El café como medio de percepción. Presentación del libro Al costado de un café. Textos de homenaje y devoción / Víctor H. Palacios Cruz

 


Aquí una parte de las palabras que compartí con el público que acudió a una cita ya inolvidable organizada por Caja Negra, la firma editora de este volumen que reúne textos de corte poético, reflexivo y narrativo en torno a uno de las bebidas estimulantes más consumidas y amadas sobre la Tierra, y entre las más significativas en términos de amor, amistad, cultura y sociedad. Sucedió en la acogedora Cafetería 265 de calle Tarata en Miraflores (Lima), el reciente 15 de abril.

 

Pienso en todo lo que ha tenido que ocurrir para llegar a este momento, y también pienso este momento como un encuentro, una pausa en una larga sucesión de voces en que, de pronto, se me permite amablemente tomar la palabra. La línea de una trayectoria, por un lado y, por otro, el círculo de una reunión. Dos variables con una propiedad común: la interrelación.

Creo que no hay mejor imagen para recoger ambas figuras que una taza de café. También antes de ella han sucedido cadenas de acontecimientos; del mismo modo que a su alrededor se forma cada vez, como esta noche por ejemplo, una cita entre personas que aman beberlo y, más aún, beberlo con palabras. Aun a solas, pues hace unas noches tomarlo donde me encontraba significó tenerlos a ustedes por adelantado junto a mí.

Me hallaba entonces sentado frente a mi esposa, igualmente inmersa en sus asuntos, delante de mi laptop con el oído puesto en mi cafetera italiana, allá en la cocina, a la espera del burbujeo que indicara el momento de apagar el fuego. Minutos después abrí la tapa de mi moka para ver cómo resbalaban las últimas gotas de una erupción que pronto, a través del cráter pulido y redondeado de mi taza de cerámica, iba a deslizar sus corrientes de lava a través de mi garganta.



Metáfora de minuciosidad masoquista, pues en realidad ese café lo bebí durante una noche más de un verano inmisericorde que, como saben, se está cebando con el norte del país de donde vengo irradiando un calor metálico que, sin remedio, se ha traducido ya en unas precipitaciones de magnitud bíblica, allá donde la más romántica llovizna es excesiva para las calles y para las ruinas de la administración municipal.

Llevar la mano sudorosa hacia el asa de un recipiente de café recién hecho es, como podrán imaginar, casi como estar en el infierno y tocar con ternura la más próxima de sus llamas. Yo que reniego obsesivamente del calor, lo que parece un pecado de desarraigo viniendo como vengo de la ciudad de Piura, nada menos. Si bien debo aclarar que, por razones familiares, he pasado numerosas vacaciones en la apacible sierra piurana, y me considero paisajística y térmicamente más serrano que costeño.

Lo que quiero decir es que tomar un café caliente rodeado de un aire a punto de arder, en lugar de una jarra de limonada frozen o una espléndida cerveza, destierra cualquier duda sobre mi decidida identidad cafetera. No en los mismos términos, claro, en que otros escritores hablaron acerca de sus vicios, como el Dostoievski de los casinos en El jugador, el Malcolm Lowry del alcohol en Bajo el volcán, o el Julio Ramón Ribeyro del tabaco en el cuento “Solo para fumadores”. Ni siquiera en el sentido de un Balzac que dio de los efectos del café durante el acto de escribir las descripciones más delirantes que conoce la literatura.



Pero si todo cuerpo vivo busca su compensación y el que pasa frío busca un abrigo y quien se sofoca un abanico, ¿qué puede darle a un cafetero que transpira un brebaje casi hirviente como el que ya he terminado a la diestra de mi teclado? Se trata de una pregunta aún más necesaria si añado que no tengo con él una relación utilitaria y, por ejemplo, no lo bebo para sacudir la letargia de mis neuronas y mis músculos, sino que lo hago por el solo gusto de su ceremonia y su sabor, sin esperar que me lleve a ninguna parte que no sea el cielo de su círculo oscuro.

Recuerdo, a todo esto, que durante una adolescencia en la que me convencí de que quería dedicarme a escribir, fui víctima del mito que aquejó a poetas y novelistas del continente a inicios del siglo pasado. En mi imaginación febril me vi adulto, con una barba que nunca he podido tener, sentado en alguna terraza parisina, escribiendo con una copa de vino junto al papel, protegido del invierno por una gabardina bohemia y cinematográfica, llevando una vida incierta, solitaria y feliz.



Todo lo que después ha sucedido ha sido el más severo revés de aquellos sueños. Me fijo nada más en la noche en que escribía ante la pantalla este discurso, padre de dos bebés que en esos instantes dormían dulcemente abriendo en el hogar una tregua de su imperio; en el tercer piso de un edificio rodeado de charcos malolientes; en una ciudad más mercantil que literaria como Chiclayo; y que, en lugar del licor de las viñedos de Burdeos bebía un fragante café traído de las laderas de San Ignacio, Cajamarca, y que, en lugar de un sobretodo europeo, apenas tenía algo por encima de sus sandalias playeras, con el costo de tener que rascarme cada tanto brazos y piernas descubiertos sobre los que se arrojaban con puntería tecnológica legiones de mosquitos kamikazes, vampiros diminutos que primero disparan al oído la hiriente música de sus violines desafinados. Entonces comprendo que el café es todo lo que ha quedado del paso de los años y las vicisitudes. Que el café ha sido mi París, mi bohemia, mi cine y hasta mis libros sin escribir.

