Entre el pozo y las estrellas. Sobre El experimento democrático, libro de Gonzalo Gamio G. / Víctor H. Palacios Cruz

 


Sobre el filósofo más antiguo del cual se tienen noticias, circula un relato contado por Platón en el Teeteto y después por Diógenes Laercio en su Vida, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres: que una tarde, cuando Tales de Mileto –astrónomo, además– caminaba observando el cielo, no advirtió un hoyo que tenía delante cayendo aparatosamente en él, al tiempo que una mujer tracia –su esclava quizá– reía a carcajadas. “Quieres saber lo que hay en el cielo y no sabes primero lo que tienes delante de tus pies”, dijo a continuación.

Y con esta anécdota quedó sellada para siempre la creencia común de que los filósofos somos seres distraídos, torpes y ajenos a nuestro alrededor. Acusación injusta, pues la sola etimología de esta disciplina revela que, entre todas las ciencias, no hay lugar donde esté más vivamente presente el mundo que en la mirada integradora y anhelante de sentido propia de la filosofía que quiere decir, primero que nada, “amor al saber”.

En su deseo de saber el filósofo desea no rehuir ni explotar la realidad, sino unirse más a ella amándola por medio de la comprensión

Un “amor a la verdad” que, en su acepción más corriente, se refiere a la concordancia entre nuestras palabras y lo que los hechos muestran, es decir, la sintonía entre la persona y el mundo sobre el que ella piensa y en el que ella está. Lo que significa, por último, que en su deseo de saber el filósofo procura no rehuir ni explotar la realidad, sino unirse más a ella amándola por medio de la comprensión.

Como decía Merleau-Ponty, pensar “es el acto por el cual el hombre se responsabiliza de sí mismo”. Y si, como Tales, a menudo los filósofos miramos hacia lo alto, no es con desdén del suelo sino, por el contrario, para encontrar dos cosas: el entendimiento más justo de algo que solo puede provenir de la visión del todo al que pertenece; y, en segundo lugar, los conceptos y teorías que demanda el tipo de inteligencia que singulariza a nuestra especie.

Gonzalo Gamio G.


La propia vida de Tales añade a la anécdota de su caída el hecho de que vaticinó con acierto un eclipse de sol y una gran cosecha de aceitunas –de la que sacó un envidiable provecho personal– que confirmaron que sabía mirar las estrellas tanto como sacar partido de los bienes terrenales.

En suma, pensar el mundo es vivir más plenamente en él, por ejemplo estudiando las leyes y los cambios de la naturaleza, pero también tratando de entender la convivencia humana que sucede sobre una parte de ella. Para lo cual, en efecto, se puede requerir del oficio de historiadores, sociólogos o economistas, como también de una perspectiva más ambiciosa que incluya estas y otras especialidades y aspire a una captación más amplia de lo que significa el vivir juntos.

El Perú es un hoyo en el que caímos y desde cuya hondura miramos las estrellas unas veces con tristeza y otras con esperanza

Me refiero, en concreto, a la filosofía política y la ética a las que tan afortunadamente se dedica el filósofo y profesor universitario Gonzalo Gamio Gehri que ha publicado, a lo largo de una trayectoria rica en artículos, conferencias y libros, El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), editado por el fondo editorial de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.

Considerando una sociedad como la peruana tan obstinadamente dramática –inestabilidad democrática, precariedad institucional, representación parlamentaria débil, corrupción generalizada, déficit de ciudadanía, etc–, no es un exceso metafórico decir que el Perú es un hoyo oscuro y profundo, en el que caímos un día y desde cuya hondura no dejamos de mirar a las estrellas unas veces con tristeza y otras con esperanza.



En ese sentido, la dedicación permanente de Gonzalo Gamio al pensamiento de los problemas socio-políticos del país, con los debates y polémicas que le son inherentes, resulta generosa además de sumamente útil para quienes deseen abordar una actualidad punzante y revuelta sin dejarse cegar por la maleza de la novedad periodística, premunidos de los argumentos esclarecedores con que Gamio despliega su escritura amena y elegante, a lo largo de unos textos sin duda sacudidos por los golpes de la realidad a la vez que iluminados por la fe que el entendimiento alimenta.

