De la fragilidad al brillo: la generación de cristal y la educación universitaria / Víctor H. Palacios Cruz
En este verano que nos quema como si corriéramos
sin salida por el interior de una acería en plena actividad, nada más ingrato
que almorzar, en la pausa del trabajo, casi atragantándose por culpa del calor multiplicado por un techo mal elegido y peor instalado en la cafetería de mi universidad. Mientras corren ríos de sudor, no hay calma para saborear los
alimentos ni para el disfrute que honre la charla
con otros comensales.
Sin embargo, nunca sentí tanta sofocación como cuando compartí la mesa con dos colegas que pronunciaron ciertos comentarios amargos que me dejaron luego una sensación indigesta y pesarosa. “Los
chicos atraviesan serias dificultades…”, decía yo, en
seguida interrumpido: “nada que ver, Víctor, son unos jóvenes banales, no tienen
aguante, no leen nada, se quejan de todo y paran mirándose en el celular. Son la
«generación de cristal», pues.”
Cuando partieron y me quedé solo,
acabé mi almuerzo como el niño sin apetito al que obligan a terminar su plato y
no dejar a la vista ni un solo grano de arroz. Me incorporé y busqué a prisa un baño
donde mojarme la cara y aliviar, con el agua refrescante y purificadora, mi ánimo
ensombrecido y mi andar cabizbajo, los oídos aún taponados por el eco de la resignación de mis compañeros de mesa.
Al mirarme a la cara en el espejo, me
preguntaba por qué insisto entonces en dar mis clases, a qué vengo cuando siento el corazón palpitante en el comienzo de una cita con mi público, por qué gasto hasta el último
resto de mis fuerzas hilando entre las mesas de mis
muchachos razonamientos, anécdotas e interrogantes con que volver toda el aula una
ventana que da al mundo y, a la vez, un espejo donde
vernos en medio de él.
Mi esposa –amorosamente– cuestiona la rapidez con que entrego mi afecto a gente que apenas conozco, para
luego recibir de vuelta la indiferencia y la deslealtad. Y recuerdo entonces la justificación literaria del poeta Hölderlin:
“las olas del corazón no estallarían en tan bellas espumas ni se convertirían
en espíritu si no chocaran con el destino, esa vieja roca muda”.
Efectivamente, siempre acudo a cada sesión
de mis asignaturas en la universidad con la mano extendida, la sonrisa redonda
y el habla febril. La suma de los reveses de todos los estudiantes de mi larga trayectoria
académica no alcanza para llevarme a regatear la alegría al enseñar ni para menguar la altura
del fuego que se enciende cada vez que tengo delante unos rostros que en lo
sucesivo me regalarán, si no un diálogo feliz, al menos su magnánima compañía durante una senda compartida.
¿Son los alumnos de los últimos años los más académicamente limitados que he tenido en toda mi vida? No negaré que, sobre el papel de
las evaluaciones que propongo, con preguntas que buscan recoger debates y argumentaciones
desplegados en las clases, compruebo una capacidad decreciente de escritura, composición
de ideas, memoria de contenidos y personalidad expositiva. Ello coincide con la necesidad que experimento de aumentar mis esfuerzos pedagógicos y la introducción de trucos
retóricos, gestos corporales y notas de amenidad que favorezcan la fijación de
las ideas, en la comprensión primero personal e intuitiva, luego confirmada por
la bibliografía neurocientífica, de que el acompañamiento emocional
positivo acrecienta la huella del trabajo intelectual.
Todo lo cual parece confirmar lo que sostenían mis colegas de aquel almuerzo, así como las observaciones que se leen en
ensayos eruditos y artículos de prensa: que se trata de adolescencias
nacidas después del año dos mil profundamente debilitadas en su rendimiento
cognitivo y la persistencia de su capacidad de acción, así como volátiles en su percepción sensorial y su consistencia emocional.
