“Elegir” el amor de mi vida: sobre las relaciones de pareja en un mundo exigente e individualista / Por: Víctor H. Palacios Cruz
* Las imágenes de esta publicación pertenecen a la película Secretos de un matrimonio (I. Bergman, 1973).
Amor y libertad en una sociedad estructurada
Cuando la existencia individual se
concebía como parte inseparable de una totalidad colectiva o natural, sujeta al
destino de este orden superior, los seres humanos carecían de la obligación que
ahora vemos como un privilegio y también como el atributo que nos distingue como
especie: el tener que hacer algo con
la propia vida antes de que ella acabe y, por tanto, la necesidad de tomar decisiones
que nos autodefinan (vocación, trabajo, pareja) con sus ilusiones y sus riesgos
consiguientes.
Por el contrario, por mucho tiempo en el
andar de la humanidad el recorrido que cada uno seguía, a lo largo de unos años
que tampoco eran muchos, se hallaba ya en buena parte encauzado por la
pertenencia a una clase social, la residencia en un lugar o la herencia del
oficio.
Cada cual “era” el hijo de Ramiro,
Martín o Gonzalo (Ramírez, Martínez, González), o el de Erik, Karl o Lars (Erikson,
Karlson o Larson), o el oriundo de una polis o un burgo (Tales de Mileto, Heráclito de Éfeso, Leonardo Da Vinci, Cyrano de Bergerac),
o el que vive en cierto lugar geográfico (Hill, sobre una colina; Bush, junto a
un arbusto; Atwood, al lado de un bosque).
Quiero decir que en un mundo como este,
el individuo no era solo él mismo, sino
más bien un puesto y una función dentro de su sociedad, con límites y deberes
que no podían ignorarse so pena de llevar una existencia sin vínculos ni
arraigos que los demás miraban como maldita y vagabunda. Como cuenta Jesús
Navarro Reyes en el libro La extrañeza de
sí mismo, hasta antes del crecimiento de la burguesía en la Edad Media,
“estar solo era considerado síntoma de locura o de inhumanidad”.
El hijo del rey que no se casaba con
quien libremente quería (ni siquiera se le ocurría “querer libremente”) y cuya boda
estaba arreglada desde el nacimiento, era solo la cima de una condición común en
la cual el lazo conyugal no era un asunto que no incumbiera a las familias y al
resto de la sociedad, al punto de que, por ejemplo, el juicio materno era una
instancia insalvable para elegir esposa, como en el cuento “La princesa y el
guisante” de Hans Cristian Andersen; o, peor aún, de que la unión entre dos
jóvenes que podían amarse devotamente era indeseable por ser ambos, primero que
nada, miembros de dos casas enemistadas por una culpa lejana, como en Romeo y Julieta.
El reverso de todo ello era el que, en
general, la gente desconocía la relación de pareja que no está predestinada por
fuerza al matrimonio, con su trayectoria tan ilusionante como abierta a contingencias.
“Enamorarse” era un estado de ánimo irrelevante frente a los imperativos sociales
que traía consigo el llegar a una cierta edad, o el mandato irrenunciable de
conservar unas tierras, un apellido, un negocio o una dinastía.
Todo lo cual, por una parte, privaba a
mujeres y varones de la emoción de inscribir con un cuchillo las dos iniciales de
sus nombres encerradas en un corazón sobre la corteza de un árbol o, más
recientemente, del acto de pintarlas con un rotulador sobre un candado metálico
que se cuelga de la baranda de un puente sobre el río Sena; al tiempo que, por
otra parte, los exoneraba de sufrir los altibajos y desavenencias de un camino
de dos que lo han fiado todo a un corazón que no es de acero.
La conquista y los riesgos de la individualidad
Sería arduo enumerar los giros socio-culturales
que fueron, con el paso de los siglos, poniendo un acento cada vez mayor en la
individualidad entendida como protagonista solitaria y principal de su
itinerario terreno. Como un ser cuya identidad proviene de la suma de sus
experiencias, recuerdos, luchas y esperanzas, y no de la inserción en la línea de
un pasado, un parentesco o un entorno determinado. Un desarrollo sin duda
disparejo que hasta hoy tiene zonas de excepción donde la historia sigue un
ritmo diferente. En la sierra piurana de donde procede mi familia materna, por
ejemplo, el saludo del lugareño al desconocido sigue un protocolo amable que en
algún momento pregunta: “¿de quién es
usted?”
