo que está prohibido a los particulares, la violencia se ejerce mediante decisiones del Senado y decretos de la plebe. El ser humano, el más dulce de los animales, no se avergüenza de hacer la guerra y de encomendar a sus hijos que la hagan».”

(pp. 368-369)


 

Libros valiosos en el retrete

“En el umbral del siglo XX, el bibliómano británico William Blades compró los restos de un valioso libro salvado de un naufragio escatológico. Cuenta Blades que, en el verano de 1897, un caballero amigo suyo alquiló unas habitaciones en Brighton. Encontró en el retrete unas hojas de papel disponibles para limpiarse. Las colocó sobre sus rodillas desnudas y, antes de usarlas con finalidad higiénica, paseó la mirada por el texto, escrito en letras góticas. Tuvo el presentimiento de un hallazgo. Emocionado, resolvió con prisa sus asuntos corporales y las minucias de limpieza, y salió a preguntar si había más hojas en el lugar de donde habían cogido aquellas. La casera le vendió los restos desencuadernados que quedaban y le contó que su padre, a quien le encantaban las antigüedades, tuvo en tiempos un arcón lleno de libros. Tras su muerte, ella los guardó hasta que se cansó del estorbo. Imaginando que carecían de valor, los dedicó a suministro para el retrete, donde estaban a punto de naufragar los últimos pecios de la biblioteca heredada. El libro que tenían entre manos resultó ser uno de los ejemplares más raros y escasos de la imprenta de Wynkyn de Worde, una obra titulada Gesta Romanorum en la que Shakespeare había encontrado inspiración para sus piezas teatrales. Solo quedaba imaginar los tesoros bibliográficos que estuvieron abasteciendo diariamente las letrinas de aquella pensión inglesa.”

(p. 378)


Fuente: Irene Vallejo (2019) El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Madrid: Siruela.

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