Dedico este artículo a su libro no solo para contribuir a su merecida difusión –una obra por cierto accesible y recomendable para lectores no académicos–, sino también para destacar sus felices coincidencias con las ideas que este blog suele defender: la conciencia de la finitud humana, la fragmentariedad de la mirada personal, el encuentro como el lugar de la verdad y, en suma, la búsqueda del saber como escuela de virtudes para la vida en común.

Nuestros pareceres son distintos y varían con el tiempo, pues no son obra de una divinidad abarcante y superior

Mi entusiasmo sobrevino bastante pronto al toparme, en las primeras páginas de El experimento democrático, con el concepto de falibilismo con el que los filósofos del pragmatismo norteamericano –C. Pierce, W. James, J. Dewey y otros– aludían a la natural fragilidad y limitación del juicio humano que en rigor no conduce al silencio sino que, más bien, nos absuelve de la tentación de absolutizar nuestras opiniones, así como nos alienta a sumarlas al curso de una búsqueda en la que también cuentan las otras voces que habitan el mismo espacio.

Nada más aconsejable para el diálogo académico y político que incorporar una certeza antigua en el andar de la filosofía –aun anterior al socrático “solo sé que nada sé”– y que resulta inobjetable para una conciencia todavía no invadida por los más turbios prejuicios: el hecho de que nuestros pareceres son distintos y varían con el tiempo, puesto que ellos no son obra de una divinidad abarcante y superior. Como dice Isaiah Berlin, citado por Gonzalo Gamio, “es de una arrogancia terriblemente poderosa creer que solo uno tiene razón: que tiene un ojo mágico que contempla la verdad: y que los demás no pueden tener razón si discrepan”.



De ahí la utilidad de una educación –familiar, escolar y universitaria– que contemple el ejercicio que, por desgracia, la educación cívica peruana ignoró por culpa de una interpretación demasiado militarista de su historia. Me refiero al diálogo entendido como una actividad deliberativa en la que, como dice Abraham Magendzo, los actores “son capaces de comprender y colocarse en la posición de sus interlocutores, de modo que pueden advertir el porqué de sus demandas u opiniones”.

Puesto que la vida política no es sino la continuidad a otra escala del ejercicio activo de la ciudadanía (Gamio aclara que el ciudadano se define no solo como un “sujeto de derechos universales y libertades individuales”, sino también como “agente político concreto”), la apertura hacia los puntos de vista diferentes se funda en la capacidad para imaginar y sentirse concernido por la condición más diversa de nuestros interlocutores. La empatía y la inclusión de las minorías en el gobierno de lo común son pasos inesquivables en el camino que lleva a una sociedad justa y armoniosa.

El creyente malinterpreta la inspiración cristiana de su actuación secular al convertir su creencia en la excusa para imponer ciertas verdades a los demás 

Nada me complació más en El experimento democrático que dar con una manera distinta de decir lo que intento contar a mis estudiantes cada día, que esta “educación deliberativa” no se limita a la aceptación de las diferencias, esto es, a una tolerancia que por sí sola incluso alberga connotaciones negativas (“tolerar” es estrictamente soportar lo que duele, desagrada o no interesa), sino que presupone más aún el reconocimiento que le debemos al otro, cualquiera que sea la posición que este exprese.

Es, en particular, un eco de lo que en sus Ensayos (1580), publicados en un tiempo de cruentas querellas político-religiosas, decía Michel de Montaigne: “cuando alguien me lleva la contraria, no despierta mi cólera sino mi atención”, palabra esta última que no se restringe al sentido indispensable pero insuficiente de la tolerancia, sino que amplía la relación con los demás (el opositor, el migrante, etc.) en el sentido de una bienvenida cordial que no solo acepta la existencia de otro testimonio, sino que lo une activamente al itinerario personal en la construcción del conocimiento.