Un hito en esta larga historia lo fue el
Discurso sobre la dignidad del hombre,
aparecido en 1596, en el que el humanista italiano Giovanni Pico della
Mirandola llegó a decir que el mejor motivo para creer que nuestra especie es la
más admirable del universo no era ni la razón ni la lengua, sino la posesión de
una libertad que, sin garantizar nada, lo deja todo en las propias manos, poniendo
en boca de Dios las siguientes palabras dirigidas a Adán: “a los demás les he prescrito una
naturaleza regida por ciertas leyes. Tú marcarás tu naturaleza según la
libertad que te entregué (…) Tú mismo te has de forjar la forma que prefieras
para ti, pues eres tu modelador y diseñador. Con tu decisión puedes rebajarte
hasta igualarte con los brutos, y puedes levantarte hasta las cosas divinas”.
Hablando
sobre el origen de las modas en la Europa de aquel tiempo, Giles Lipovetsky escribe:
“no ser como los demás, ser único, llegó a ser una pasión y una aspiración
legítimas en el mundo cortesano”. Y aunque delante de todo ello el poeta John
Donne dijera que “ningún hombre es una isla”, la cultura occidental fue recorriendo
las distintas etapas de una tendencia hacia la consagración del yo y de su interioridad:
desde la práctica del autorretrato en Durero, Rembrandt y otros; la teoría de los
derechos y libertades individuales; la exploración de la psique en Sigmund Freud;
la escritura de diarios íntimos; hasta la obsesión por el selfie en el orbe digital, la exacerbación de la opinión propia en Twitter y la necesidad de crear "ministerios de
la soledad” en países como Inglaterra y Japón.
Como
tarde o temprano aprendemos, todo sendero que olvida sus costados da lugar a un
andar ciego y abstracto que termina por socavar su propio suelo. En efecto, la
exaltación progresiva del individuo resulta contraria tanto a la convivencia cuanto
a la salud mental, puesto que erosiona la atención al bien común, la virtud de la
modestia y la aceptación de la red de vínculos con el espacio y la comunidad que
es lo que explica y vuelve diferente a cada sujeto.
Aparte
de tornar más difícil la confrontación con la propia muerte, el énfasis puesto
en el individuo a expensas de lo que lo rodea coloca sobre sus hombros siempre
de barro el pesado encargo de una realización personal que no depende ya de
ningún designio mundano o celestial, sino única y totalmente de él mismo, con
todas sus consecuencias de responsabilidad y de culpa.
Estrategia
de ruptura con todo lo que es solo engañosamente exterior a cada uno, disfrazada
en nuestros días con la exhortación a “hacerse a uno mismo”, ligada a su vez a
la certeza delicuescente de que “uno es el mejor amigo de sí mismo” y seguida
de recetarios con los “cinco pasos para alcanzar el éxito”, tan simples e
inverosímiles como las cuatro reglas del método con que Descartes creyó ilusamente
que se podía obtener el saber absoluto y solucionar todos los problemas de la
humanidad.
Consuelos
y promesas en cuya ruidosa fiesta no están invitados ni la inseguridad ni el
miedo que, silenciosamente, supura la creencia de que yo soy el actor
todopoderoso de mi propia vida. Alguna vez bailamos la canción de pop español
que decía “A quién le importa lo que yo haga” (Alaska y Dinarama, 1986); ahora en
cambio lamentamos que “a nadie le importe lo que yo piense, sienta y publique”.
Y
si en otros siglos el temor lo inspiraban bárbaros, pestes, guerras y tiranos,
en el nuestro lo inspiran el error y el fracaso de las decisiones personales. Como
cuentan los psicólogos, resulta que la expectativa de triunfo y notoriedad así
como ese estorbo para ser feliz que es el deseo de serlo, disparan los índices
de ansiedad y depresión. Se trata de la conciencia de no ser nada y “tener que ser yo” que Kierkegaard
describió como la fuente de angustia inherente a la experiencia de la libertad.