De acuerdo. Pero hay una vertiente de
los hechos cuya omisión vuelve estas adjetivaciones cuando
menos discutibles por abstractas e incompletas. Me refiero a que, como decía
uno de mis profesores universitarios de historia en Piura, Pedro Rodríguez, “ningún
ser humano está atrapado por su tiempo, como tampoco escapa del todo a
él”. En ese sentido me anticipo a decir que lo que está hecho de cristal no es
la generación de adolescentes que llenan los recintos escolares y universitarios,
sino nuestra época, respecto de la cual, sin duda, todos los mayores tenemos mucha responsabilidad por acción o por omisión.
Para empezar, así como la cultura
popular ha cambiado y posee otros medios que plantean una relación nueva que no
es la que tuvimos décadas atrás con la música, los libros y las películas, así
también la enseñanza ha quedado rezagada al mantener el diseño de espacios y metodologías
para una audiencia que ya no es la que los inspiró en su momento. Una audiencia
que, ante todo, ya no debería ser solo “audiencia”,
sino una concurrencia participativa que juega, como compruebo en mis clases de
filosofía, un papel que alimenta y marca el curso de las ideas.
Pero, más allá de todo ello, hay tres
variables que condicionan, sin ahogarlo, el desempeño estudiantil cuando menos en
esta parte del mundo, en el norte del Perú, y que es ineludible contemplar someramente siquiera.
Una variable universal
No fueron los chicos que vienen a las
aulas los que concibieron y desarrollaron las tecnologías que ahora los
fascinan y levantan, pareciera, un velo entre sus sentidos y todo lo demás. No
fueron ellos los que decidieron las funciones adictivas de las redes sociales
declaradas por sus propios creadores. No los eximo de toda culpa, por supuesto,
y más bien les digo en mis aulas que lo que seamos mañana como humanidad no es algo que sucederá, sino algo que ahora mismo estamos decidiendo con nuestras rutinas y nuestras preferencias.
La migración de contenidos y la
generación de nuevos mecanismos de interacción en el medio digital, a través de
dispositivos cada vez más accesibles, habría igualmente sacudido los nervios de
los adultos que ahora recriminamos a otros su desapego de la lectura y de todo lo
que exija detenimiento, su volubilidad afectiva y la inseguridad devoradora que
causa la conciencia de que sus caras se exponen a otros millares de ojos que, como
los suyos, comparan y aprovechan todas las posibilidades de alteración visual y
ocultamiento en la comunicación.
Ignoro si este desbarajuste de nuestro poder de atención, aun con el contrapeso de una creciente
aptitud para la asociación y el salto, es una regresión de impredecibles
consecuencias para la cultura, o más bien un largo período
de transición hacia un talante más integrado, abierto y relacional. Mientras
tanto, es justo decir que la niñez y la pubertad conforman precisamente la población más
vulnerable sobre cuyas manos hemos puesto una tentadora variedad de tecnologías
que, finalmente, obligan de manera imperiosa no a formular calificativos sino a reconsiderar los términos de la
educación y la crianza.
Una variable temporal
La crisis sanitaria mundial provocada
por la expansión del coronavirus ha sido, para todos en mayor o menor grado, un
cataclismo que sin haber activado aún modificaciones
políticas y sociales que conduzcan a una existencia más ética y económicamente más saludable, en cambio sí han dejado nuestros cuerpos y nuestras psicologías arrasados por un alud.
Unos meses de cuarentena y encierro en la inmaterialidad virtual de la educación y el trabajo, han agudizado los efectos de la privación del aire puro, de la irreemplazable oxitocina
de la interacción personal y del múltiple estímulo del desplazamiento exterior.
Mis alumnos admiten que
aprendieron muy poco a lo largo de ese camino triste de desarreglos de sueño y presión
emocional, dentro de una esfera familiar brutalmente acosada por la angustia económica,
el dolor físico, el miedo a la muerte, el miedo a la información, el luto mal
vivido y la incertidumbre laboral. Y celebran la vuelta a una presencialidad que,
por contraste, confina la eficacia del entorno virtual a necesidades muy puntuales y a áreas bastante reducidas de la comunicación y la enseñanza.
