Niños junto al mar (una crónica familiar) / Víctor H. Palacios Cruz

Pintura de E. Potthast, Niños junto al mar.

 

A Koky Gustavo, Flor,

Marisol y Wiler,

Padrinos de bautizo de

Benjamín y Patricio

 

Hasta llegar a la playa, para pasar los últimos días del año y los primeros del siguiente, no había imaginado el entusiasmo con que Benjamín iba a entablar sus primeras relaciones físicas y libres con el mar. El júbilo con que esperaba el arribo del agua sobre la arena, sus rodillas flexionadas por las ansias de adentrarse hasta donde rompía cada ola. A sus tres años ocho meses, vi necesario sujetar una de sus manos y cuidar sus pasos, sobre todo allí donde el agua venía y se iba, donde la arena se deslizaba y era vuelta a traer una y otra vez, puesto que esos deslizamientos de la superficie pueden causar en un niño pequeño como él el vértigo y hasta alguna caída. Sin embargo, al volver unas horas después de nuevo al agua descubrí sorprendido que Benjamín había aprendido con rapidez y, excepto cuando se trataba de la colisión de dos olas de distinto curso, mantenía muy bien su equilibrio con las piernas ligeramente separadas, los brazos abiertos y los pies hundidos en la arena bajo el agua.

Patricio, mi segundo bebé, de apenas año y nueves meses, sintió por el contrario temor y poco ánimo para mojarse o entrar en el mar incluso sostenido en mis brazos o en los de mamá. Generalmente, como segundo hijo que era, más avezado y resuelto que su hermano mayor, lo detenía ahora, sin embargo, una prueba superior a todo lo conocido: el vaivén sin pausa del oleaje, su estrépito y la línea del océano que se perdía a lo lejos y resultaba para sus ojitos inacabable a un lado y a otro.

J. Sorolla, Niños en el mar.


No importó nada. Mi esposa y yo estamos de acuerdo en que nuestros hijos no tienen por qué obtener ciertos logros, contentar nuestras expectativas y ponernos orgullosos delante de otros padres. Es suficiente con que Patricio conozca el mar, camine a su aire sobre la orilla y refrigere su espíritu con la frescura penetrante de la brisa.

De todos modos, Patricio no se divirtió precisamente poco al pasear por la playa, por ejemplo pidiendo que cavemos un hoyo para ser enterrado hasta los muslos, como había visto a Benjamín primero, o permaneciendo largos ratos dentro de alguna de las pequeñas pozas que la marea de la noche dejaba entre las rocas, a modo de tinas de agua tibia en las que él jugaba a su gusto metiendo arena o piedrecillas que desprendía alrededor con sus deditos finos y tenaces.

La primera y larga tarde en que caminamos junto al mar, localizamos un área de playa pequeña flanqueada por rocas dispersas entre las cuales permanecimos un largo rato juntos. Allí Benjamín se alejó a unos tres metros de mamá yendo al encuentro de cada ola que venía, en ese punto de éxtasis en que los humanos creemos que el universo no nos hará daño y será nuestro por completo.

N. Nikolaievich, Niños cerca de la orilla del mar.


Yo me ocupaba de cuidar a Patricio que, con una mayor confianza en su cuerpecito, se entretenía detrás de una roca que le llegaba hasta el pecho y con el agua tocando sus tobillos, en una posición que parecía la de un francotirador detrás de un fortín preparado para el desembarco invasor. De pronto, una ola rompió más fuerte y próxima a la playa y su caudal, varios centímetros por encima de lo normal, derribó a Benjamín que giró y quedó a cuatro patas, la cabeza levantada menos mal, los ojos cerrados y aun así arrastrado por la corriente hacia donde por fortuna mi esposa permanecía de pie firme y en guardia. Yo volteé al instante para verlo y quedé paralizado por el terror de que hubiera alguna piedra oculta en la que se estrellara con las más horribles consecuencias. El estruendo prolongado del agua se fue disipando, Benjamín se irguió bañado por completo, pero intacto y triunfal. Sentí que me bajaba veloz de la cabeza a los talones un alivio que me devolvía el aliento al ver que estaba a salvo y hasta reía feliz.

