Edificio Cabrera: una arquitectura residencial en armonía con el entorno / Víctor H. Palacios Cruz
Al entrar en el edificio sucede una magia. La altura del piso de la primera
planta se eleva de pronto y queda casi a la altura del pecho, del corazón
quizá. El visitante traspasa el umbral y tiene ante sí la totalidad de la
construcción no a sus pies sino frente a sus ojos o, mejor, al alcance de sus
manos, como un objeto que puede ser libremente palpado o contemplado. La puerta
no es, en este caso, un acceso abrupto que evite quizá el derroche del espacio,
sino que por el contrario activa generosamente una transición, un decurso
sensorial.
En la dirección de calle Francisco Cabrera
430, en un lugar céntrico de la ciudad de Chiclayo pauperizado por el deterioro
urbano, el desorden del tráfico, la inseguridad callejera y, para colmo, la
repentina estrechez de los predios en razón de la división de lotes por la
mitad a causa de diferentes historias, motivos e intereses... En fin, en una zona que rehuirían los proyectos inmobiliarios de alto presupuesto tanto como cualquier arquitecto
que deseara una localización y unas dimensiones favorables a sus ideas y a la notoriedad
de sus proyectos, el estudio local Angas Kipa ha diseñado un edificio multifamiliar
que no solo ha merecido divulgación en revistas internacionales de la
especialidad, sino también reconocimientos como el primer Premio en la Categoría
Edificaciones en la XIX Bienal de Arquitectura Peruana Cusco (octubre, 2022),
el reconocimiento del Colegio de Arquitectos del Perú Regional Lambayeque
(noviembre, 2022), una selección para los Dezeen Awards 2022 en la categoría de
vivienda, la distinción de obra
seleccionada por Archello entre los Mejores Proyectos de 2022, y más
recientemente la nominación en la categoría Housing en la 14ª edición de
ArchDaily Building of The Year Awards 2023.
Sobre apenas cuatro metros de anchura
y 27 metros de largo, en un entorno de cierto bullicio comercial, lo tentador
habría sido ofrecer a los dueños del solar, primero, una altura aún mayor así
como una distribución de trazos y segmentaciones que maximicen el escaso espacio
disponible y, en segundo lugar, un interior que brinde un efecto doble de
comodidad y salvaguarda frente a la exterioridad. Puesto que una iluminación y
ventilación naturales y eficientes se asocian a una holgura de
proporciones y de vanos, una respuesta rápida y lógica ante la ausencia de
estas condiciones habría sido concebir un encierro de caparazón compensado por
la introducción de equipamientos tecnológicos de luz artificial y aire
acondicionado, por ejemplo, con el consiguiente resultado de un habitar retraído y desligado del espacio y, por ello mismo, del tiempo que discurre alrededor,
además de un irremediable exceso en el consumo de energía.
Pero la creación verdadera no surge
necesariamente cuando todos los vientos soplan a favor. Durante una de sus
conferencias hacia los años 40 del siglo pasado, el músico Igor Stravinsky sorprendió
a su audiencia diciendo que “mi libertad como compositor será tanto más grande y
significativa cuanto más estrechos sean los límites que imponga a mi campo de
acción y cuanto más me rodee de obstáculos”.
Así también, los miembros del estudio
Angas Kipa –los arquitectos Raúl Gálvez Tirado, Iván Guerrero Ramírez y José
Luis Perleche, y sus colaboradores– han llegado a plasmar, sobre este angosto
lote de la calle Cabrera, una ingeniosa fórmula que ha evitado tanto el recurso
fácil de la acumulación cuanto la vía de la ruptura con la ciudad, sin tener
por ello que recurrir a una intrincada complejidad en el diseño. Como en un
haiku japonés en que se obtiene una gran elocuencia con unas cuantas palabras, así
también el Edificio Cabrera es un lugar al que una sencillez de líneas y una
sabiduría del detalle han vuelto tan inesperadamente plácido y habitable.
El ingreso en su interior, como he comprobado hace muy poco, transmite una inmediata sensación acogedora que proviene de un grado
de armonía tal que vuelve invisible la diversidad de sus variables: flexibilidad y nitidez
en el estar y en el desplazamiento, integración y, también, conexión visual y acústica con la
exterioridad.
Aceptando la pobreza de mis
conocimientos en esta disciplina, pero aferrándome a la verdad física y común
del contacto y el recorrido, puedo decir que uno de los atributos más
encomiables del Edificio Cabrera es el haber conseguido la inserción de un
habitar cotidiano recogido y al mismo tiempo abierto a su entorno, tan
indispensablemente resguardado como comunicado con la ciudad, su clima y su
cielo. La vegetación interior que se cuela hacia el exterior, como se
aprecia en las fotografías que acompañan esta publicación, es una evidencia sin
duda encantadora de esa comunión con el espacio y de la vida que el edificio mismo
es capaz de cultivar.
En efecto, el envolvimiento de toda la
fachada por una celosía metálica proporciona a la estancia intramuros el doble
regalo de una permanente claridad natural (resplandeciente en las horas matinales) y una penetración filtrada del aire de las
tardes chiclayanas, al mismo tiempo que desde fuera ofrece una protección de la
privacidad que, sin embargo, elude la dureza de lo impenetrable o lo vedado, gracias
a una red de orificios circulares que, con toda intención seguramente, ocultan
y atraen a cualquier peatón.