Por tanto, los alumnos que recibimos
en la universidad han llegado aquí sin haberlo merecido. Los hemos engañado, y hay que decirlo sin paliativos. Aquí están, desarmados de numerosos aprendizajes esenciales. A cambio de ello,
han llegado con los corazones estrujados pero anhelantes del fenómeno inimitable de la palabra acogedora y amable que les
debemos, y con todo derecho sensibles al regaño y el desprecio que ya han conocido por demasiado tiempo durante su enclaustramiento digital.
Una variable local
Por si lo anterior no bastara para describir
lo que vivimos, hay que añadir que los jóvenes residentes en el Perú deambulan
entre la inocencia y el desconcierto a la sombra de una educación en un franco
estado de catástrofe del que tampoco son culpables y que explica, y agrava, su clamoroso déficit de competencias lingüísticas, lógicas, cívicas y
hasta deportivas.
Abrevio la genealogía del desastre, de
esta comedia de la enseñanza que es nuestra penosa realidad.
Durante la dictadura de Alberto
Fujimori, un funesto decreto presidencial dispuso la libertad para crear
instituciones universitarias simplificando drásticamente los requerimientos de
recursos técnicos y humanos que acrediten una educación de calidad. Se produjo
una explosión de universidades y, con ello, su irremediable devaluación. Tenemos cuatro
o cinco veces más universidades que varios países europeos que, sin embargo, duplican
o triplican nuestra población, e indubitablemente no tenemos un nivel de conocimiento
científico y humanístico que lo refleje y que compita, incluso, con el de algunos países de
nuestra región.
El ambiente de muchas de nuestras universidades -lo digo sin
temor- es en muchos casos una dispersión de islas de abnegación y ejemplaridad rodeadas por pantanos de
mediocridad, burocratismo, servilismo laboral y deshonestidad intelectual. Un
clima semejante de infranormalidad no puede sino intoxicar los pulmones adolescentes, en cuyo interior anidan agentes nocivos de astucia y subsistencia que más temprano que tarde
engendrarán conductas no precisamente contributivas para la sociedad que aguarda su desempeño, su rectitud y sus talentos.
Ingresar en una universidad, me lo
dicen los mismos muchachos, es cada vez más sencillo. La selectividad es una parodia en toda regla. Si en otro tiempo varios alumnos se
disputaban una plaza en una de las pocas universidades de su ciudad, ahora
por el contrario varias universidades-empresa se disputan el dinero de los
padres de un colegial por medio de auténticas redadas que capturan a chiquillos de 15 o 16 años que, por el amor de Dios, tienen tan pocas posibilidades de
saber quiénes son y, más aún, de elegir sólidamente una carrera
profesional.
A propósito, quién podrá decirme ahora que para ellos es más fácil tomar una decisión y dirimir un camino que transita delante de una aplastante oferta de propuestas, cada cual más atractiva que la otra, al elegir una serie de televisión o una música en streaming, o debatirse entre innumerables llamados de las redes sociales e Internet en general, frente a las solo dos o cinco opciones que yo manejaba cuando era muy joven y quería poner la televisión, comprar un periódico o ir al cine.
Estas tres variables contienen más
elementos y derivados que abordar, pero no hace falta seguir. Más bien, la oscuridad que proyectan juntas estas tres montañas vuelve más asombroso que por
sus laderas avancen unas lentas lucecitas que no se apagan ni con el viento más
adverso ni con el resuello del andar cuesta arriba. Todo el panorama siniestro
en que crecen nuestros muchachos me ha permitido entender que muchos de ellos
merecen mucho más que el veinte de nota que se han ganado en algunos exámenes verdaderamente
dignos de una antología de la educación.
