Sinapsis, cirugías y cafés: somos seres tejidos por el café / Víctor H. Palacios Cruz
A pocos días de la salida de mi libro dedicado a este brebaje fabuloso,
otras tazas de café siguen viniendo a mi mesa y sé que sería desagradecido, un
ser de piedra, si no continuara registrando, mal que bien, las sensaciones y los
pensamientos atinados o descabellados pero siempre distintos que cada acto de
beberlo deja en mi cuerpo, con una huella duradera que reconozco luego en
todo lo que veo y toco. Comparto esta nueva fiesta o locura, este abrazo
que supone siempre llegar a ser leído y que será, también, otra forma de
compartir mi mesa y mi café.
Mirar hacia dentro como si se mirara hacia afuera es uno de los actos que distinguen al buen filósofo, ya se trate de
un pensador en su soledad, del profesor que cuenta unas ideas en el aula, del
transeúnte que se detiene ante algo que nadie más ve mientras sigue caminando,
o del niño que observa sin aburrirse la hoja de una planta. Me refiero al
hábito de sospechar detrás de una superficie cercana la existencia de las mismas vastedades que se
nos escapan cuando avistamos un cielo estrellado. ¿Qué contiene cada forma o movimiento
que vemos sólo parcialmente?
En ese sentido, cuando el dolor disminuye o se vuelve tolerable,
la herida que lo causa es una inigualable ocasión para asomarse a lo que
nuestro ser oculta y advertir lo minúsculo que nos sustenta, aunque sea a
través de la sangre que se reseca sobre un corte en la piel, las manchas
violáceas de un hematoma o la pus que segrega un dedo hinchado al que un alfiler
acaba de rozar. Sólo a través de la abertura, decía Leonard Cohen, es que entra
la luz.
Hace unos veinte años, recuerdo, supe de nuevo que era
filósofo cuando pedí a un doctor que me dejara ayudarlo durante la pequeña
cirugía que iba a efectuar sobre mi muslo izquierdo, sobre el que había aparecido y crecido
con los días una pequeña protuberancia de color blanquecino. El cirujano soportó
y contestó amablemente todas mis curiosidades escolares.
La operación fue ambulatoria y breve. Se trataba de
rasgar la epidermis para extraer esa masa que, por fortuna, no era más que
materia grasosa que, de no ser retirada, podría más tarde bloquear el flujo de
una arteria. Cuando el médico iba a inocular la anestesia local, pregunté qué tenía
ese líquido que lo hacía capaz de abolir la conciencia del recorrido del
bisturí. Una sustancia química, dijo, que inhibía la transmisión del impulso
eléctrico de una neurona a otra a través de los axones y dendritas cuya unión se
denomina “sinapsis”.
Hace año y pico tuve una segunda oportunidad,
más extraordinaria aún, de ver lo que mi anatomía encerraba. Decidí afrontar una
cirugía más compleja que por suerte no suponía, según mi urólogo, riesgos
preocupantes. Acudí a la clínica entusiasmado. Presentía una experiencia
reveladora que iba a acercarme un poco más a la comprensión de los mecanismos
de la vida.
Sonrío mientras lo digo porque, más
bien, ignoraba por completo las consecuencias que tendría la anestesia regional necesaria
para la intervención. Quería verlo todo y no perderme la acción del
instrumental del quirófano y el aspecto de mis órganos, pero mi médico me
aclaró con autoridad: en primer lugar, usted habla demasiado y eso puede tener
consecuencias indeseables en su organismo; y, en segundo lugar, la anestesia
le va a provocar cansancio y un ligero mareo. Así que quédese tranquilo y
relájese.
Resignado, me puse a mirar el techo hasta
disgregarlo en átomos mientras las manos del cirujano, que alternaba chistes y
anécdotas con sus asistentes, procedían con precisión y sin pausa. Impedido de ver lo que quería, me sentí
privado de mí mismo.
Privación que aumentó cuando al ser trasladado a la sala post-operatoria, luego de escuchar que todo había ido bien, caí en la cuenta de que no tenía sensación de mi cuerpo desde la cintura hasta los pies. Tendido sobre mi camilla, escuchar a un niño llorar al otro lado de la sala me desgarró el alma y me puso todavía más sentimental, mientras pensaba en mi esposa y mis bebés. Llevado al fin a una habitación individual, me explicaron que el efecto de la anestesia se iría disipando con el transcurso de las horas hasta remitir del todo al día siguiente.
Deshabilitadas sus sinapsis, esa parte
inferior de mi cuerpo era como un suelo blando e inaccesible sobre el que se
hundía la parte restante y alerta de mi ser. Mutilado e inmóvil, con una
botella para miccionar a mi costado, yo era sólo una cosa dotada de conciencia.
