Sobre el reguetón y la sensibilidad de nuestro tiempo / Por: Víctor H. Palacios Cruz


 

Tienen derecho unos a gustar de este género tanto como otros a deplorarlo. La pasión de las opiniones divididas al respecto ha precedido incluso a los combates ideológico-políticos de la actualidad. Lo llamativo es que se trata de una música en que la intrascendencia no afecta ni preocupa a sus cultores y sus fans; y en que la indigencia creativa no es incompatible con su eficacia entre el público. Pese a todo, el mayor interés no está en el reguetón en sí mismo, sino en todo aquello de lo cual él es una evidencia. Comparto unas consideraciones sobre cómo los rasgos de nuestro tiempo se ven recogidos en una moda que obliga a la comprensión antes que al dictamen.

 

En alguna ocasión Iggy Pop habló sobre el origen de su vocación rockera en Detroit, la "ciudad del motor" y sede de una intensa vida musical en los años 50 y 60: “cuando era chico, al caminar por las calles cerca de las fábricas escuchaba el ruido poderoso de esas máquinas. ¡Era grandioso! Ese sonido es lo que he querido llevar a mi música”.

Explicación reveladora que sirve para entender también las raíces de toda música que la humanidad haya llegado a inventar. Toda juntura de sonidos obtenida con las manos o con el aire de los pulmones ha sido una prolongación de lo que primero ha entrado en nuestros oídos. Una recreación del paisaje respirado, sean bosques, montañas o estepas; o asfaltos, rascacielos y motores; o la misma música técnicamente reproducida alrededor.

Toda música es una recreación del paisaje respirado, sean bosques, montañas o estepas, o sean asfaltos, rascacielos y motores

Desde el silbido del viento, el goteo de la lluvia, el retumbar de una manada salvaje o los latidos del corazón materno hasta los pitidos, tableteos y exhalaciones de una sala industrial, pasando por cualquier esquina en la que autos y comercios fusionan los más variados pedazos de canciones. En suma, el modo en que el aire suena ha sido siempre la materia prima con que el humano ha elaborado, con el añadido de su fantasía, secuencias con que acompañar sus ritos, reuniones, nostalgias y vacíos, su existencia triste o feliz, solitaria o grupal, igual que nuestros ancestros tomaron lo que tenían a la mano, la tierra, para dar forma a sus utensilios y sus adornos.

En ese sentido, el rock ha sido la música que mejor describió –más fielmente que una sinfonía o un minué– el despliegue de acero y cemento, la extensión de la electricidad y la vorágine de las urbes del siglo XX. También la que mejor se adaptó a la producción en serie, el círculo del consumo y las redes de la globalización, con una virtud proteica capaz de absorber las herencias más diversas y remotas.

Iggy Pop a inicios de los 70.


Con ello lo que al fin y al cabo quiero decir es que, si el reguetón lleva ya unas décadas haciendo bailar a una considerable población más o menos juvenil, debe ser porque, más allá de gustos y análisis, se trata de una variante bien enraizada en el modus vivendi de una mayoritaria porción de la humanidad. Mestizo como toda música, nacido en Puerto Rico, el reguetón es sin duda la banda sonora de este tiempo, sin que ello signifique que necesariamente lo enaltezca o lo degrade.

Sin embargo, tan innegable como su vigencia, es la duración que lleva el rechazo de que ha sido y es objeto, y que ha probado que estamos ante un suceso inmune a todos nuestros remilgos éticos y artísticos (“el reguetón no es música”, dijo una vez Pablo Milanés). Un debate atizado por nuestro olvido de la distinción fundamental entre arte y entretenimiento que, por supuesto, involucra a toda forma de lenguaje en general, y no solo a la música. “El reguetón gusta a los jóvenes por la misma razón que no gusta a sus padres”, acaba de decir Jorge Drexler.

Jorge Drexler: “El reguetón gusta a los jóvenes por la misma razón que no gusta a sus padres”

El escándalo y la procacidad que suelen asociarse al reguetón no son, de hecho, novedad alguna en la cultura popular. Abundan los testimonios sobre el aspecto demoníaco que las danzas africanas y las de los esclavos en toda América causaron en los ojos de viajeros, testigos y censores. La tendencia a la disarmonía, la simplicidad en la composición y la falta de virtuosismo vocal e instrumental –ya no digamos la falta de trabajo en los versos– han sido parte también de varios casos en el universo elástico del pop-rock de todas partes.