De pronto, en ese lapso de calma capté una vocecita que pugnaba por hacerse notar junto al resto del océano. “¡Papaaaaá! ¡Papaaaaá!” Era Patricio al que había olvidado ante la emergencia de Benjamín, y al que vimos junto a la roca donde jugaba aferrado con sus dos manitas tiernas y diminutas, sus piernas rollizas temblando pero irremovibles a pesar de que, según calculamos, debió verse rodeado por el ascenso repentino del agua con todo el susto que ello debió suponer para él. ¡La angustia que debió pasar y que había resistido tan valientemente! Yo tartamudeando sin saber si decirle “¡Perdóname, hijo mío!” o, más bien, “¡Bravo, hijo mío!”.

Una imagen de la película El verano de Kikujiro (1999) de Takeshi Kitano.


Otra mañana bajamos con los dos y un balde con piezas de plástico para hacer castillos y figuras de arena. Jugamos a muchas cosas, hasta que se me ocurrió algo parecido a lo que hacíamos en casa: guiar a un insecto atrapado en un cuarto para llevarlo hacia la ventana con la ayuda de un papel o un palito. Primero con Benjamín y después con Patricio, rellenamos de arena unos moldes de pez, langosta y caballito de mar, y uno por uno fuimos a dejar sobre la playa cada animalito de tierra para que la siguiente ola viniese, lo cubriera y se lo llevara deshaciéndolo con facilidad hasta dejar de nuevo el suelo limpio, liso y enjuagado. En el momento en que no veíamos más la forma a la que habíamos conferido una vida tan breve, le decía a cada uno de mis bebés: “¡Hurra, mi amor! El pececito o la langosta o el caballito de mar han vuelto a sus casitas, el mar se los lleva, se van a reencontrar con sus hijitos y les llevarán comida y se abrazarán como nosotros, ¡hurra!”

Rehúyo las digresiones filosóficas tan tentadoras que, sobre la fragilidad de la existencia y la pertenencia a la totalidad, podía inspirar la involuntaria alegoría de este juego. En aquellos momentos simplemente nos divertimos, gritamos, saltamos y corrimos a estrecharnos mis hijos y yo, descalzos e indefensos, inseparables junto al mar.

Al día siguiente, allí mismo a orillas del Pacífico, mi esposa y mi mamá fueron testigos de un acto inesperado de Patricio. Una vez libre sobre nuestra zona de juegos en la playa, empezó a alejarse caminando en paralelo al mar sin detenerse y sin mirar atrás a no ser muy de tanto en tanto. Avanzaba despacio, a su ritmo y despreocupado según parecía. Pasados unos minutos, esperaron a ver si dudaba y regresaba al verse sin nosotros en medio de lo extenso o entre los demás veraneantes.

Acuarela de Rubén de Luis.


Pero no, Patricio no dejaba de dar pasitos solitario y tranquilo, dejando atrás pequeñas dunas, perros que corrían, toallas olvidadas y bañistas que se tostaban al sol. Con sabiduría, mi esposa lo dejó continuar tan solo observándolo a cierta distancia, hasta que ya era imaginable el cansancio que debía tener o el que tendría durante el trayecto de retorno. Al volver con él, en sus brazos el rostro de Patricio era, lo recuerdo bien, el mismo de cuando se arrodillaba en su cuarto de juegos para hacer andar a sus carritos de juguete sobre un mueble o sobre el muro de una ventana. Tan contento en lo más hondo de su seriedad y concentración.

Lo que ya no puedo evitar decir es que resulta curioso que los humanos experimentemos un inexpresable estado de armonía y paz justo allí donde más diminutos nos vemos delante de la vastedad del mar y de la Tierra. ¿Será porque siempre termina por apaciguarnos el recobrar la justa medida de nuestra minúscula estatura? Quizá la inmensidad solo espante a quien acude a ella con el ánimo posesivo o arrogante y, por el contrario, como en Patricio, sea posible vivir con el infinito al costado justo porque su ilimitada holgura le da a nuestro andar una respiración más larga y saludable, y una cadencia de movimiento que se va sobreponiendo poco a poco a la propia voluntad corporal.

Por algo “humildad” viene de humus, que significa “tierra”. Como la arena húmeda a la que dimos forma con unos moldes de plástico. Como nosotros mismos a los que una ola próxima e inevitable conducirá un día hacia el corazón de la vida misma luego de haber mirado el sol y de haberlo reflejarlo por un tiempo en nuestra cara.

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