Los juegos de Patricio / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Patricio desbarata los conjuntos de bloques que acaba de armar porque no sabe cómo contar el alborozo que lo enciende y lo desborda, y cree verse a sí mismo en esos pedazos –las partes de todo inicio– a los que la vida a su debido tiempo juntará en una forma todavía impredecible. Un niño en cuya pequeñez la humanidad se desarregla por completo para empezar de nuevo a existir.
Patricio
coloca un carrito detrás de otro sobre una mesa a su altura, sobre los cojines
de un mueble, sobre el largo alféizar de una gran ventana, pero también sobre
uno de los libros que comparte con Benjamín, al que abre por cualquiera de sus
páginas sobre un piso de goma para, en seguida, acostarse y ver a ras de suelo cómo
el vehículo de plástico en sus manos sube y desciende sobre la ondulación del
papel.
Va
tres días por semana a un taller de “baby fútbol”, siempre que no se interponga
su siesta de la tarde, y anteayer fue la sesión en que más minutos permaneció a
órdenes de sus instructores y en que más rutinas llegó a ejecutar (haciéndonos
reír a mi suegro y a mí, sentados a cierta distancia, al añadir a sus pasos una
exageración de brazos que imitaba el esfuerzo que sus profesores habían puesto en
darse a entender a todos sus compañeros).
Qué
tranquilidad nos da a mi esposa y a mí el llevar allí a nuestros bebés sin el
estorbo de ninguna ambición de por medio. Nos basta con que pasen el rato junto
a otros niños y se diviertan haciendo bien o no cada uno de los ejercicios del
taller. Con más razón Patricio, que con su año y diez meses es el más pequeño en
medio de niños de entre tres y cinco años.
Sin
embargo, uno de los primeros días mi esposa, emocionada como yo, al ver que
Benjamín seguía muy bien las indicaciones del instructor, tomó su celular,
encendió la cámara y empezó a grabar sus movimientos. A los segundos, con la
cámara, buscó a Patricio que había desaparecido del grupo y lo encontró a un
lado sobre el césped artificial, pasándole una pelotita a una niña mayor sentada
frente a él.
Una
tarde después, Patricio participó de las rutinas durante cinco minutos y a
continuación, con la mayor naturalidad, como si obedeciera las órdenes de un maestro
invisible, se apartó para tomar un balón suelto que había a su alcance y empezó
a conducirlo con los pies por todo el campo de juego siguiendo de ida y vuelta
una línea recta imaginaria.
Y
así como hace rodar con destreza una pelota, Patricio ha aprendido a admirar esa
otra esfera más bien blanca e intocable que, en la noche, brilla junto a una
estrella o se asoma entre las nubes como una carita de niño que aparece bajo la
frazada con la sonrisa más conquistadora. Un sábado en que celebrábamos el
cumpleaños de una niña vecina, en el parque aledaño a nuestro edificio,
Patricio se acercó a un tronco de árbol sobre el que puso a andar un juguetito regalo
de la fiesta. Había oscurecido y a cuatro metros de allí yo lo cuidaba girando cada
tanto para observarlo. De pronto, empezó a llamar a otro adulto que se hallaba
de pie de espaldas a él. Mi bebé elevó su vocecita para hacerse escuchar,
intervine y le dije a nuestro amigo que alguien le hablaba. El tipo amable y
cómplice volteó y en ese instante Patricio apuntó con su manita hacia arriba
diciendo: “¡eh!, ¡eh!, ¡eh!”. El señor miró primero el follaje de un árbol,
pero Patricio insistía, y recién entonces el hombre cayó en la cuenta de que una
criatura pequeñita a sus pies le estaba enseñando la preciosidad redonda de la Luna
llena.
A
propósito de fenómenos del cielo, ahora recuerdo una tarde de diciembre en que
yo recogía cosas del comedor y vi salir a Patricio del cuarto de juegos. Aún
antes de verlo, escuché su grito: “¡Papáaaaaa! ¡Papáaaaaa!” ¿Qué, hijito?, le
pregunté. Y me miró con la exaltación de quien acaba de descubrir algo extraordinario,
puso su mano izquierda por encima de su cabecita, dirigió sus deditos rectos
hacia abajo y con la boca hizo un siseo sostenido que no supe descifrar. Al ver
mi cara de intriga, Patricio me señaló el interior del cuarto de juegos y
corrió hacia allí de vuelta con el propósito claro de que yo fuera tras él. Al
entrar, apuntando a la amplia ventana, hacia la tarde nublada por completo, su
bracito extendido de unos cuarenta centímetros adquirió una longitud de
kilómetros cuando al fin entendí lo que antes había tratado de contar. Que la
grisura total del cielo anunciaba una lluvia inexorable.
Donde
de verdad llovió fue en la sierra de Piura, días después, mientras
disfrutábamos una parte de nuestras vacaciones alojados en casa de los
abuelitos de mi esposa. Una sonrisa de tierra verán quienes visiten mi tumba
adonde me seguirá imborrable la visión que tuve, entonces, de mis dos hijitos
celebrando con ojos cerrados y brazos abiertos la primera lluvia de sus vidas
recibida con el cuerpo, recibida con todos sus sentidos, recibida en un lugar
nuevo dentro de sus almas abierto y vivificado por centenares de gotitas de
agua, como el rincón seguro y secreto adonde en adelante podrán retirarse para vivir
a solas sus asombros, sus hallazgos y sus tristezas también.