Recuerdo la voz de soprano y el timbre divino de la ilustre rockera Nina Hagen que, sin embargo, prefería la cacofonía y la estridencia así como el maquillaje y las muecas que ocultaran, sin lograrlo, la indudable belleza de sus rasgos fisonómicos. Aún se recuerda la camiseta de los Sex Pistols que decía “Odio a Pink Floyd”, en nombre de un movimiento, el punk, alérgico al esfuerzo y la sofisticación.

El cantautor uruguayo Jorge Drexler.


Sea como sea, la cuestión no está en cómo es el reguetón –rudimentario en letras, acordes y melodías–, sino más bien en cuál es su procedencia, cuál la sensibilidad o el “paisaje” que lo abastece y mantiene su actual omnipresencia. Qué clase de realidad es esta en que vivimos, capaz de engendrar un estilo que sortea las complejidades de la construcción y a la que, incluso, no le importa ser olvidable y banal.

De paso, cómo negar que esto le ocurre a todo género comercial de estos tiempos y no solo al reguetón. Ni siquiera se ha librado de ello un éxito de hace poco más de un mes, récord de reproducciones en Spotify: “Ya no la escuchamos, profesor, ya pasó”, dicen mis alumnos cuando les pregunto por el hit de Shakira compuesto contra su ex pareja.

Hay tanta música por todas partes que ella es ya, como el aire, una masa cuya falta nos ahogaría, pero en cuya presencia ya no reparamos

Como es evidente, el reguetón privilegia el ritmo más que las arquitecturas y trayectos que éste pueda sostener, y propende al cultivo de lo inmediato y carnal como una suerte de barricada frente a la expansión de un mundo cada vez más interconectado y, por ello, desarraigado e inmaterial. El reguetón es, en ese sentido, la vuelta a casa ansiosa de una mente vencida por el esfuerzo laboral sin recompensa; de una psique roída por el tráfico, la multitud y las distancias urbanas; presionada por la exigencia de éxito y productividad; habituada a la velocidad y el consumismo que desapegan de las cosas y de uno mismo; y, para colmo, saturada de información y notificaciones de celular. ¿Qué energías para ahondar en el deleite auditivo quedan luego de semejante huracán?

Nina Hagen.


Obsérvese, además, que el reguetón triunfa con facilidad en el tramo de la historia, el nuestro, en el que menos ocasión tiene la gente de escuchar música. Mejor dicho, en que gracias al aumento de dispositivos y señales tecnológicas hay una reproducción de música –en el taxi, el gimnasio, la cocina, la ducha, el supermercado– tan incesante que no hay posibilidad alguna de extrañarla y de devorarla con los oídos como si fuera la última vez. Hay tanta música por todas partes que ella es ya, como el aire, una masa cuya falta nos ahogaría, pero en cuya presencia ya no reparamos.

Como sucede con el acto de leer o el de ver una película (mientras masticamos cualquier cosa y seguimos mirando el celular), la conciencia ya no le consagra una receptividad exclusiva, pues en rigor escuchar música, y no solo usarla o llevarla con uno, es no hacer nada más que eso, escucharla. A resultas de lo cual, su percepción es la de varios contenidos simultáneos entre los que ella aparece interferida o ahogada, lo que finalmente diezma la aptitud para captar texturas, escalas de notas, armonías de voces e instrumentos, estructuras e in crescendos.

El reguetón no tiene escrúpulo en descuidar una excelencia que nadie se tomará la molestia de apreciar

Los nuestros son oídos de aglomeraciones, tumultos y fragmentos troceados y revueltos por la prisa y la abundancia. Y aunque existan autores que han visto en todo ello insumos para nuevos collages de interés, el reguetón se sitúa en la posición certera de apelar al sustrato biológico de la subjetividad donde persiste lo que aún nos da la sensación de existir bajo el torbellino: la pulsación de la sangre. De modo que no tiene escrúpulo en descuidar una excelencia agregada que nadie o muy pocos se tomarán la molestia de apreciar.