Un palo sobre uno de cuyos extremos refulgían los pensamientos más fuertes e
incapaces de moverlo un centímetro siquiera.
Entonces fue cuando sentí el insecto de
una urgencia batir sus alas en alguna parte de mi cabeza y empezar a crecer. Mi esposa, que
cuidaba a nuestros bebés, no podía venir en mi socorro; las enfermeras habían
desaparecido; estaba solo en mi cuarto con un libro a la mano y el control
remoto de un televisor en la pared de enfrente y, como un niño en cuyo ánimo el
capricho cobra el carácter de una necesidad irrenunciable, quise una sola cosa: beber
un buen café. De donde sea que me lo pudieran traer, pero una taza de café
caliente, una sola al menos.
Más que la imposibilidad motriz, me entristeció el que mi anhelo fuera totalmente irrealizable. Y ese desamparo, esa carencia por la que estuve, no exagero, a punto de llorar fue nada menos que la abertura y la herida a través de la cual pude ver -mejor que por medio de una cirugía a pecho abierto- lo que yo era y no lo sabía hasta entonces: un ser de café. Alguien que sólo podía completarse y recobrarse a sí mismo ingiriéndolo y, aun antes, contemplando el aro acaramelado de su líquido oscuro y escuchando cómo tocaban el techo todos los cielos que elevaba su olor.
Como ahora enseña la microbiología, es
cada vez más difícil hablar de organismos individuales delimitados por una silueta
que los separa entre sí nítidamente. Cada viviente es una red de seres y el solo
aire que respiramos, dice Bruno Latour, es obra del planeta en cooperación con
las fuerzas del cosmos y millones de microorganismos de mares, algas y bosques.
No soy el sujeto dividido por la
anestesia. Yo soy lo que amo, lo que me ha tocado, lo que he encontrado, lo que
me ha sido dado y lo perdido, lo que siento y también lo que no siento. Millares de
partículas a menudo sin hilvanar. Y de pronto leo que, según pruebas recientes del neurocientífico
israelí Menachen Segal, el consumo de cafeína es capaz de extender y renovar las
terminales gracias a las cuales un impulso pasa de una neurona a otra hasta llevar
al cerebro el suceso de un dolor o de un placer. Un cambio estrictamente físico de inmensas repercusiones que van más allá del aumento del poder
cognitivo y de la memoria que ya conocíamos.
¡Aleluya! Un sorbo de café ayuda a conectar cada parte y modificación del cuerpo con el centro del sistema nervioso. Y si esta bebida, oriunda de Abisinia, es sináptica por excelencia y, además, lo que nos destaca en el conjunto de la naturaleza es el singular grado de nuestra conciencia, la conclusión cae por su propio peso: el café nos entreteje y unifica, nos humaniza más vivamente, y la persona que somos no es sino el tapiz hecho con todos los hilos que la cafeína pasa por el ojo de aguja de los axones y dendritas de las células más fascinantes de todo el universo. ¡Aleluya!
Me gustó el relato personal que haces en el que describes la importancia de mirar hacia adentro para comprender el mundo exterior. A través de tus experiencias médicas, tal como conversamos en nuestro último encuentro: la reflexión sobre la importancia de conocer nuestro propio cuerpo y de cómo las sensaciones que experimentamos nos permiten ver la vastedad que se encuentra detrás de las superficies aparentemente simples.
ResponderBorrarAdemás, destaco la importancia que describes sobre apreciar las pequeñas cosas de la vida y de compartir experiencias con los demás. En este sentido, mencionas tu pasión por el café y la alegría que le produce poder compartir tus pensamientos y sensaciones con otros a través de tu libro.
En mi opinión, el texto es una clara invitación a reflexionar sobre la importancia de la introspección y la valoración de las pequeñas cosas en nuestra vida diaria. También destacar la importancia de compartir nuestras experiencias y conocimientos con los demás, ya que esto nos permite crecer y aprender juntos. Bonita reflexión para un lunes, que invita a la reflexión y al diálogo. ¡Buen inicio de semana!
Querido Raúl, pues, en efecto, debo contar que la idea del texto rondaba en mi cabeza todavía de forma bastante embrionaria y, de pronto, conversando, nada menos que a la sombra de un árbol, se completó solo, como pude confirmar al subir las escaleras de regreso a mi mesa de trabajo. Otra evidencia de que los lugares de encuentro, los espacios que expertos como tú saben concebir y entender y apreciar y enseñar también, son activadores de ideas y mecanismos de ampliación y dinamización de las ideas personales. Que, en suma, el encuentro y la palabra, como saben mis alumnos que insisto, son el auténtico lugar de toda búsqueda del pensamiento y de la verdad.
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