Al entrar en el edificio sucede una
magia. La altura del piso de la primera planta se eleva de pronto gracias a unos cuantos escalones y queda casi
a la altura del pecho, del corazón quizá. El visitante traspasa el umbral y
tiene ante sí la totalidad de la construcción no a sus pies sino frente a sus
ojos o, mejor, al alcance de sus manos, como un objeto que puede ser libremente
palpado o contemplado. La puerta no es, en este caso, un acceso abrupto que
evite el derroche del espacio, sino que por el contrario activa generosamente
una transición, un decurso sensorial que da a sus creadores la justicia de una
visión de conjunto por parte de la visita.
Una escalera metálica en primer plano,
luego una especie de zaguán amoblado y, más allá, la visibilidad de la primera
planta a través de una mampara, dan asimismo un instantáneo efecto de ligereza,
transparencia y amplitud que no se sospechan viniendo de la calle. Por
cierto, en la escalera hay barandas delgadas y ninguna ornamentación, de modo
que la combinación del ascenso con la falta de espesor en los materiales produce
una impresión de levedad. En el mismo sentido, la ausencia de muros
que no sean los del perímetro del edificio, o el que asoma, ya inevitable,
hacia el fondo, da lugar a una especie de succión visual que se aviene tan bien con
la calidez del recibimiento y los brazos abiertos de los buenos chiclayanos.
La simplicidad de las superficies de
cada planta en el edificio contribuye por igual a dar una sensación despejada en virtud de la carencia de vigas, columnas visibles, relieves o tabiques y paredes que
entorpezcan las líneas rectas que van hasta la habitación del fondo, detrás de
la cual, oh sorpresa, se abre un patio que admite y hasta acariña una
vegetación de jardín.
Los acabados de cemento pulido en el
suelo y de ladrillos expuestos en las paredes, no solo plantean la tactilidad
de los materiales de construcción, sino que reemplazan la sensación arrogante
de la cobertura perfecta e impoluta, es decir, el artificio que se añade al
artificio, por el efecto amable y honesto que da el cocido irregular de los
ladrillos y las manchas o vetas del cemento, con esas variaciones de figuras y
colores que desatan la percepción imaginativa de los niños.
Se trata de una cualidad acariciante que
se prolonga en la cocina del primer piso por medio del trazado de una barra en
forma de “c”, destinada al equipamiento y los usos propios de este ambiente,
con una altura repentinamente menor que la convencional. "Una altura de mesa", me
cuenta uno de los arquitectos, y que yo encuentro no solo ideal para colocar
objetos, una copa de vino, un libro o lo que sea, sino también amigable en el
sentido de invitar a arrimarse junto o sobre ella, justo allí donde otras
cocinas privilegian su estricta funcionalidad y limitan a las manos toda
experiencia de relación.
Resulta especialmente placentero
el sentarse a charlar alrededor de una mesa, ya en la segunda planta, y sentir la
llegada de la luz de la calle, incluso su ruido vehicular atenuado sin ser abolido,
logrando con ello un vínculo con el mundo que no supone la exposición a la intemperie.
Un recordatorio de la pertenencia a la tierra, al mundo compartido con los
demás que ninguna ocupación estética, utilitaria, digital o filosófica debería
suprimir, a riesgo de caer en la inhumanidad de la autosuficiencia y la abstracción.
En este aspecto, el Edificio Cabrera es un espacio de libertad, propicio para la conexión con uno mismo o la conexión con el exterior (que experimentada desde el interior es en realidad otra variante de la relación con uno mismo). En medio de la agitación y el tráfico, el Edificio Cabrera es por entero una ventana tranquila y no una armadura protectora. Conversando en torno a un café con los arquitectos, imaginé cómo se vería la lluvia desde allí. Cómo se escucharía, qué cerca quedaría de la piel y qué a salvo a la vez estaríamos de ella, como bajo el ancho alero de una casa de campo con tejado.
Por un patio interior y una escalera
posterior hay una circulación de aire que llega hasta el centro de cada planta.
No se trata solo de una ventilación conveniente, más aún en el caluroso verano
del norte del país, sino también de la presencia inocultable y, a la vez,
domesticada, de los fuertes vientos que sacuden característicamente al paisaje
local. Otra evidente seña de identidad, paisajística en particular.
Lograr, en suma, todas estas virtudes
térmicas, lumínicas, respiratorias, motrices, sensoriales y hasta contemplativas,
es, para ser justos, un triunfo que enaltece a un oficio, el de
la arquitectura, tan maltratado por las vicisitudes de una urbe como
Chiclayo, cuya inigualable dinámica de encuentros y migraciones tiene aún pendiente el traducirse físicamente en un lugar de arraigo, horizontalidad y fructificación. En
una ciudad que sea real y no solo nominalmente una “capital de la amistad”.
Para llegar a ello no basta con la
idiosincrasia o los modos de ser, un insumo esencial pero voluble en el tiempo. Es también necesaria la
existencia de espacios privados y públicos que se correspondan fielmente con la
hospitalidad, el júbilo de la buena comida y el calor de una amena conversación, y que asimismo fomenten toda esta riqueza humana por medio de trazados y diseños que, como ha demostrado el estudio Angas Kipa, no tienen por
qué suponer ni la exuberancia de las inversiones ni la ostentación de los
materiales.
Para interesados, más información sobre el edificio aquí:
https://angaskipa.com/portfolio/ec22/
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