Por lo demás, ¿cuánta excelencia y depuración se puede o se quiere tener cuando el “paisaje” del que parte toda creación musical se ha encogido drásticamente al tamaño de nuestros reproductores tecnológicos? ¿Cuánto modifica la relación con la música el que suene comprimida en los formatos de Mp3 y streaming? El viejo rockero David Byrne, autor del libro ¿Cómo funciona la música?, decía hace unos años: “me da curiosidad saber si los músicos están adaptando y escribiendo una música que suene realmente bien en los diminutos auriculares que usamos todo el tiempo”.

David Byrne.


Como otros, Jorge Drexler ha dicho que al denostar al reguetón cometemos el error de olvidar que otros géneros empezaron por igual en la clandestinidad y la censura. Comparación discutible que omite la gran diferencia que hay entre este género y todos los que le han antecedido. Para empezar, es cierto que el blues, el tango, el jazz, la salsa o el vals peruano crecieron por igual en los antros y periferias de la sociedad para luego, poco a poco y sin las ventajas de la viralidad digital del siglo XXI, recibir la aceptación oficial y convertirse finalmente en norma, ganancia y orgullosa identidad cultural.

Facturar millones y acaparar premios no asegura la estatura artística y la perennidad cultural

Pero en todos estos ejemplos intérpretes y compositores lograron bastante pronto niveles de grandeza y ambición, al punto que lo que había sido una manifestación popular unida a la calle, al bar y a las pulsiones más elementales (no solo las sexuales), terminó adoptando una complejidad de propuestas (desarrollos, arreglos, letras) que el reguetón en sus ya casi tres décadas no ha alcanzado ni pretende alcanzar (más allá de la variedad de vertientes que lo han alimentado: reggae, dancehall jamaiquino, hip hop, electrónica, etc.).

Una señal esclarecedora de ello es que el reguetón, aun con los modestos méritos de algunos de sus representantes, no ha dejado hasta ahora ni una sola obra memorable. Facturar millones y acaparar los premios no asegura, desde luego, la conquista de una estatura artística y la perennidad cultural. ¿Dónde está el Héctor Lavoe, los Beatles, el Bob Dylan, el Louis Amstrong, el Atahualpa Yupanqui, o el Agustín Lara del reguetón? ¿Qué álbumes de reguetón son comparables a un Revolver, un Dark Side of The Moon, un Buscando América o un Kind of Blue?



Por último, el que esta clase de música apunte directamente a la fiesta y la euforia gregaria la condena a la imposibilidad de acompañar la inmensidad restante de las emociones humanas. De ahí la extraordinaria versatilidad, más bien, de géneros como el jazz o el rock, abiertos a la posibilidad de abandonar el solo propósito de entretener para ascender a búsquedas sensitivas, anímicas y espirituales de mayor calado.

Pienso al azar, y en lo que mejor conozco, en una pieza como “A saucerful of secrets”, del disco Ummaguma (1969) de Pink Floyd que traza un viaje onírico desde el enigma, el caos y la desolación hasta la intervención de un teclado en que la catarsis cede, al fin, a una voz lejana que exhala una dolencia dulce y litúrgica. O esa evolución vocal sobrecogedora en la canción “‘Til tomorrow” de Marvin Gaye (Midnight Love, 1982), en que transita tan naturalmente desde el ruego sensual susurrado hasta la plegaria espiritual más intensa y desgarrada.



¿Será que, para ser definitivamente justos, comparar este género con todos los demás, al igual que comparar culturas y civilizaciones, resulta totalmente inadecuado porque los referentes no son los mismos y, en efecto, han cambiado las plataformas de producción, el canal de transmisión, los hábitos de recepción y los patrones de valoración? ¿Será el reguetón apenas la señal de una transformación más amplia en que nuestra manera de entender el arte y la percepción ha experimentado un quiebre que aún nos negamos a aceptar?

Frente a todo presente inconcluso, el tiempo que sigue después de este punto final será más esclarecedor que todo el que haya pasado antes de él.

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