Entonces,
tener una relación de pareja ideal adquiere una preponderancia abrumadora –muy unida
a la exigencia de parecer alegre, saludable y triunfal– que, sin remedio,
desemboca en dos opciones: o arruinar el amor por la vacilación que produce el
miedo a equivocarnos y a sentir decepción, con toda la presión ejercida sobre
la otra persona y sobre nosotros mismos; o, por el contrario, escapar de su
importancia intimidante convirtiendo nuestro bienestar psicofísico en el centro absoluto de nuestra vida, o reduciendo su sentido a un bien puramente emocional y
sexual, a una aventura indoloramente efímera, el “choque y fuga” con el que nos
entrenamos para dejar de sentir interés por el otro y por uno mismo.
El amor y nuestra imperfección
natural
Es
en este contexto en que, por una combinación de mi experiencia personal con mis
lecturas y mis clases universitarias, me permito desaconsejar no la búsqueda
del amor de pareja, sino la “búsqueda de una persona” para el amor de pareja,
por tres razones muy concretas:
1) Porque buscar a una
persona para el fin incluso más elevado no deja de ser una instrumentalización
reñida con la definición de vida de pareja
que supone que la otra parte es nuestro “par”, un semejante dotado de voluntad
propia que, como decía Kant, no puede ser tomado jamás como un medio sino como
un fin en sí mismo;
2) Porque buscar una
persona es siempre interponer la imagen que guía al acto de
buscar, calculando incómodas comparaciones que cotejen la realidad siempre inabarcable
y cambiante de un ser humano con un patrón mental formado con antelación.
Cualquiera que se descubra como candidato o candidata de alguien, siente el
desagrado de verse medido y, en suma, utilizado. El “buscar” apresura los
procesos y entorpece la naturalidad del conocerse gradual que llevará o no a la
oportunidad del enlace. Suena dulce decir “eres la persona de mis sueños”, pero
en rigor esta expresión confirma que no se conoce bien al otro, que no nos
importa aquello en que inevitablemente diferirá de nuestro pensamiento, tanto
como anuncia la arbitrariedad de retener a alguien en el punto exacto de la
coincidencia conveniente;
3) Por último, porque es
injusto tratar a una persona aferrándonos más a nuestras ideas que a la
realidad inabarcable y viva que ella es. Porque es sencillamente un
disparate creer que la cabeza puede anticipar la inagotable humanidad por medio
de su equipaje siempre azaroso y limitado. Decía Rainer Maria Rilke:
“posiblemente he amado todo este tiempo mi idea de ella antes que a ella
misma”.
Nada de lo anterior significa que
hemos de quedarnos quietos y esperar que algo afortunado nos suceda. Sin duda,
para dar con alguien con quien caminar un camino nuevo que no niegue el camino
de cada cual, es necesario salir al mundo, estar entre la gente, brillar y no precisamente por obra de artificios. Para ello hacen falta conversaciones, acontecimientos y casualidades. Sobre
todo evitar la espera de lo perfecto que, delante de seres inacabados e
impredecibles como nosotros mismos, nos enfrentaría o a la resignación de lo
imposible o a la idealización y el desengaño.
Si, finalmente, tener un matrimonio dispuesto
por la sociedad es contrario a nuestro modo de vernos como seres libres y
dueños de nosotros mismos, tampoco el querer alejarnos de esa tradición debería
llevarnos a creer que somos totalmente “dueños” de nuestras vidas, pues si existe
la libertad de elegir pareja existe el riesgo de no encontrarla nunca. Que
ello cuenta entre las probabilidades y que ningún humano es en rigor “dueño”
por entero de su existencia, expuesta al sinfín de las variables del mundo como
también, faltaba más, a las libertades de las otras personas.
No hay historia de amor por bella que sea que asegure el permanente brío de la rutina matrimonial, más bien sujeta a dos voluntades que se renuevan y reafirman, en la comprensión de que los dos han dejado de ser las individualidades que precedieron a su encuentro y reconocen que la identidad de cada cual es ser-con-el-otro. En la comprensión, asimismo, de que amar no es congelar la existencia del otro, sino acompañarla cambiando uno mismo.
De manera que nada atenta más contra la vida de pareja que la espera de una perfección en la que, por el contrario, la llenura no admitiría territorios por conquistar, esfuerzos por realizar, recuerdos que guardar y abrazos nuevos que dar.
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