Desde luego, todo esto se explica aún mejor al recordar lo que Aristóteles observó con insuperable sensatez, que la esfera de lo práctico es la de lo opinable, y la virtud propia de la acción política es la prudencia y no la eficacia de la técnica ni exactitud de la lógica.

Este es el terreno en el que Gonzalo Gamio sitúa sus objeciones, legítimamente encendidas a la vista de los tiempos que corren, a la intrusión del integrismo teológico en el campo secular de la política. El enfoque liberal que Gamio dice asumir no niega el aporte de las grandes religiones a la concepción de la vida colectiva que incluye un principio que, si bien el libro no menciona, se entrevé a lo largo de toda su lectura: la igualdad de todos los humanos a los ojos de Dios. Una convicción que se traduce, con tanta facilidad en la cabeza como dificultad en los actos de la historia, en la igualdad legal de todas las personas que la preeminencia y la marginación contravienen gravemente, así como en la mayor afinidad del modelo democrático con la existencia de los mismos derechos y deberes en todos los ciudadanos de una república.

Muchos católicos reparten condenas como si estuviéramos ya ante el tribunal celeste y no donde realmente estamos, sobre un mundo compartido con otros

El problema surge cuando el creyente malinterpreta el llamado a una inspiración cristiana de su actuación secular, al convertir el origen divino de su creencia en la excusa para imponer ciertas verdades a los demás y justificar su rechazo y hasta la eliminación del adversario, en una actitud estrepitosamente contraria a la caridad de los Evangelios. Aquí es donde me permito, en diálogo con Gonzalo Gamio, agregar dos apuntes personales.

En buena cuenta, la deriva extremista de muchos que, en nombre de la fe, llegan a la confrontación, la hostilidad y la demonización del otro (agitados por la facilidad con que las redes sociales ceden a la propalación de las ideas conspiranoicas más absurdas) procede de omitir un punto esencial en las enseñanzas del propio Jesucristo (“mi reino no es de este mundo”, “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, etc.): la división entre el ámbito de lo eterno y el de lo terrestre, entre las verdades que importan para la salvación del alma y las que a duras penas vislumbramos sobre cómo es preferible ordenar la existencia social y todos los asuntos que atañen a una materia de suyo contingente y perfectible.



A la vista del furor que los enardece, muchos católicos parecen haber adelantado, no sabemos con qué autoridad, el advenimiento del más allá donde habrá de juzgarse lo que debe redimirse y lo que no, y en consecuencia reparten “amenes” y condenas como si estuviéramos ya ante el tribunal celeste y no donde realmente estamos, sobre un mundo transitorio y compartido con quienes profesan otras creencias o no tienen ninguna, únicamente contando con los cuales es posible obtener una convivencia basada en la paz y la justicia, que es lo que el propio cristianismo alienta ciertamente.

En segundo lugar debo decir, con aflicción, que en su apostolado y sus relaciones con la cultura, un amplio sector de la Iglesia ha olvidado que lo que más distingue a un cristiano, según el Nuevo Testamento, es el amor y no el ser casto, el hacer ofrendas o el ser sabio. Como decía hace tanto el brasileño Roberto Carlos en una de sus canciones más conocidas, “al amor no le importa quién sabe más”.

Lo que en el Infierno no cabe jamás no es la verdad sino el amor

Al erigir la verdad como valor exclusivo y supremo, inevitablemente el creyente divide a los demás entre sabios e ignorantes, correctos e incorrectos, superiores e inferiores. Sin desestimar la innegable e ineludible importancia de la verdad, tan amada para el filósofo además, hay que decir que su énfasis desligado de la praxis de la caridad conduce sin remedio a la exclusión y eventualmente a la violencia. “El amor no pasará jamás. Las profecías pasarán, el don de lenguas pasará, la ciencia pasará, porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías limitadas”, se lee en la Carta a los Corintios de San Pablo.