El recuerdo de todos ellos me consuela. Le da sentido y aliento al trabajo bien hecho que, en los pocos buenos
profesores que conozco, resiste la falta del legítimo incentivo salarial,
institucional y social.
Lo siento, amigos y colegas, pero hay
una pregunta que me cuesta callar. Si el encuentro con los matriculados en nuestras asignaturas no despierta nuestras pulsaciones; si no aguardamos
nada del relato, el teorema o el ejercicio que vamos a impartir; y si, peor
aún, tenemos de antemano una imagen peyorativa y condenatoria de nuestro público, ¿qué
sentido tiene preparar y dar una clase? ¿Con qué energía puede hacer su
tarea el docente que no disfruta su oficio, que no adora el tema que va a contar y que, sobre todo, no consiente en su alma un mínimo aprecio por quien
va a recibir el efecto de su discurso, de sus movimientos y de su voz a
veces rota y exhausta?
Si enseñar es, como pienso, “señalar
hacia arriba y hacia adelante, y no hacia uno mismo”, no hay impulso alguno que
lleve a los alumnos más lejos que nosotros si no existe un poco de fe en sus
posibilidades y confianza en la acción que dirigimos hacia ellos. Con los años
aprendí que, en rigor, la enseñanza presupone un amor profundo por la vida de
los jóvenes, puesto que lo que importa es la elevación de sus pasos y no la
veneración de nuestro ego. Sin cariño de por medio, la comunicación de ideas y
habilidades se convierte en un insípido consumo de materiales y contenidos, en una
transacción en la que los participantes son piezas sustituibles.
Para colmo, la obsesión administrativa
de escuelas y universidades, espoleada por el espejismo de los ránkings y los estándares, agota la energía que debe
preservarse para el acto supremo y determinante de la actividad en el aula, el
taller, el laboratorio o el trabajo de campo. A poco de recibir el Premio Nobel de
literatura, Albert Camus escribió a su profesor Germain: “sin la mano afectuosa
que tendió al pobre niñito que era yo, no hubiese sucedido nada de esto”. Si a nuestro alrededor, los jóvenes nos parecen de cristal, debe
ser porque nos confunde un reflejo, el destello titilante que está esperando de nosotros
mucho más que otras generaciones esperaron de sus maestros para adquirir lo que
todo semejante merece tener y lo que siempre existe en el interior de todo ser humano: el brillo de un diamante.
¡¡Me alegra haberme encontrado con este artículo!! Sin duda, los universitarios de "la generación de cristal", estamos experimentando la educación de una manera muy distinta a nuestros antecesores (docentes). Y aunque en la actualidad contamos con grandes facilidades que nos otorga la tercnología, también hemos sido interrumpidos de esa conexión humana que nos brinda el contacto que implica una clase presencial a causa del Covid-19.
ResponderBorrarDicho esto, cabe mencionar que en nuestro regreso a la presencialidad, también hemos podido advertir la gran deficiencia educativa que existe en muchas universidades. La cual es causada generalmente por los métodos de educación que emplean algunos de nuestros docentes; ya sea al momento de desarrollar sus clases o en sus mecanismos de evaluación.
Nos han sorprendido con sus formas no tan amigables de impartirnos su conocimiento, no obstante, no creo que sea lo adecuado buscar un culpable a estas alturas, pues todos somos en parte responsables, es por eso que deberíamos reconocer nuestra evolución y adaptarnos a los distintos cambios que traen las nuevas generaciones para mejorar entorno a ello.
Precisamente tu comentario, estupendamente construido y sólido como una roca, a parte de valioso testimonialmente, es una señal de esa parte de mi experiencia que atesoro y que me llena de una esperanza indeclinable, tal como cuento en el texto, que hace instantes acabo de pulir un poco más. Gracias por darle vida a mis clases, y ahora también a este otro modo de encuentro y comunicación que es este blog
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