Con la salvedad de que en rigor no se ha tratado de una resignación o un consuelo, sino sencillamente de otro camino y de otros pasos. Aparte de que, tomando café, me ocurrió enamorarme de mi esposa y luego abrir los ojos para ver a nuestros dos hijos pequeños venir corriendo hacia mis brazos. Llegado un día sin fecha ni lugar, caí en la cuenta de que el café era el alimento, la compañía y el premio de todos mis garabatos literarios y filosóficos, los que se han perdido en alguna papelera de plástico o digital, y los que quizá solo están retrasando su caída en el mismo lugar.



Suceda lo que suceda, el café que ha perfumado mi hábito de escribir es lo que ha perdurado por encima de todos mis escritos, justo porque se ha tratado de lo más estrictamente sensorial y, a la vez, de lo más enigmático e inconmensurable. En cada instante un aroma, un sabor y una consistencia ha sido lo que me ha vuelto súbitamente más atento a mi presente. Lo que me ha hecho existir con un grado de certeza superior al dolor más grande o a la cavilación más audaz. Tras cada sorbo, la celebración que recorría mi cuerpo convertía la introspección del placer en un suceso incontenible mezcla de expansión y ascenso.

El café ha sido mi nave y desde lo alto he visto el tiempo en que viví en otro país y compartía cafés con doctorandos de historia, arte, derecho o cualquier otra disciplina menos la mía, la filosófica, y salía los domingos soberanamente solo, con kilo y medio de papel de diarios y suplementos culturales bajo el brazo para buscar sitio en una bella cafetería en una ciudad al pie de los montes Pirineos. Y aún antes, siempre a bordo de mi café he contemplado las cosechas que mis abuelos campesinos ponían a secar sobre el enorme patio de su casa allá en la provincia de Morropón, y que yo mismo ayudaba a tostar y moler, sin saber que al dejarlo caer sobre un recipiente debajo de un viejo molino de mano oliéndolo lo bebía en abundancia.



Finalmente, mi vehículo alcanzó cierta altitud desde la cual pude avistar a lo lejos las montañas de Etiopía, los primeros cafetos aprovechados por el género humano que, pasados los siglos, llegaron hasta mis manos a través de camellos, costumbres, decretos reales, barcos, soldados, agricultores y camareros. Y si el pensador español Xavier Zubiri decía que los griegos no eran nuestros clásicos, sino que al filosofar “nosotros mismos somos los griegos”, con la misma razón digo que al beber café somos africanos por su origen, como también italianos por el progreso de su conocimiento y vieneses por el decorado burgués e intelectual de su consumo. Personalmente, yo soy también mi abuelo campesino que lo guardaba en una botellita rigurosamente cerrada que iba en el fondo de una alforja tejida que llevaba al hombro o hacía llevar a su burro, a fin de beberlo durante la pausa del trabajo regiamente sentado sobre su poncho de lana de oveja doblado, al costado de una acequia.

Mientras escribo todo esto salto de contento porque, para ser honesto, por fin sé lo que en verdad quería decir después de efectuar todas estas disquisiciones como quien yendo y viniendo da al fin con la ruta que buscaba. Como el Marcel Proust que, tras un sorbo de un té en el que ha remojado una magdalena, sabe que algo ha ocurrido en su cabeza que no acierta a despejar sino luego de un largo proceso interior que alterna esperas y desesperaciones, al cabo del cual encuentra que se trataba de un tenue movimiento de la memoria. El recuerdo de una casa de la infancia, de unas escaleras, unas cortinas, un jardín exterior, una ciudad y su campanario, y toda la campiña que rodeaba Combray, un mundo entero saliendo de una sola cucharadita de infusión.

Lo que sé es que el café me fascina por la claridad que su color oscuro proporciona únicamente a quien tiene aptitud para mirarlo con detenimiento. Me explico. Quien no lo beba de forma habitual puede decir sin culpa que el café es negro, cuando en realidad esa negrura es tan solo el efecto de un color marrón o acaramelado que, al condensarse en el centro, deja alrededor un anillo de tonalidad más ligera dentro de la taza en que se bebe.



Ese repentino hallazgo de una suavidad cromática casi translúcida, se parece a la oscuridad de una habitación en la que entramos sin poder ver nada, diciendo aun que no vemos absolutamente nada, hasta que, de pronto, la permanencia va dibujando poco a poco el perfil de los objetos, musitando las presencias e, incluso, delineando el rostro de una amada. En la adaptación de nuestra vista nos sentimos búhos o felinos que ven todos los seres sin llegar a verlo todo, capaces de reírnos de quien entra posteriormente y dice tener miedo de chocarse con algo en la penumbra.

Eso es lo que más amo del café exactamente. Esa gradualidad, ese desvelamiento, esa regulación de la retina que proviene no de una fuerza solar arrolladora, sino de una potencia discreta de conocimiento que, conjugada con el tacto y el olfato, posibilita una relación más amplia y respetuosa con la superficies circundantes y, por tanto, con el corazón de las cosas más modestas.

Un recorrido como el de esta velada en que el curso de las frases y los minutos ha permitido a todos ustedes, como espero, obtener de mi libro y, quizá, de mí mismo como escritor y como cafetero, un grado amigable de transparencia, un atisbo del misterio del estar juntos que solo el café dotado de palabra sabe suscitar.

 

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