Si la verdad a solas verticaliza la relación con la gran variedad del género humano, que tiene derecho a juzgar los hechos desde sus propios caminos y experiencias; el amor, aun en la verdad, por el contrario la horizontaliza. Si la verdad analiza, objetiva y discute; el amor más bien abraza, integra y unifica.

Decía Thomas Browne que la verdad también impera en el infierno. Modestamente añadiría que lo que en el Infierno no cabe jamás no es la verdad sino el amor. Por lo demás, el propio Aristóteles reconoció en su Política la insuficiencia de las leyes para asegurar la prosperidad de la polis, ponderando con ello la aportación inestimable de la amistad a la buena salud en el rumbo de una comunidad.



Para volver a la historia de Tales de Mileto y su caída en un pozo, leo un comentario de Ulrich von Wilamowitz, citado por Han Blumenberg en La risa de la muchacha tracia. Una protohistoria de la teoría (2000, 181), y lo encuentro muy útil para valorar el libro que termino de comentar: el interés por las estrellas, es decir por mirar el conjunto de las cosas, es “consecuencia de la pérdida de una patria terrena”.

Un apunte que Blumenberg comenta en un sentido favorable a lo que, en nuestro caso, transmite con fervor e insistencia El experimento democrático: la seguridad de que buscamos en el cielo de las ideas no para desasirnos de la tierra que nos sostiene, sino porque salir del hoyo en que nos hallamos pasa sencilla e indefectiblemente por mirar hacia arriba.

Es solo desde cierta altura accesible a nuestros esfuerzos que es posible reconocer el camino al que un día le sucedió nuestro tropiezo, así como contemplar la inmensidad que estamos hechos para anhelar y que, en cierto modo, ya somos cada vez que dirigimos al prójimo la amabilidad acogedora por la que comienza la reconstrucción de la sociedad que aún no somos.

 

Sobre el autor

Gonzalo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política (2022), La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.

Comentarios

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  2. Muchas gracias, Víctor, por destacar la importancia de la filosofía para entender los problemas socio-políticos del país y la generosidad de Gamio al dedicarse a pensar estos problemas. Según la descripción que haces, dan ganas de "hincar el diente" al libro de Gamio y descubrir los argumentos esclarecedores que propone. Así como seguir pensando y reflexionando sobre el mundo para vivir más plenamente en él.

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    1. Diría, incluso, que el cuidado de los espacios públicos es también una forma de apuntalar la salud democrática de un país. Espacios de calidad donde se encuentren todas las personas y todas las condiciones y procedencias. La sola generación de una vida urbana en la calle y otros entorno similares, lejos de las aglomeraciones de los malls y otros reductos privados, genera empatías, conocimiento mutuo y posibilidades de cohesión y de semillas de proyectos en común. Arquitectura y urbanismo no acuden solo para "decorar" la visibilidad de una república, sino que también son sus herramientas para la formación de los espacios donde la ciudadanía no solo disfruta y se recrea, sino también dialoga, comparte un asombro o una indignación, y encuentra caminos de iniciativa, y de libertad en definitiva.

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    2. Quizá, todo ello, no quede solo en pensamientos, sino que aprendamos a llevar en la práctica, que mostremos que todo aquello que deseamos y que es una necesidad innegable, pueda ir construyéndose.

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    3. Qué amable por escribir! Efectivamente, por eso la unión de la decisión política con el conocimiento profesional y la demanda ciudadana es en definitiva esencial e ineludible. El talento local, para el caso peruano en general y para el chiclayano en que me encuentro ahora, existe y está dispuesto a cooperar. Nos falta la conexión entre la mirada técnica y la necesidad que expresa la gente con la representación política a todo nivel. De ahí la importancia de alentar la vocación ciudadana y hasta la participación política en el colegio, la universidad y toda instancia educativa, a fin de renovar y alimentar esperanzadoramente la aparición y la perdurabilidad de un funcionariado eficiente, desintoxicado de intereses espurios y decidido a ponerse al servicio de aquello que da sentido a su función y fundamento a su poder.

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