Una
noche en que ya dormían ellos dos y también todos los demás, mi esposa y yo nos
quedamos charlando en otro extremo de la casa, cerca de un balcón que daba a unos
campos de cultivo. Absortos en nuestros temas, de pronto Cristina irguió el rostro,
dilató sus ojos y exclamó: “¡mi hijito!”. Volteé y era Patricio parado al borde
de unos escalones levantando una de sus manos y susurrando: “¡Hoia, Hoia!”
Lo
abrazamos fuertemente y de inmediato mamá lo acostó sobre su regazo, donde se
volvió a dormir dulcemente. Solo entonces caímos en la cuenta del largo trecho que
había tenido que recorrer para llegar hasta nosotros. Bajar sin caerse de una
cama alta donde dormía rodeado por una muralla de colchas y almohadas, abrir la
puerta pesada de una habitación a oscuras, atravesar una sala, abrir otra
puerta, rodear la baranda de una escalera que lleva a un sótano, bajar un nivel
y subir otro sujetándose de la baranda o apoyándose en la pared, atravesar un
recibidor, subir un peldaño y caminar por el túnel de un pequeño pasadizo en
penumbra. Y todo sin tropezar ni desviarse ni llorar.
Ya
de regreso a casa en Chiclayo, después de unas semanas entre la ciudad de
Piura, la playa de Punta Sal y el caserío de Santiago en la sierra de la provincia
de Morropón, los juegos de Patricio volvieron a sus espacios habituales al
mismo tiempo que se multiplicaron
incorporando, por ejemplo, la elevación de torres con bloques de plástico o
madera, disciplina en la que Benjamín, muy avanzado, le había ido abriendo camino
sin querer.
A
todo esto, el hermano mayor es quien también ha dado otros pasos, especialmente
en la maduración de su carácter y sobre todo en la relación con Patricio, un
ejemplo de lo cual es su capacidad creciente –qué alivio– para tolerar cada
manotazo con que él viene de la nada a derribar lo que tanto le ha costado construir:
un barco crucero, un autobús de dos pisos o una casa de tres plantas. Si antes
Benjamín explotaba comprensiblemente, ahora se enfada con moderación y en
seguida vuelve a ensamblar las partes esparcidas por la llegada a la Tierra de
un meteoro proveniente del espacio exterior.
A
Benjamín le explicamos, para ayudarlo en ese trance en que sus emociones son un
monstruo interior de numerosos brazos, que su hermano no tiene intención de hacer
daño y que quizá cree que se trata de algo divertido o de otra forma de juego. Mientras
tanto, pienso que Patricio atraviesa ahora, tan seguro como atravesaba los
ambientes grandes y nuevos para él donde sus bisabuelos, esa etapa en el
desarrollo perceptivo y motriz en que a todo niño le atrae el dejar caer las cosas
y seguir sus trayectorias, efectos y fragmentaciones.
Anoche,
al regresar a casa con Benjamín luego de visitar a unos amigos arquitectos y
conocer un edificio diseñado por ellos, ambos hermanos se echaron a jugar armando
con otros bloques de plástico unas figuras que decían que eran dinosaurios y
con las que se perseguían entre sí riendo con el más adorable de los ruidos.
Hasta que, de súbito, Patricio, arrojó al piso el que tenía en sus manos y se
quedó mirando cómo las piezas se repartían alrededor. Lo ayudamos a reconstruir
su dinosaurio, pero a los segundos volvió a tirarlo y a observar atentamente el
espectáculo de su disgregación.
Entonces
no pude evitar preguntarme qué era lo que excitaba a Patricio cada vez que un
objeto pierde por obra de sus manos la unidad de su ser y retorna a la
primitiva dispersión de sus componentes. Al despertar esta mañana y viajar
camino a la universidad, vi en el aire una respuesta: mi segundo bebé no tiene escrúpulo
en derribar y dividir la materia porque, para él, nada es más entretenido que mirar
el comienzo de las cosas.
Que
la destrucción es tentadora sobre todo para aquel que profesa una inquebrantable
fe en las fuerzas del universo, y tiene esa difícil confianza en que todo acabará
siempre por alcanzar su estructura y su consistencia. Que deshacer con
despreocupación y alegría es la señal de un poder, una certeza feliz y exenta
de temor. La que tendría, por ejemplo, el escritor al cual el gusto por el
trabajo le ahorraría el terror de tener que volver a empezar una novela, el de perder
un borrador importante o, incluso, el de ver fracasar un libro en el que había
puesto sus más grandes ilusiones.
O,
tal vez más sencillamente, Patricio desbarata los conjuntos de bloques que
acaba de armar porque no sabe cómo contar el alborozo que lo enciende y lo desborda,
y cree verse a sí mismo en esos pedazos –las partes de todo inicio– a los que
la vida a su debido tiempo juntará en una forma todavía impredecible. Un niño
en cuya pequeñez la humanidad se desarregla por completo para empezar de nuevo
a existir.
Que agradable es ser niño y tener la oportunidad de descubrir el mundo por primera vez, experimentar mediante la creación, el orden, la destrucción y el desorden, nuevas emociones y sensaciones que nos provoca el simple hecho de hacer algo. Promueve en nosotros el seguir avanzado y nos impulsa posteriormente a darnos cuenta de lo que queremos para nosotros. Poder leer los artículos de este blog siempre me recordará lo bonita que es la filosfía y lo importante que es.
ResponderBorrarLo relativamente malo es que de grandes no recordamos la inmensa mayoría de esos momentos de descubrimiento, ingenio y asombro. Gracias por comentar, qué amable!!
Borrar